Una niña pálida y ensangrentada, con sus pantalones de pijama adornados alegremente con unicornios, es llevada a toda prisa a un hospital, mientras su madre grita aterrorizada. Las madres primerizas acurrucan a sus hijos en refugios antibombas improvisados en los sótanos. Un padre se derrumba de dolor por la muerte de su hijo adolescente cuando los bombardeos arrasan una cancha de fútbol cerca de una escuela.
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Estas escenas se desarrollaron en el puerto de Mariupol, en el Mar de Azov, en el sur de Ucrania, entre tantas otras estampas de dolor que documentan la invasión rusa. Pese al acuerdo entre las partes, las autoridades ucranianas postergaron este sábado la evacuación de la ciudad, tras acusar a las fuerzas rusas de violar el alto el fuego que debía permitir que los civiles escapen de una de las zonas de combate más duras del conflicto.
Rusia logró importantes avances sobre el terreno en el sur, en un aparente intento de cortar el acceso de Ucrania al mar. La captura de Mariupol podría permitirle construir un corredor hacia Crimea, de la que se apoderó en 2014.
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Con temperaturas nocturnas apenas por encima del punto de congelación, la batalla sumió a la ciudad en la oscuridad, dejó fuera de servicio la mayoría de los teléfonos y planteó la perspectiva de una escasez de alimentos y agua. Sin conexiones telefónicas, los médicos no saben dónde llevar a los heridos.
Una madre sabe lo peor
“¡Podemos lograrlo!”, grita el trabajador del hospital, instando a sus compañeros mientras se apresuran a sacar de la ambulancia a una niña herida de seis años, ya pálida, con sus pantalones de pijama ensangrentados y adornados con alegres unicornios.
Su madre parece saberlo. La mujer, con un gorro de invierno de punto también manchado de sangre, llora aterrorizada e incrédula mientras el equipo médico intenta primero reanimar a la niña en la ambulancia y luego en el hospital, donde sus esfuerzos son tan desesperados como inútiles.
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Mientras la madre espera sola en un pasillo, una enfermera llora mientras el equipo de traumatología prueba un desfibrilador, una inyección y bombea oxígeno. Un médico mira directamente a la cámara de un videoperiodista de AP al que se le permite entrar. Tiene un mensaje: “Muéstrale esto a Putin”.
La muerte llega a una cancha de fútbol
Los flashes de los bombardeos iluminan a los médicos mientras esperan en un estacionamiento la siguiente llamada de emergencia. En el hospital cercano, un padre entierra su cara en la cabeza sin vida de su hijo de 16 años muerto. El chico, envuelto en una sábana manchada de sangre, ha sucumbido a las heridas provocadas por los bombardeos en el cancha de fútbol donde jugaba.
El personal del hospital limpia la sangre de una camilla. Otros atienden a un hombre cuyo rostro está oculto por vendas empapadas de sangre.
Los médicos se preparan para salir, poniéndose los cascos. Encuentran a una mujer herida en un estacionamiento y la meten en una ambulancia para que la atiendan, con la mano temblando rápidamente por el aparente shock. Grita de dolor mientras los médicos la llevan al hospital. En el horizonte que se oscurece, una luz anaranjada parpadea en el borde del cielo y fuertes estruendos resuenan en el aire.
Los niños siguen jugando
El niño que descansa, quizás respondiendo instintivamente a la visión de una cámara, levanta un brazo y saluda. Pero la madre que está debajo tiene lágrimas en los ojos. Están tumbados juntos en el suelo de un gimnasio reconvertido en refugio, esperando a que pasen los combates que se producen fuera.
Muchas familias tienen niños pequeños. Y como harían los niños en cualquier otro lugar, algunos ríen y corren por el suelo cubierto con mantas.
“Dios quiera que no caiga ningún cohete. Por eso nos hemos reunido todos aquí”, dice el voluntario local Ervand Tovmasyan, acompañado de su hijo pequeño. Dice que los lugareños trajeron suministros. Pero como el asedio ruso continúa, el refugio carece de suficiente agua potable, alimentos y nafta para los generadores.
Muchos recuerdan los bombardeos de 2014, cuando los separatistas apoyados por Rusia tomaron brevemente la ciudad. “Ahora ocurre lo mismo... pero ahora estamos con niños”, dice Anna Delina, que huyó de Donetsk en 2014.
Tanques en fila
En un campo de Volnovakha, en las afueras de Mariupol, una hilera de cuatro tanques verdes sostiene sus cañones a unos 45 grados. Dos de ellos disparan, sacudiendo ligeramente las máquinas hacia atrás y enviando nubes de humo blanco hacia el cielo.
Los tanques están pintados con la letra “Z” en blanco, un signo táctico destinado a identificar rápidamente las unidades militares y ayudar a las tropas a distinguir a los amigos de los enemigos en combate.
Los tanques con la “Z” se mueven dentro del territorio controlado por Rusia y se cree que son utilizados por las fuerzas rusas.
En medio de la muerte, la alegría del nacimiento
Una enfermera coloca una camiseta a un recién nacido que al principio se inquieta y luego llora a gritos. Es un sonido alegre. Los bebés que nacen en un hospital de Mariupol son llevados por tramos de escaleras a una guardería improvisada que también sirve de refugio durante los bombardeos.
Sentada en el refugio poco iluminado, la nueva madre, Kateryna Suharokova, lucha por controlar sus emociones mientras sostiene a su hijo, Makar. “Estaba ansiosa, ansiosa por dar a luz al bebé en estos momentos”, dice la mujer de 30 años, con la voz temblorosa. “Estoy agradecida a los médicos que ayudaron a este bebé a nacer en estas condiciones. Creo que todo saldrá bien”.
Arriba del sótano, el personal del hospital trabaja para salvar a los heridos del bombardeo. Una mujer que sangra por la boca grita de dolor. La cara de un joven está cenicienta mientras lo llevan en silla de ruedas al hospital. Otro, que no sobrevivió, está cubierto por una fina sábana azul. “¿Necesito decir más?”, dice Oleksandr Balash, jefe del departamento de anestesiología. “Es solo un niño”.
Por Mstylsav Chernov y Evgeniy Maloletka
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