Con sus dos hijos en hombros, Wilfredo y Nataly se lanzan al río Bravo desde la orilla mexicana. El agua les llega a la cintura. Evitan la línea de boyas que el estado de Texas colocó para bloquear su paso y van rumbo a Estados Unidos.
Cruzan desde Piedras Negras, estado de Coahuila, y buscan la orilla opuesta en Eagle Pass, una ciudad del sur de Texas cuyo gobernador, el republicano Greg Abbott, ha militarizado para contener el ingreso de migrantes.
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En Texas, el río Bravo o río Grande es la frontera natural con México. Es viernes, son las dos de la tarde, la sensación térmica supera los 40 ºC y el vehículo militar que resguardaba el área más temprano ya no está más allí.
Las boyas naranja se extienden por unos 300 metros. Están diseñadas para girar si alguien trata de asirse a ellas y, a cada lado, tienen unos discos metálicos dentados. En las últimas semanas, dos cuerpos han sido hallados en el sector.
La familia de Wilfredo Riera, un venezolano de 26 años, cruza el río con más de una decena de migrantes, lejos de las boyas. “Nos habían contado [de las boyas] pero nos dijeron que no marcaba todo el territorio, que sí había por donde acceder”, dice.
Les toma unos diez minutos ir de una orilla a otra. Luego se topan con una barrera interminable de alambres de afiladas púas. Encuentran un punto vulnerable y pasan.
“Queremos entregarnos”
“Queremos entregarnos”, dice Wilfredo. Pero aún no hay guardias. Solo se oye el leve chillido de las lagartijas escondidas entre la vegetación ribereña. Un viento caliente sopla.
Frente a ellos, aún hay una cerca de unos tres metros de alto, también con alambres de púas, que los migrantes cubren con sus ropas para poder pasar al otro lado.
Subida en la cerca, Nataly Barrionuevo, de 39 años, espera que su esposo Wilfredo le alcance a sus hijos. Yeiden, de dos años, y Nicolás, de 7. Algunos terminan con los pantalones rasgados por los alambres, pero ya están en Estados Unidos.
Nataly, ecuatoriana, vivía con Wilfredo y sus hijos en Ecuador. Salieron de allí hace mes y medio, en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, y en su camino cruzaron la selva del Darién, de Colombia a Panamá.
Una camioneta de la policía de fronteras llega, levantando polvo. En español, un oficial les pide que muestren sus documentos.
Cachean solo a los hombres y colocan a todos en un vehículo, rumbo a un centro de detención. Allí evaluarán si es viable acoger a trámite su pedido de asilo. Si es así, ingresarán temporalmente al país, hasta que un juez vea su caso. Si no, serán deportados.
“Queremos trabajar, hacer un futuro para ellos”, dice Nataly, mientras señala a sus pequeños, antes de que su voz se quiebre.
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“Zona de guerra”
Al saltar la cerca, los migrantes caen en Heavenly Farms, propiedad privada de los esposos Urbina, agricultores de pecanas. Su territorio tiene acceso directo al río, donde ahora flotan las boyas, y está completamente cercado y vigilado por militares de Texas.
Aunque no les agrada, no tienen otra opción que aceptar, confiesa Magali Urbina, de 52 años.
“Mi marido y yo no creemos en las fronteras abiertas. Pero tampoco creemos que debamos tratar a las personas de forma inhumana”, dice.
“Desearíamos que el gobierno federal hiciera más para que esto no suceda (...) Cuando ves a alguien cruzando no dices, espera, no puedes estar aquí. Ése no es nuestro primer instinto humano”, sostiene.
El Departamento de Justicia de Estados Unidos demandó a Texas para que retire las boyas. Las considera un problema humanitario y también diplomático, porque va en contra de tratados fronterizos con México.
De hecho, Texas debió reacomodarlas la semana pasada, porque invadían el lado mexicano.
El caso ya es revisado por un tribunal federal.
“Estamos autorizados para hacer lo que estamos haciendo, resguardar la frontera”, ha dicho Abbott, que culpa a la administración de Joe Biden por la crisis migratoria en el país. Gobernadores de otros estados conservadores, que consideran esta parte de Texas como una “zona de guerra”, han enviado tropas para apoyarlo.
Abbott “ha creado aquí un escenario para que parezca una zona de guerra”, dice Jessie Fuentes, de 62 años, propietario de Epi’s Canoe & Kayak Team, que ofrecía paseos por el río. “He tenido que cerrar, nadie quiere entrar en el río así (...) Pido respeto por la humanidad y por el río”, agrega.
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“Así no tratamos a la gente”
Robie Flores, de 36 años, nació y creció en Eagle Pass. Recuerda su infancia en el parque Shelby, en la ribera del río. Hacían picnics, mojaban los pies en el agua o navegaban. Saludarse de una orilla a otra con los vecinos de Piedras Negras era común. Pero eso cambió.
Texas colocó allí una barrera de contenedores marítimos que, más que proteger, tapa la vista, explica Robie, videasta y cofundadora de Eagle Pass Border Coalition. Luego vinieron los alambres y, recientemente, las boyas.
“Así no es nuestra comunidad. Y tampoco es así como tratamos a la gente. Es algo muy triste de ver. Los inmigrantes son arreados como ganado. Somos una comunidad fronteriza y esto -dice, señalando los alambres- no es lo que somos”.
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