Altos del Terrón. [AFP]. “Nadie puede dormir, apenas se siente un grillo o una cucaracha todo el mundo se pone en alerta”, asegura Pacífico Blanco, habitante de Altos del Terrón, la comunidad indígena de Panamá donde la semana pasada una secta sacrificó a seis niños y una mujer embarazada.
Biblias, mensajes alusivos a Satanás y ropa amontonada aún se pueden ver en la iglesia improvisada donde ocurrió la masacre, ubicada en medio de la jungla.
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La vegetación y las altas paredes de madera impedían, antes de la desarticulación de la secta, ver el interior del templo. Por eso, y por los habitualmente bulliciosos rituales que se realizaban, la comunidad no sospechó de lo que ocurrió la semana pasada cuando durante un culto religioso miembros de la secta que funcionaba allí asesinaron a siete indígenas.
Los cuerpos fueron hallados (amarrados y en avanzado estado de descomposición) en una fosa común en un cementerio, ubicado a una hora del lugar.
Desde entonces, la policía ha reforzado su presencia en este poblado selvático de difícil acceso situado en la comarca indígena Ngäbe Buglé, en la provincia caribeña de Bocas del Toro, a unos 250 km al noroeste de Ciudad de Panamá. Su misión es proteger a la comunidad y buscar otras posibles sectas en el lugar.
Pero nada da tranquilidad a los lugareños.
“No dormimos ni de día ni de noche, ni descansamos. Eso es lo que nos está sucediendo”, dice el cacique local, Evangelisto Santos.
Desde la matanza a golpes y machetazos de los seis niños (de entre 1 y 17 años) y de la mujer embarazada, madre de cinco de esos menores, muchos indígenas se han agrupado para vivir juntos.
Así pretenden defenderse de otras hipotéticas sectas o de cualquier venganza que trataran de llevar a cabo familiares de los presuntos asesinos.
“Yo sinceramente paso la noche triste preocupado por los sobrinos que me han quedado”, asegura Edison Ríos, hermano de la mujer asesinada.
“Lo paso mal pensando por ellos, ¿qué tal si hoy o mañana regresan y me pueden acabar con los niños que han quedado?”, añade.
“No podemos alejarnos, tenemos que estar unidos”, confirma la joven Hermelinda Santos a pocos metros del puesto policial.
Nadie sospechó de los ruidos
Según la Fiscalía, los 10 acusados, todos en detención preventiva, amarraron a los indígenas y les pegaron con biblias, palos y machetes hasta ocasionarles la muerte. La madre, llevada a la fuerza a la iglesia, fue asesinada delante de sus hijos, que luego fueron ultimados ante todos los presentes.
Algunos testimonios de víctimas manifiestan que el líder de la secta ordenaba las ejecuciones por supuestas órdenes de Dios para “sacar el demonio” del interior de los indígenas.
“Usaron el nombre de Dios aquí para atrapar y secuestrar gente, para seguir matando”, afirma incrédulo Pacífico Blanco en la iglesia.
Los vecinos relatan que no sospecharon de lo que ocurría porque la denominada iglesia “La Nueva Luz de Dios” llevaba varios años realizando allí bulliciosos rituales religiosos sin mayor problema.
Por tanto, en los días en que ocurrió la matanza tampoco dieron importancia a los gritos que provenían de la iglesia.
“Se escuchó la bulla, pero nadie se enteró” de lo que en realidad pasada, porque pensaron que “estaban alabando a Dios”, comenta el indígena Diomedes Blanco.
“Obra del mismísimo diablo”
Todo cambió cuando varias personas lograron escapar heridas y contaron a las autoridades de las agresiones que habían sufrido.
Entonces se supo que “estaban capturando personal para llevarlo a la iglesia para masacrarlo y la gente se fue alarmando”, recuerda el cacique Santos.
La policía entró a la iglesia el 15 de enero y detuvo a los miembros de la secta, que en ese momento tenían retenidas a 15 personas, incluidos varios niños. Los agentes sospechan que también iban a ser sacrificados.
“De aquí en adelante nosotros no le vamos a creer a ninguna religión que entre (a la comarca) porque es un peligro para nosotros. Tenemos miedo de lo que hemos visto”, asegura Pacífico Blanco.
Una fina lluvia cae sobre las humildes casas de madera y paja, donde algunos niños sonríen mientras juegan con sus mascotas.
Los adultos conversan sentados en grupo en sus rudimentarias viviendas, algunos con el semblante triste y la mirada perdida. Cerca, un grupo de indígenas ha empezado a recibir atención médica y psicológica.
Narciso, un policía jubilado que ahora transporta personas en cayuco (bote) hacia Altos de Terrón, lo tiene claro: “Para mí esto ha tenido que ser obra del mismísimo diablo”.