El sábado 23 de noviembre, mientras la protesta estallaba en Colombia y se mantenía en Chile y Bolivia, Perú organizó la final de la Copa Libertadores sin mayores sobresaltos.
A pesar de compartir con estos países problemas de fondo como la desigualdad, la corrupción y la alta desconfianza hacia la clase política, los peruanos no nos hemos sumado a los estallidos de protesta en la región.
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Inclusive cuando el lunes pasado se liberó a Keiko Fujimori -excandidata a la presidencia acusada de lavado de activos por recibir financiamiento de Odebrecht- menos de mil personas salieron a protestar. Parece improbable que en el corto plazo nos unamos al baile.
¿Significa esto que los peruanos somos poco propensos a protestar? Todo lo contrario, somos de los que más protestamos en la región. Sin embargo, estas protestas rara vez se han articulado en manifestaciones nacionales.
Una protesta permanente
A los peruanos nos sobran razones para protestar. Si bien la economía ha crecido sostenidamente desde hace casi dos décadas, los efectos del crecimiento han sido desiguales.
Al igual que en otros países de la región, mientras los sectores más afluentes han multiplicado sus ganancias, un gran porcentaje (40%) de la celebrada nueva clase media es bastante precaria y vulnerable al actual estancamiento económico.
Además, el avance de las industrias extractivas -motor del crecimiento peruano- frecuentemente ha significado el despojo de tierras y fuentes de agua, y la contaminación en zonas rurales donde se concentra la población más pobre del país. Estos dos sectores tienen que lidiar cotidianamente con altos niveles de incertidumbre sobre su seguridad y su futuro.
De otro lado, la crisis de representación es ya una constante en un país que hace tres décadas no tiene un sistema de partidos mínimamente institucionalizado.
Sin muchas expectativas de permanecer en el mismo partido o de reelegirse, las elites políticas nacionales y locales operan con un enorme distanciamiento de sus electores. Inclusive los nuevos partidos de izquierda no logran mantener un vínculo con sus bases luego de ganar elecciones.
Los múltiples escándalos de corrupción en los últimos dos años han consolidado este distanciamiento con la política en general. Por esto, no es difícil entender que el Perú sea el país latinoamericano que más desconfía de su Congreso, y el tercero con mayor desconfianza hacia su sistema de partidos y Poder Judicial.
Estas razones han llevado a que la protesta haya crecido bastante más que cualquier auspicioso indicador económico. La frustración con la persistente ineficacia de los canales institucionales para procesar demandas ha volcado a miles de peruanos a las calles a reclamar por sus derechos. Año tras año, los reportes del Latinobarómetro confirman que el Perú es uno de los países de la región -junto a Bolivia y Argentina- donde más gente participa en protestas.
De acuerdo a la Defensoría del Pueblo, entre el 2008 y el 2018 hubo más de 11.600 protestas en todo el país. El 23% de estas involucraron por lo menos un acto de violencia. Solamente en Lima metropolitana hubo 1.120 protestas. Esta misma semana hubo protestas tanto en el sur como en el norte en contra de empresas mineras, una huelga de mineros y una huelga de transportistas informales en Lima. Es inusual no ver protestas en Perú.
Entonces, ¿por qué Perú no se ha unido al baile de los que sobran? Hay tres válvulas de escape que han reducido la probabilidad de un estallido nacional de protestas.
1. La informalidad
En primer lugar, como varios analistas en Perú han sostenido, el alto nivel de informalidad laboral en el Perú (72%) funciona como un descompresor de demandas, porque expande la oferta laboral (aunque sin derechos laborales) y permite una oferta de servicios baratos de salud y educación (aunque de mala calidad).
Los peruanos igual protestamos localmente contra el municipio por el hospital que no se construye, o contra la minera que contamina, pero no ha existido la urgencia por empujar una protesta nacional porque no ha existido un Estado que esté sobre nosotros, limitando con impuestos y regulaciones los atajos que usamos para afrontar la precariedad.
En muchos casos el Estado desaparece como blanco de la protesta porque no se espera ninguna restricción, pero tampoco ninguna oferta de servicios de su parte. Inclusive cuando la economía se desacelera por el fin del boom de los precios de las materias primas y la guerra comercial entre EE.UU. y China, esa presión que podría unificar al bloque precario se difumina por las alternativas que brinda la informalidad y por la falta de identificación del Estado como proveedor de servicios.
En Chile, en cambio, aún se espera bastante del Estado y las opciones informales están ausentes o son muy limitadas, lo cual empuja un reclamo masivo por oportunidades cuando la economía deja de crecer.
2. La lucha contra la corrupción
La segunda válvula de escape ha sido la lucha contra la corrupción desde el Ejecutivo y equipos especiales de la Fiscalía.
Las salidas que brinda la informalidad no son suficientes para desactivar un buen detonante. Y en el Perú ha habido excelentes candidatos a detonantes en los últimos dos años.
El escándalo de los audios que mostraron la red de corrupción en el Consejo Nacional de la Magistratura, los nuevos testimonios que involucraban a exalcaldes, expresidentes y candidatos presidenciales con el caso Odebrecht, y la actuación del fujimorismo en el Congreso -blindando a sus aliados, obstruyendo las reformas políticas, e intentando capturar el Tribunal Constitucional- fueron respondidos con una inusitada resolución por el presidente Martín Vizcarra y la Fiscalía.
Se convocó a un referéndum para aprobar las reformas, se aplicó la prisión preventiva para expresidentes, políticos y empresarios, y finalmente se decidió disolver constitucionalmente el Congreso y convocar a elecciones parlamentarias. Al margen de lo apropiadas o no que fueron estas medidas, que es debatible, es claro que cada una recibió el apoyo mayoritario de la población.
Los peruanos se movilizaron en todo el país para celebrar el cierre del Congreso. Los numerosos escándalos de corrupción y la lumpenización de la oposición en el Congreso enfocaron el malestar ciudadano en la clase política, dejando en segundo plano la posibilidad de una politización de la precariedad económica o la desigualdad.
3. Un gobierno débil que negocia y cede
En tercer lugar, la debilidad del gobierno también juega un rol en la desactivación del escalamiento de las protestas.
A diferencia de otros mandatarios en la región, que se atrincheran en sus decisiones y emprenden una campaña de confrontación con los manifestantes, el presidente Vizcarra suele ceder o negociar rápidamente en todas las protestas que ha enfrentado. Su gobierno se inauguró retrocediendo en el aumento del impuesto a los combustibles apenas comenzaron las protestas en el sur del país.
El último episodio ha sido la ambigüedad con que ha manejado la autorización de una empresa minera con gran rechazo en Arequipa; decidió dar el permiso pero evitar el inicio de operaciones hasta que la población dé su licencia social. Sin partido, ni bancada en el Congreso, ni aliados poderosos, Vizcarra depende de la opinión pública.
Su gobierno reprime la protesta pero, en comparación con los gobiernos previos, ha limitado el uso de la represión -al menos hasta ahora.
Aunque los presidentes que lo precedieron también fueron relativamente débiles y propensos a ceder o retroceder cuando las protestas escalaban a nivel nacional o regional, fueron bastante más represivos. En particular, el segundo gobierno de Alan García (2006-2011) dejó 191 fallecidos en conflictos sociales.
En suma, los atajos que brinda la informalidad, la catarsis colectiva que han significado los resultados de la lucha contra la corrupción y la propensión del gobierno a ceder o negociar han limitado la probabilidad de un estallido social similar a los que han ocurrido en la región.
Debilidad de la sociedad civil
Un factor extra que hay que tomar en cuenta es la debilidad de la sociedad civil peruana. A pesar de que los estallidos y difusión iniciales de las protestas en Ecuador y Chile parecen más espontáneos y resultado de una cascada de acción colectiva, para que la protesta se mantenga es necesario que haya músculo organizativo.
En Perú existen organizaciones precarias a nivel local que son funcionales para las miles de protestas locales. Sin embargo, son escasas las plataformas regionales y más aún las nacionales.
Una de las plataformas más importantes es la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, que ha servido para convocar a marchas principalmente contra el fujimorismo y la corrupción. Sin embargo, se trata de una red que no necesariamente tiene la capacidad para ayudar a sostener una campaña de protestas.
El indulto a Alberto Fujimori en la navidad del 2017 demostró su gran capacidad de convocatoria, pero también sus limitaciones para sostener protestas masivas.
Una de las pocas excepciones organizativas en los últimos años ha sido el movimiento juvenil contra la llamada Ley Pulpín, que reducía los derechos laborales de los jóvenes. Este movimiento se articuló en base a comités por zonas de Lima, y logró organizar una campaña de cinco protestas masivas hasta lograr que se derogara la Ley. Sin embargo, esta organización comenzó a desarticularse apenas se consiguió el objetivo.
En el Perú nada es imposible
A pesar de que la probabilidad de un estallido de protesta es baja, en el Perú nada es imposible. Algunas condiciones para que las válvulas de escape se agoten serían un grave debilitamiento o retroceso en la lucha contra la corrupción y/o una actitud menos concesiva o más represiva del lado del presidente.
En cuanto a lo primero, la decisión del Tribunal Constitucional y la Sala Penal de Apelaciones de que Keiko Fujimori y varios abogados acusados de cobrar sobornos a Odebrecht afronten su proceso en libertad comienza a generar críticas de un amplio sector que percibía estos encarcelamientos como un acto de justicia.
Sobre la actitud del Presidente, si bien la experiencia nos indica que es poco probable que decida ser intransigente con las demandas de eventuales protestas, nada garantiza que no opte por la represión si es que algún detonante termina juntando una cascada de protestas.
Careciendo de organizaciones robustas, lo más probable es que si se diese un estallido, este fuese violento pero efímero. Solo una represión desmesurada podría incentivar una movilización sostenida a pesar de que no contemos con un tejido organizativo.
En su confrontación con el fujimorismo, marcó el compás del baile del descontento. Esperemos que cuando no sea él quien dirija ese compás siga siendo tan mesurado como ha sido hasta ahora.