Hubo una época en que el pueblo elegía a sus líderes para que estos tomaran las decisiones en su nombre y marcaran las políticas de Estado más adecuadas. Cuando su mandato acababa, se sometían al escrutinio de las urnas, de las que podía salir reelegido el mismo líder, o alguien de su partido. De lo contrario, se daba un viraje hacia otra agrupación política con la que los electores se sintieran mejor representados.
A eso, antes de la era del Twitter y de los ‘likes’ por las redes sociales, se le llamaba democracia. Y los elegidos por el voto popular solían ser estadistas, capaces de conducir sus países de una manera coherente o, si era el caso, asumir sus errores renunciando.
Resulta que el Reino Unido –la más antigua democracia europea– tiene a sus ciudadanos y a los de los 27 países miembros de la Unión Europea en estado de zozobra, confusión y hartazgo, contemplando a su primera ministra Theresa May sometida al triste espectáculo de ver su investidura reducida a la de un ujier que hace y rehace el camino de Londres a Bruselas y viceversa, llevando un expediente sobre los acuerdos del Brexit que sus propios ministros rechazan (ocho de ellos, de su propio partido, votaron esta semana en contra). May apuesta al cansancio haciendo votar, una y otra vez, un tratado que no puede ser modificado, desde que se concluyó en noviembre del 2018.
Y qué decir de un Parlamento, al que de majestuoso solo le quedan los oropeles, transformado en un parvulario en el que sus miembros gritan, se pelean y rechazan todo: el acuerdo con Bruselas, el divorcio sin acuerdo y la salida definitiva de la Unión Europea prevista para el 29 de marzo. Pero, como niños caprichosos e indecisos, los representantes de la Cámara de los Comunes no son capaces de ponerse de acuerdo sobre lo que quieren hacer y, por eso, votaron por postergar la fecha de salida, sin que nadie sepa qué va a cambiar entretanto.
En el 2016 los ciudadanos británicos votaron por salir de la Unión Europea sin conocer los detalles de esa salida ni las consecuencias que esta acarrearía. El tema de Irlanda fue ignorado por May desde el inicio de las negociaciones en el 2017. Inflexible, se negó a la permanencia en la unión aduanera y el mercado único, encerrándose en el laberinto en el que ahora se encuentra: la frontera común entre las dos Irlandas. Con una postura más flexible hubiera podido negociar un acuerdo más ventajoso, tipo Noruega o Suiza, y con ello hubiera contentado a la mayoría.
Este callejón sin salida constituye la peor crisis política que afronta Gran Bretaña en los tiempos actuales. Y resulta difícil que pueda salir indemne: la ministra principal de Escocia ve como única salida que se celebre un nuevo referéndum sobre el Brexit, so riesgo de que los nacionalistas escoceses apelen a una nueva consulta popular de autodeterminación que los separe definitivamente del Reino Unido. Y, por otro lado, el Brexit, sin frontera abierta entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, conllevaría en un futuro próximo a la reunificación entre ambas.
Según las encuestas, los jóvenes que hoy tienen 18 años son en su mayoría proeuropeos. En el 2016 no tenían edad para votar, pero si hubiera un nuevo referéndum, ellos constituirían el fiel de la balanza.