Es casi un decreto que nadie vive tras ser capturado por el Estado Islámico. Pero siempre hay excepciones. Una de ella es la historia del soldado iraquí chiita Alí Hussein Kadhim, quien a sus 23 años sobrevivió a la mayor masacre cometida por el Estado Islámico en Iraq el pasado mes de junio, cuando fueron fusilados más de 700 militares. El diario estadounidense "The New York Times" lo entrevistó. Esta es su historia.
Khadim se unió al ejército porque era pobre y no le quedaba otra opción para mantener a su familia. "No tenemos nada. Ni trabajo ni salario ni tierra… Nada. Entonces, a dónde podía ir”, dice ante las cámaras de "The New York Times".
Khadim y el resto de sus compañeros sabía a lo que se exponían. “Estábamos esperando que [los yihadistas] vinieran por nosotros. Nuestra moral estaba baja. Nos cambiamos la ropa por prendas civiles antes de dejar la base”, relata. Eso no fue suficiente.
Kadhim fue capturado el 1 junio por cientos de terroristas del Estado Islámico. Fue trasladado a los terrenos de un palacio en Tikrit, donde se sabe que vivió Saddam Hussein. “Nos dijeron que no estaban ahí por nosotros, que nos llevarían con nuestras familias. Pero nos engañaron”.
Se llevaron a Kadhim y al resto en carros con personas armadas dentro. El camino a la muerte había comenzado.
En ese lugar, el Estado Islámico separó a los hombres dependiendo a la etnia a la que pertenecían. Los sunitas tuvieron la suerte de que se les dio la opción de arrepentirse por su servicio al Gobierno; en tanto los chiitas fueron condenados a muerte.
Kadhim era el cuarto en su línea. Pudo sentir el terror recorriéndole en cada disparo que aniquilaba a los del pelotón. "Nos sentaron con las manos atadas atrás. Era el asiento de la muerte. Uno. Dos. Tres. Yo era el cuarto. Me di vuelta y vi al primer sujeto al que le dispararon en la cabeza. La sangre le brotó. Pensé que era mi fin. Que no tenía nada más por qué temer”.
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También recordó que un militante llevaba una cámara de video. “Tuvimos que culpar al Gobierno. Tuvimos que decir que eso era responsabilidad del primer ministro Nuri al Maliki”.
La sangre de quienes fueron asesinados delante de él le salpicaba en el rostro, cuando un recuerdo de su hija le vino sorpresivamente. “Vi a mi hija, diciéndome padre, padre”.
Una bala le rozó la cabeza y cayó de bruces en la zanja. “Yo solo hice como si estuviera muerto”.
Un momento más tarde, dijo Kadhim, los asesinos caminaron entre los cuerpos y vieron que un hombre que había sido baleado aún respiraba. Otro militante gritó “Él es un chiita infiel, déjalo que se desangre”. En seguida, Kadhim recupero el deseo de vivir.
Pasaron cuatro horas y llegó la noche. Un silencio infinito. A 200 metros estaba el río Tigris. “Crucé el río con mis manos atadas detrás. No podía ni correr", cuenta Kadhim.
Lo logró. Llegó hasta ahí y conoció a un hombre herido, llamado Abbas, que también había sido baleado por militantes. Permanecieron juntos tres días, comiendo insectos y plantas. "Fueron tres días de infierno", dijo Kadhim. Abbas le pidió que si no podía volver por él que al menos contase su historia.
Kadhim fue rescatado por una familia. A pesar de las advertencias de que no se moviera, Kadhim no hizo caso. Aún le faltaba la mitad del camino para atravesar el umbral de la puerta de su hogar.
Ante la terquedad, le presentaron al sheik Khamis Al-Jubouri, con quien estuvo varias semanas.
Al-Jubouri fue su ‘pase’ para cruzar los puestos de control del Estado Islámico. Kadhim desfió su destino. Su familia lloró al verlo, mientras el reía y un sinfín de emociones emergían tras su paso por el infierno.