Mientras Ivanka Trump y su marido, Jared Kushner, avanzaban por la alfombra roja para el traslado de la Embajada de Estados Unidos a Jerusalén, las fuerzas de seguridad israelíes iban dejando un reguero de cadáveres a escasos kilómetros del lugar.
Sesenta palestinos desarmados que se manifestaban cerca de la valla de seguridad que separa Israel de Gaza fueron abatidos por centenares de francotiradores. Una carnicería en la víspera de la conmemoración de los 70 años de la creación del Estado de Israel, que los palestinos llaman ‘nakba’ (la catástrofe), pues ese día cientos de miles de ellos fueron obligados al exilio.
Magro favor le ha hecho Donald Trump al primer ministro israelí, Benjamin ‘Bibi’ Netanyahu, prisionero él mismo del Likud, el partido de extrema derecha de cuyos votos depende para mantenerse en el poder. Trump, por su parte, necesita satisfacer a los extremistas evangélicos que conforman su electorado y, de paso, complacer a su yerno, quien no esconde sus simpatías por los nacionalistas de derecha israelíes.
Los gazatíes no solo están atrapados en la estrecha franja en la que sobreviven, también están abandonados.
Condenados al bloqueo económico desde el 2007, ignorados por la Autoridad Nacional Palestina que gobierna en Cisjordania y olvidados por Arabia Saudí –reciente aliada de Israel– y los Emiratos Árabes Unidos, los habitantes de Gaza –agrupados como un comité civil sin etiqueta política– no han necesitado del grupo Hamas, debilitado militar y financieramente, para organizarse sin armas y marchar hacia la valla que ha convertido su territorio en una prisión a perpetuidad.
‘Bibi’ se siente protegido por la sombra de Donald. No percibe a qué punto el repudio que despierta está aislando a Israel en el escenario mundial.