Rudy Kurniawan siempre hacía el mismo chiste: abría la costosísima botella de vino que le daba para catar un coleccionista y exclamaba: “Esto sabe a corcho, amigo”. Segundos después, estallaba en risas y decía: “Es una broma”. Toda una alegoría de sí mismo: todavía hoy se descorchan en los ámbitos más refinados botellas de vino falsificado por este hombre, que se convirtió de la noche a la mañana en el rey de los enófilos millonarios y que terminó tras las rejas al descubrirse que había montado su imperio sobre la base de un fenomenal fraude.
Para desgranar la historia de Kurniawan hay que unir tres puntos en el mapa mundial: Yakarta, la Borgoña y California. La capital de Indonesia fue la ciudad en que nació, un 10 de octubre de 1976; la tradicional región vinícola francesa fue el área en la que encontró los vinos que lo harían famoso, y la quinta economía del mundo fue el lugar donde concretó las fechorías que lo llevarían a la cárcel.
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Zhen Wang Huang, el nombre de nacimiento de Kurniawan, era muy pequeño cuando su familia decidió abandonar Indonesia para radicarse en los Estados Unidos, más precisamente en Arcadia, una ciudad de 57.000 habitantes, ubicada en el estado de California.
Poco se sabe de sus primeros años en suelo estadounidense, pero, como se cuenta en Sour Grapes, un film sobre su caso, estrenado en 2016 y disponible en Netflix, siempre se dijo que pertenecía a una familia muy rica, que tenía el monopolio de la distribución de cerveza en China. “Ya en su adolescencia, él se quedó solo para cuidar a su madre enferma, mientras que su padre y su hermano le enviaban una parte de los millones que ganaban en China”, se relata en esta película.
A principios de los años 2000, Rudy hizo su aparición en el mundo de las subastas de vinos frecuentadas por coleccionistas millonarios. Enseguida conquistó a los expertos con una memoria gustativa excepcional, una rapidez para aprender fuera de lo común y una generosidad sin límites. Se presentaba como un apasionado de los vinos y era apodado “Doctor Conti”, a raíz de su amor por el Romanée-Conti, un tinto de la Borgoña con más de 1500 años de historia.
Pronto empezó a colarse en los más exclusivos círculos de millonarios enófilos, que solían hacer reuniones en sus mansiones para descorchar botellas que valían como mínimo 15.000 dólares. En esas veladas, Rudy siempre aparecía con la etiqueta más deseada y enamoraba a todos con su increíble capacidad para reconocer a ciegas hasta la parcela exacta del viñedo donde se había cosechado la uva utilizada en tal o cual vino.
“En 2007, se consideraba que Kurniawan era el dueño de la mayor y mejor bodega privada del mundo. Gastaba grandes cantidades de dinero en la compra de botellas en subastas, en las que se podía llegar a gastar hasta un millón de dólares. Pasó luego a comerciar con vinos y a organizar selectas catas y subastas”, detalló el diario español La Vanguardia en un artículo sobre el caso de este joven indonesio.
Como se cuenta en el diario mencionado, cuando su consolidación en ese universo de enólogos fanáticos, coleccionistas millonarios y poderosas casas de subastas hizo que le empezaran a preguntar sobre la procedencia de su fortuna, Rudy pasó a la “fase dos” de su plan y se convirtió en un exitoso vendedor de vinos de altísima calidad.
El culto y carismático Rudy, al que todos querían tener de amigo, empezó a batir récords tras récords en las subastas, vendiendo botellas en cantidades asombrosas, cobrando fortunas por cada una de ellas y engordando a la vez los bolsillos de las casas de subastas.
Por aquellos años de principios de los 2000, en pleno boom de Silicon Valley y con todas las punto.com nadando en montañas de dólares, Rudy llegó a su cumbre. En una subasta vendió vino por valor de 30 millones de dólares, batiendo el anterior récord de 10 millones. Para 2006, ya era un “Baco del siglo XXI”: llegó a gastar 16 millones de dólares en una sola de sus tarjetas de crédito. Además de vino, coleccionaba obras de arte, relojes de lujo y autos fuera de serie.
Con solo 30 años, el joven inmigrante indonesio que se dedicaba a cuidar a su madre, se había convertido en el rey del vino, había amasado una fortuna y era una celebridad que se daba la gran vida. Estaba en su mejor momento. Tocando el Cielo con las manos. Pero... siempre hay un “pincelazo” que lo estropea todo.
Un día, Laurent Ponsot, el propietario de la prestigiosa bodega francesa Clos Saint Denis del Domaine Ponsot, denunció que Kurniawan había vendido botellas de un vino top de su bodega correspondiente a las cosechas que iban entre 1945 y 1971, algo que era imposible, porque su familia había empezado a embotellar ese vino recién en 1982.
A su vez, Bill Koch, un coleccionista millonario, se dio cuenta de que había comprado a Kurniawan varias botellas falsas. Como se relata en la publicación española La Información, luego de lograr demostrarlo con un detective, este hombre lo denunció ante los expertos de autentificación y en 2012 el FBI entró en su casa. Ahí, el castillo de naipes de Rudy se vino abajo y se descubrió su secreto: no era más que un eximio falsificador de vino caro.
Según determinaron los investigadores del FBI, además del contenido, en la cocina de su casa, también replicaba casi a la perfección corchos, etiquetas y cápsulas. La incautación de su vino falsificado fue la más grande manejada por agentes de los Estados Unidos hasta ese momento: tal como se ve en Sour Grape, se destruyeron en contenedores de basura más de 5000 botellas.
Los especialistas que analizaron el caso no tienen dudas de que llevará años, o incluso décadas, filtrar todos los vinos falsos de Kurniawan, porque es imposible identificar a cada una de las personas que tiene una de esas botellas. Se estima que aún puede haber en colecciones privadas unas 10.000 botellas de su vino falsificado.
Rudy fue arrestado, juzgado, condenado por fraude a 10 años de prisión y obligado a pagar 28,4 millones de dólares a las víctimas de su delito. Lleva cumplida más de la mitad de su condena en una prisión federal de California, pero apenas recobre su libertad (en 2024) será deportado a Indonesia, donde, tal vez, aún se seguirán descorchando costosas botellas de su vino falsificado.
Fuente: La Nación | GDA