“Venezuela se arregló”. Aunque suene a burla, es la frase de antimoda en Caracas. Y no solo alrededor del poder bolivariano: también la hicieron suya colaboradores de la falsa oposición e influencers teledirigidos, además de algunos hipnotizados por el fenómeno socioeconómico bautizado como “pax bodegónica” por el pensador Guillermo Tell Aveledo.
La burbuja caraqueña se levanta en el este de la capital para gozo y disfrute de jerarcas chavistas, boliburgueses, militares de alto rango, empresarios afines y beneficiados de la dolarización. Son los “enchufados” de Nicolás Maduro, protagonistas de la Disneylandia revolucionaria, que cuenta con Ferraris, autos de alta gama, casinos socialistas, restaurantes de lujo y los famosos bodegones. Tienen hasta sus marcas favoritas de ropa y su paraíso casi exclusivo a poco más de 100 kilómetros en avioneta: Los Roques.
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Anónimo es el restaurante de moda a precios prohibitivos donde los jerarcas del gobierno disfrutan de reservados invisibles. MoDo es la gran novedad del momento, colores y ambientes para elegir. La heladería Versailles encandila a los caraqueños poderosos, así como los bodegones del Hotel Eurobuilding, como Actual, más protegidos de las miradas. Otro bodegón, el 212, impresiona por su tamaño. El Barriot, que acogía a los nuevos ricos y a chicas que parecen modelos, vivió mejores tiempos, pero no se cae de la agenda de los enchufados de Maduro.
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La última gran novedad, de impacto nacional, son los casinos, como el de Las Mercedes o el del Centro Comercial Tamanaco, con cientos de máquinas tragamonedas haciendo las delicias de los que sí tienen buenos fajos de dólares, la inmensa minoría del país.
Y por encima de todos, elevado sobre las alturas, permanece el imponente hotel Humboldt y el primer casino socialista de América Latina, como lo bautizó el propio Maduro. Vigila desde el cielo, en la cima del majestuoso Ávila, el pico de la cordillera que separa a la capital de la costa de La Guaira. El hotel es hoy el sitio favorito de los más adinerados de la revolución para celebrar sus fiestas y para gastar su dinero. Tan extravagante que en plena pandemia servían cócteles como si fuera el goteo salino de un hospital.
Psycho Bunny, la marca de la calavera con orejas rosas de conejo, hace furor. “¡Qué bella, me fascina!”, comenta una joven tras comprar una remera para su chico, que la llevará al paraíso exclusivo de Los Roques. El novio, top secret, es asistente de un poderoso ministro. Los precios exagerados ya no permiten a los mortales el viaje al atolón caribeño, el favorito de los hijos de los poderosos y de las modelos acompañantes de los contratistas, a 500 dólares la hora.
La burbuja de Caracas es lo más parecido a un inmenso plató de cine, en el que un Corvette ruge a tu lado a pocos metros de un derrame de aguas sucias y donde una Ferrari último modelo preside un concesionario a precios que supondrían 15.000 años de salario mínimo para un venezolano. Mustangs, Audis de alta gama y Lamborghinis –eso sí, a cuentagotas, porque el asfalto caraqueño tampoco está para grandes fiestas–. Por eso frente a los deportivos se imponen las “camionetas” gigantes que parecen tractores de última generación, desde las Toyotas Land Cruiser, Fortuner y Hilux a los Hummers norteamericanos.
Los casinos socialistas, otrora prohibidos por ser “lugares de perdición”, iluminan una de las noches más oscuras de la región mientras los bodegones se multiplican para vender miles y miles de productos importados gracias a la supresión de los aranceles desde Estados Unidos, España o Turquía. Aunque parezca mentira, el mismo país que hace cinco años sufría una escasez tan aguda que forzó la huida de casi siete millones de personas, la mayor diáspora del planeta.
Espejismo
“Es una ficción, lo que hace el sistema es relacionar el auge de los bodegones con una cierta mejoría en términos económicos. Lo que nosotros vemos es que la tal mejoría es mentira, no existe. El impacto económico de los bodegones sobre la economía real es mínimo, por eso es un espejismo, una pantalla para mostrar una realidad que nada tiene que ver con la economía de la gente”, desentraña Mirla Pérez, coordinadora del Centro de Investigaciones Populares.
“El ingreso promedio en los barrios de Caracas es más o menos 50 dólares, cuando mucho. El grueso de la población vive de los bonos (el último roza los cuatro dólares), de la pensión y salario mínimo (dos dólares) y de la caja CLAP (comida subvencionada)”, concluye Pérez.
¿Cuál es la arquitectura económica que sostiene la Venezuela de los bodegones? “Hay gente que acumuló mucha plata hasta 2017, cuando se pagó la deuda externa. Millonarios en dólares gracias al control de cambios, sobrefacturando importaciones, que ahora no pueden invertirlo en el exterior y lo hacen en Venezuela. Hay otra gente que está exportando y recibiendo dólares, que los invierte en el país. Tercero está la clase militar y vinculados al régimen, beneficiados de contratos. Y lo cuarto es el lavado de dinero”, responde el economista José Guerra.
Los caraqueños miran a su burbuja como si se tratara de una gigantesca lavadora, surtida por los sancionados en el exterior y por quienes temen sufrir la persecución de Estados Unidos y de Europa. “Sabemos que hay dinero del narcotráfico, de la venta de divisas, del contrabando de oro, de la trata de blancas. Ese dinero circula y se limpia a través de la compra de inmuebles, carros, bienes y montado negocios que son una fachada”, confirman fuentes económicas bajo anonimato.
Una neorrealidad impuesta a la fuerza. Y el que no esté convencido con el espejismo, que se prepare: “No voy a permitir que nadie hable mal de Venezuela, hay que hablar bien de nuestro país”, amenazó Maduro en una de sus últimas homilías televisivas.
Por Daniel Lozano
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