Los pasajeros del subsuelo se suben en vagones precarios de madera que los llevarán a su lugar de trabajo. En cada metro que avanzan, sus sueños se quedan, se los traga la misma tierra que les da dinero para sobrevivir.
Esos hombres se sumergen en la estrechez de los túneles y miles de ellos han muerto por los intentos de las fuerzas armadas de Israel o Egipto de destruir las entradas. Su jornada es de doce horas diarias, en las cuales cavarán, sin más protección que la divina, un aproximado de 10 metros. Al final, les quedará un poco más de 17 euros en el bolsillo y la satisfacción de aún estar vivos.
Dichas construcciones están financiadas por el grupo terrorista Hamas, que gobierna la franja de Gaza desde el 2007 y quienes también son apoyados por los nuevos ricos palestinos, que encontraron la mejor forma de transportar mercancía de contrabando, pasando por estas estructuras.
Más allá de actividades de comercio ilegales, el principal fin por el que construyeron estos túneles es que sirvan como instrumento para cometer acciones terroristas. Se estima que hay decenas de estos y que ayudan al tráfico de armas de Hamas. Llevan una década operativos.
Con 18 metros de profundidad, más de un kilómetro y medio, estos se convierten en los caminos más eficaces para que los radicales aparezcan literalmente de la nada, cargados de armamento y preparados para secuestrar y matar en nombre de la religión.
En los últimos descubrimientos, las autoridades israelíes han notado que las infraestructuras cuentan con electricidad, abastecimiento de comida y han acusado a los palestinos de usar el cemento, que llega en forma de donación, para la construcción de los túneles del terror.