Flores, comida y calaveras. Una combinación que en cualquier otro contexto parecería incompatible se conjuga en una de las fiestas más representativas de México.
El Día de los Muertos, esta celebración donde la tradición dicta que los espíritus de los antepasados regresan a nuestro mundo para cenar y celebrar junto a nosotros encierra una serie de elementos que nos hablan de un interés particular sobre la muerte, pero no necesariamente sobre el fin de la vida.
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A lo ancho del mundo y a lo largo de la historia, el hombre ha mostrado un innato interés por la muerte. La ha representado de diversas formas, dedicado canciones y poemas o generado leyendas que le ayuden a entender qué habría más allá de nuestro último aliento. Sin embargo, en Latinoamérica vemos una particularidad en su representación: color, mucho color.
“Alguien decía, no sé si era Octavio Paz, que los mexicanos nos reímos de la muerte. Yo creo que eso no es cierto, sino que nuestros muertos están con nosotros, están presentes también. Poner la ofrenda, un altar o las imágenes representa que solo están en otro plano de la existencia”, explica a El Comercio Cristina del Pilar Oehmichen, antropóloga e investigadora del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En el 2008 la Unesco incluyó las festividades mexicanas por el Día de los Muertos en la lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por considerarla la más representativa de ese país.
“Cuando a los mexicanos les preguntaban hace poco sobre su nivel de felicidad, la mayoría decía que era feliz y lo ceñía a los vínculos afectivos en sus relaciones de parentesco”, explica Oehmichen. “El Día de Muertos no es una fiesta cívica, sino una celebración que nos lleva a refrendar los vínculos con nuestros antepasados”.
Esta conexión con los seres queridos se ve expresada en la amplia mesa que se despliega tradicionalmente o en los platillos que se dejan en las tumbas y los altares armados en honor a ellos. “La tradición dice que las ánimas que bajan a este mundo pueden saborear la esencia de los alimentos”, añade.
Si bien se tiene registro de cómo las culturas prehispánicas de Mesoamérica celebraban rituales en honor a sus muertos, lo que vemos hoy en día es producto de un intenso intercambio cultural. “Si bien lo practican los pueblos indígenas, es una práctica que tiene que ver con todo el proceso de evangelización. La tradición se refuerza con la modernidad”, indica la experta. “Un ejemplo: el 1 de noviembre se conmemora a los niños muertos, el 2 es para los adultos y ahora se intenta impulsar que el 3 se conmemore a las mujeres víctimas de feminicidios”.
—Mensaje al viento—
Solo hace falta bajar unos pocos kilómetros al sur de México, a la vecina Guatemala, para descubrir que los muertos no solo pueden comer sino también recibir mensajes desde este mundo.
“En el siglo XIX surgió la tradición de los barriletes gigantes. Son cometas hechas con papel de china [papel de seda] y de grandes dimensiones. En el papel se plasman estampas de la vida cotidiana y personajes con su indumentaria. La tradición dice que el papel con el aire llevará un mensaje al ser querido muerto, el mensaje es que están bien y que los están recordando”, explica a El Comercio David Molina, investigador de religiosidad popular del Centro de Estudio de las Culturas de la Universidad San Carlos de Guatemala.
“Los humanos no aceptamos la partida de nuestros seres queridos, por eso generamos este tipo de celebraciones, de actividades donde se recuerda la relación estrecha con nuestros ancestros”, añade.
Guatemala ha conseguido mezclar las tradiciones propias de los 22 grupos lingüísticos descendientes de los mayas, además de los mestizos producto de la época virreinal y los garífunas, mestizos hijos de esclavos africanos e indígenas de las islas caribeñas.
“Guatemala es un país de muchas costumbres y creencias. Cada uno tiene una forma de celebrar este día. En ese sentido, considero que los pueblos mayas son los que viven a profundidad este momento porque para ellos hay una gran conexión entre el ser del presente y los ancestros”, agrega Molina.
—Inmortales en el Ande—
“La muerte nos acompaña, no podríamos eludirla. La variable que cambia es la esperanza de la vida, el número de años que en promedio nos toca subsistir”, reflexiona para este Diario el arqueólogo polaco establecido en nuestro país Krzysztof Makowski. “Cuando uno se proyectaba hacia el futuro de su vida, ese horizonte era bastante cercano y con la muerte se convivía”.
Makowski destaca que uno de los aspectos más llamativos, cuando vemos hacia nuestras culturas prehispánicas y la relación que tenían con sus muertos, era la dedicación que ponían en asegurar que tendrían todas las comodidades posibles en esa nueva etapa.
“Para el mundo andino, los muertos realmente no morían sino iban en dirección a sus lugares de origen. Se podía llamar [al muerto], pedir su ayuda, estar seguro de que podían respaldarlos”, añade. “Podemos decir que todo lo que se puede ofrecer a los vivos también se podía ofrecer a los muertos. Se piensa, por evidencias muy especiales, que en el caso de los waris el fardo funerario era puesto en un pozo y mediante un orificio se especula que se vaciaba chicha. En el caso específico de las mujeres nobles del Castillo de Huarmey, hemos encontrado una canaleta que podía servir para libaciones. Esos son dos ejemplos claros”.