Eran las 2 de la madrugada del 20 abril del 2021, María —una colombiana de 30 años— acababa de atravesar el furioso río Bravo, cuyas aguas han arrastrado a la muerte a cientos de migrantes que buscan una mejor vida en Estados Unidos, huyendo de las condiciones adversas de sus países natales.
La joven soltó sus primeras lágrimas al desembarcar de una pequeña balsa de plástico en la cual un ‘coyote’ los acomodó apretujados, como en una caja de fósforos, junto con sus dos hijos menores edad, su papá y otros ocho migrantes provenientes de Honduras, Guatemala y México.
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En su cabeza —llena de incertidumbre— rondaba la pregunta: “Dios mío, ¿qué estoy haciendo aquí?”.
El camino hasta ese punto había sido tortuoso, pero apenas era el comienzo de una verdadera película de terror.
Así fue el viaje de María y su familia
María viajó desde Bogotá a Cancún, una de las joyas del turismo mundial, con la excusa de conocer algunas de las maravillas de la Riviera Maya. Aterrizó en México en enero del 2021 con sus dos hijos, su papá, un hermano y un amigo de la familia.
Tras algunos días en Cancún, la familia viajó al norte de México, a la ciudad de Monterrey, donde les recomendaron un ‘coyote’, quien los citó en Reynosa, ciudad en la frontera con Estados Unidos.
María siempre tuvo dudas de pasar de forma ilegal la frontera. Temía que todas las historias de secuestros, violaciones, desapariciones y muertes fueran una realidad con su familia.
Por eso, la familia decidió que su hermano y el amigo debían ser quienes cruzaran primero, con eso sabrían la realidad de cómo se pasaba ‘El Hueco’. Justamente, el 2021 fue el más mortífero de la historia para los migrantes que pasaron por allí: más de 650 muertes, según la Patrulla Fronteriza de EE. UU.
Juan, su hermano, y José, su amigo, dieron el paso adelante. En Reynosa, el ‘coyote’ les cobró 10.000 dólares por pasarlos a Estados Unidos.
Los jóvenes fueron llevados en carro por el ‘coyote’ por terrenos clandestinos, evitando ser seguidos por las autoridades mexicanas. En un punto se bajaron del vehículo y continuaron caminando por 35 minutos hasta llegar a la frontera; sin embargo, el paso era más difícil de lo que imaginaban: debían escalar un muro de unos cinco metros para cumplir el ‘sueño americano’.
El traficante les suministró una escalera de madera maltrecha para que treparan como pudieran el muro. Los jóvenes lo saltaron, pero solo fue dar un par de pasos en territorio estadounidense para que la Patrulla Fronteriza los detuviera.
La incertidumbre
El ‘coyote’ les avisó que Juan y José fueron detenidos. María quedó desconcertada porque, además, no conocía lo que podría pasarles. De hecho, duraron tres días sin tener rastro de los jóvenes. Rafael, su hermano mayor, desde EE. UU., les consiguió un abogado para conocer el paradero.
Los jóvenes quedaron detenidos en el estado de Texas. María, su papá y los dos niños suspendieron el viaje mientras se conocía si a Juan y José los deportaban o los dejaban en libertad en ese país.
La negociación con el ‘coyote’ se frenó y la familia vivió por unas semanas en Reynosa, en el estado de Tamaulipas, uno de los más peligrosos de México. Solo en ese enero del 2021 hallaron a 19 migrantes calcinados.
Ese mismo territorio entre Reynosa y Nuevo Laredo es conocido como ‘la frontera chica’, donde el tráfico de migrantes y el narcotráfico son el pan de cada día. Quienes mandan allí son ‘Los zetas’, considerados como uno de los carteles más sanguinarios de México. Incluso, en 2010, esta banda asesinó a 72 migrantes (58 hombres y 14 mujeres), en uno de los casos más aterradores de ese país. Al brutal hecho lo denominaron ‘la masacre de Tamaulipas’.
La estadía de la familia en esa localidad se alargó, pasaron dos meses hasta que –finalmente- conocieron que a Juan y José los deportaron a Colombia, pero el ‘sueño americano’ de ellos dos resultaría más perturbador un tiempo después.
De ‘sueño’ a ‘pesadilla’ americana
La experiencia de los dos jóvenes había sido negativa y terminaron en un vuelo de regreso a Bogotá. Sin embargo, María y su papá, Antonio, decidieron buscar a otro ‘coyote’ que les garantizara que el paso a EE. UU. fuera un éxito.
Tras realizar consultas en Reynosa, les recomendaron un traficante en Nuevo Laredo, ciudad a tres horas en carro de donde estaban. De ese ‘coyote’ hablaban que “era de lo mejor” en la zona y que durante años había pasado a miles de personas hacia Texas.
La familia llegó a Nuevo Laredo a finales de marzo, otro ‘coyote’ –un hombre alto y corpulento- los recibió y les aseguró que al día siguiente los pasarían a través del río Bravo, luego de eso solo deberían caminar 35 minutos para que un ‘levantador’ los recogiera en un vehículo y los dejara en un lugar seguro, fuera del alcance de los agentes migratorios gringos.
Al ‘coyote’ le anticiparon 16.000 dólares (cerca de 63 millones de pesos) y, una vez completaran el paso los cuatro, le darían la misma cantidad de dinero. Eran todos los ahorros de la familia, que dejaban todo en Colombia para buscar un mejor futuro en Estados Unidos.
Cerrado el trato, a la familia de María la trasladaron a una casa. Allí les dieron una habitación, y los dotaron de unas colchonetas roídas y unas cobijas viejas para pasar la noche.
Aunque la promesa era que el tránsito se haría en un día, la estancia en ese lugar se alargó hasta completar dos semanas allí. “Era como una prisión”, recordó María.
Antonio, ya desesperado, reclamó por el encierro al cual estaban sometidos y las razones por las que les habían incumplido. Esa misma noche, el ‘coyote’ les dijo que alistaran las cosas porque al día siguiente era el turno de ellos.
Y así fue. Un traficante los recogió y los dejó en una bodega donde otros migrantes esperaban el turno para cruzar el río Bravo.
“Nos llevaron a una bodega horrible que sí parecía una cárcel hacinada. Las personas dormían en el piso. Parecía una película de terror”, dijo María.
Allí, la mujer sintió miedo por sus hijos y ella. Era un lugar sórdido, con pisos de cemento, paredes azul cielo, sucias y peladas, también con el cemento a la vista. El temor creció cuando los traficantes extorsionaron a su hermano Rafael.
Por teléfono, le exigieron otros 5.000 dólares (unos 20 millones de pesos) si quería que a su familia la dejaran salir de donde los habían metido.
“Mi hermano les pagó el dinero. Era una especie de secuestro extorsivo. Nosotros veíamos la gente en condiciones muy malas, durmiendo en el piso. Mis hijos estaban muy asustados”, comentó María sobre ese día.
Con la transacción realizada, un ‘coyote’ los sacó de la bodega al amanecer. Otras 30 personas se quedaron tirados esperando por su suerte.
La familia fue trasladada, nuevamente, a otra casa, esta vez a orillas del río Bravo. Algunos hombres empezaron a fotografiarlos periódicamente. María, quien es una mujer atractiva, no entendía las razones por las cuales les hacían eso.
Pensó que, con su hija, podrían estar siendo carnada de una red de trata de blancas. Por eso, le pidió –por WhatsApp- a su hermano Rafael que intercediera nuevamente. No era normal lo que estaba pasando.
“Allí entraban personas que nos tomaban fotos, era horrible. Estábamos a la merced de esta gente. Uno piensa que lo van a vender. Duramos mucho tiempo esperando”, señaló María.
Al día cinco de estar en esa casa, por fin, el ‘coyote’ los recogió y los llevó a otro punto a orillas del río Bravo. En el lugar había otros migrantes. Era de noche, del 19 de abril del 2021, hacía bochorno y llegaba el momento que habían estado esperando por cerca de 3 meses: pasar la frontera para poder vivir en EE. UU.
‘Cada paso es una agonía’
El ‘coyote’ infló una especie de balsa que lanzó al río Bravo. Uno a uno los acomodó para navegar unos 50 metros de orilla a orilla. María y su familia habían logrado pasar a EE. UU.
El traficante seguía con el grupo. Justo tras desembarcar dio la orden de refugiarse en una especie de cueva hecha con ramas de árboles que los cubrían por completo.
Ya en la madrugada del 20 de abril, el ‘coyote’ les soltó la bomba: “Prepárense para caminar por cerca de 12 horas”.
María, de inmediato, refutó, pues a ella desde que llegó a Nuevo Laredo le prometieron que solo serían 35 minutos. Ahí, la joven empezó a llorar.
“Yo le dije al ‘coyote’: me devuelvo, no puedo caminar todas esas hora y mucho menos con los niños”, recordó María.
Pero, en ningún caso, el traficante se iba a exponer a que lo descubrieran y quedar en poder de los agentes gringos. A María le quedaban las opciones de seguir luchando en ese bosque o entregarse a las autoridades después de la pesadilla vivida antes de cruzar.
Optó por la primera
Las horas iban pasando en la cueva. Era desesperante la cantidad de insectos que había en la zona. En cuestión de minutos, las 12 personas quedaron con sus caras desfigurados por las picaduras de los zancudos.
“No había conocido un lugar donde se alborotaran tanto los zancudos. Era tan impresionante que todos quedamos con las caras inflamadas por las decenas de piquetes que nos daban”, mencionó María.
La razón por la cual el grupo debía esperar allí era porque esa zona era vigilada por ‘moscos’, unos drones que vuelan en busca de hallar migrantes y pasos de narcotraficantes. Los ‘coyotes’ conocen con exactitud las horas en las que pasan, por eso esperaban el amanecer para salir y poderse guiar hacia el camino donde los recogería el ‘levantador’.
Hacia las 5 de la mañana, el grupo comenzó la caminata desde la cueva con destino a la ciudad de McAllen, en Texas.
“Cada paso es terrible, de agonía. Nadie se imagina lo que es caminar por ahí. No hay una guía clara de hacia dónde se debe caminar”, recordó María.
El traficante era quien, por momentos, debía abrir el paso entre la maleza, pero era tanta y tan espesa la vegetación que cada quien tenía que buscar espacios entre matorrales, ramas, piedras y tierra. La hierba era tan alta que supera la altura de cualquier persona, se debe luchar contra ella para avanzar.
Por el camino se veían bichos y serpientes, pero nada los atemorizó más que cuando se escuchaban disparos en el horizonte. Sonaban los estruendos.
Y pese a todo eso, el grupo debía caminar en silencio, con sigilo. El peligro no solo era que los encontrara la Patrulla Fronteriza, también se temía que la gente mala los hallara y los secuestrara. En esa zona, controlada por las mafias, hay quienes aprovechan la ilegalidad para violar y asesinar.
El ‘coyote’ les recomendó que incluso se escondieran si sentían que otro grupo de migrantes estaba cerca.
“La verdad se piensa y se teme lo peor. En muchos tramos de agonía empezaba a llorar. Pensaba: ¿Por qué hice esto? Perdónenme”, recordó María sobre lo que les decía a sus hijos.
En el camino no es ninguna casualidad escuchar los disparos, más bien es la constante del recorrido por ‘El Hueco’. El grupo apenas iba por la mitad de la faena.
¿Tirar la toalla?
“‘El Hueco’ es una cosa impresionante. Yo todo el tiempo estaba pensando en mis hijos, que no se los lleven, que no nos separen”, contó la joven, quien encontraba consuelo en sus niños, quienes le decían: “Mami, ya vamos a llegar, deja de llorar”.
Pero el camino era difuso y tramposo, muchas veces terminaban caminando en círculos, pasando una y otra vez por el mismo lugar.
Hasta que llegó la primera caída en el grupo: algunas personas se desvanecían del cansancio. Así, les tocó parar por una hora, escondidos entre los árboles para que los helicópteros gringos no los divisaran. No podían mirar en ningún momento hacia arriba, pues hay aparatos que detectan los ojos y así los descubren.
Con más de ocho horas de caminata, todos se quedaron sin agua y comida, muchos pensaban en tirar la toalla y entregarse a las autoridades migratorias, pero pensar en semejante hazaña que estaban cumpliendo les impedía tomar esa decisión.
En tres oportunidades, patrulleros estadounidenses estuvieron a punto de descubrirlos. En una de esas, los vieron de frente, en otra pasaron por un lado. Estaban asechados, muy cerca de que los agarraran.
María, Antonio y los niños oraban para que fueran invisibles para todos los demás. En algunos tramos, el grupo avanzaba a rastras entre la maleza para que nadie los viera.
Abandonados por el ‘coyote’
Al completar 12 horas caminando, el ‘coyote’ se apartó del grupo y les señaló un paraje donde –supuestamente- los recogería el ‘levantador’ en un camión para dejarlos en un lugar seguro. En ese momento, uno de los jóvenes hondureños empezó a desvanecerse, su semblante era la de alguien débil, con cara pálida, necesitaba ayuda, pero no había quién se la diera.
Con las últimas fuerzas, el grupo llegó al lugar y se escondió debajo del árbol. Eran las 7 de la noche y los minutos pasaban. Al lugar no llegaba nadie. El número celular del ‘levantador’ no lo contestaban. Los ‘coyotes’ los habían dejado a su merced tirados muy cerca de la ciudad de McAllen.
Era un momento de desesperación. No había agua ni comida, estaban completamente débiles, por desfallecer. Tras esperar una hora, uno de los migrantes salió corriendo y la mayoría del grupo lo siguió.
Mientras tanto, María y su familia salieron corriendo en otra dirección. El ‘mosco’ divisó al grupo del joven que salió huyendo primero y los agentes gringos los detuvieron al instante.
María se refugió en un árbol y asustada llamó, otra vez, a su hermano Rafael para contarle lo que estaba pasando. Ya eran las 8 de la noche del 20 de abril, el ‘coyote’ contactó a la joven y le dijo que ya era muy tarde y que no podían recogerlos debido a que había mucha ‘migra’.
La única opción que les dio fue que esperaran hasta el otro día, a las 3 de la tarde, para recogerlos.
Pero la familia ya no podía más. Habían caminado 15 horas y los zancudos, de nuevo, empezaban a acecharlos. Ya sabían lo que se padecía a la intemperie en ese bosque. Una noche más allí era condenarse a que los hallaran muertos.
Se entregaron a la ‘migra’
Pasaron unos 30 minutos más. La familia decidió que, con todo el dolor por los esfuerzos, no quedaba opción que entregarse a la Patrulla Fronteriza. En los alrededores escuchaban las cuatrimotos de los agentes, así que salieron en busca de ellos, pero caminaban y caminaban y no hallaban a nadie.
Hacia las 9 de la noche, divisaron a unos agentes en el horizonte, les hicieron señas y ellos les preguntaron qué estaba pasando. María les contó el largo trajín y se entregaron a las autoridades, vencidos por el cansancio, el hambre y la sed.
“A mi papá lo llevaron en un carro. A mí y a mis hijos en otro vehículo hacia distintas estaciones. Pensamos que la próxima vez que nos veríamos sería de vuelta en Colombia”, relató María.
La joven y sus hijos fueron fotografiados, les tomaron huellas y los interrogaron. “Pensé que estaba, al menos, a salvo. Sin embargo, me separaron de mis hijos. Empecé a llorar y llorar. Estaba triste, desesperada, pensaba que me iban a quitar a mis hijos”, comentó sobre ese momento.
María no paraba de llorar. Un guardia gringo intentaba consolarla. Luego la metieron en un espacio al cual llaman ‘la nevera’, un cuarto frío donde meten a los migrantes como forma de castigo. Allí duró cerca de 5 horas. Seguía llorando.
Luego de eso, le brindaron una colcha térmica para que durmiera. María había pasado por todas las sensaciones, desde la ilusión hasta la posibilidad de morir. “Solo pensaba en mis hijos, me reprochaba por haber hecho lo que hice”, contó la joven.
Toda la madrugada se la pasó preguntando por sus hijos. El mismo guardia intentaba calmarla, diciéndole que estaban en otros espacio descansando, quizá lo conmovió la historia que le había contado en el interrogatorio y su cara desfigurada por las picaduras de los zancudos.
En la mañana del 21 de abril, le entregaron una sudadera para que entrara a ducharse. En el baño una agente la vigilaba. Al desvestirse notó en su cuerpo decenas de hematomas y muchas garrapatas chupándose su cuerpo. “La agente se impresionó, hasta indagó si en algún momento me habían golpeado”, recordó.
Luego, el guardia la volvió a interrogar y le dijo: “Te tocó batallar bastante. Tranquila que hoy sales”.
A los 5 minutos, los hijos salieron de donde los tenían y se fundieron en un abrazo.”Mi alma volvió al cuerpo cuando los vi de nuevo. Seguía llorando, pero de felicidad, aunque algo achantada por tanto sufrimiento y una segura deportación a Colombia”, dijo.
Pero, para su fortuna, les devolvieron sus pasaportes y teléfonos contra todo pronóstico. Los agentes los llevaron a una fundación, quedaron en libertad y, en suelo de EE. UU., Rafael a las pocas horas pasó a recogerlos.
¿Qué pasó con el papá y el hermano?
Una vez llegó a la casa del hermano, pasaron 10 días sin conocer sobre el futuro del papá. Antonio pasó otros cinco días detenido y fue dejado en libertad también en ese país. La familia tiene citación en el juzgado dentro de dos años para definir el futuro.
Duró otros dos meses detenido y, de nuevo, lo deportaron a Colombia. Dijo que jamás lo volvería a intentar porque esa segunda vez fue traumática.
Juan estuvo días enteros en las neveras y en el pozo, un cuarto oscuro en completa soledad. Hasta vio cuando un joven con quien compartía el castigo se suicidó por la desesperación de estar en esas condiciones.
“Es difícil decirles a los demás que no lo hagan. A unos les va bien, a otros les va peor. En EE. UU. se escuchan cosas terribles, otras favorables. Por mi lado, nunca lo volvería hacer”, dijo la joven.
María contó que sus hijos desean legalizar pronto su situación en EE. UU., pues tienen el deseo de regresar a Colombia, con un único objetivo: ver a su abuelita.