Aunque un rápido recorrido por las redes basta para comprobar los afanosos intentos de ciertos ‘influencers’ –y sus voraces aprendices– de convertirlo en un lugar ‘instagrameable’, el memorial del 11 de setiembre continúa siendo un espacio de recogimiento que se recorre a pasos cortos y en silencio, entre la nostalgia y la estupefacción.
Los gritos y las risas estentóreas que abundan unas cuadras más allá, entre quienes hacen colas infinitas para palpar los testículos del toro de Wall Street, no existen en la llamada Zona Cero, el área donde hace 20 años se erigían las Torres Gemelas. Las pocas voces que se alcanzan a escuchar se confunden con el murmullo de las cascadas de las dos piscinas construidas sobre el lugar que albergaba los edificios, enmarcadas con placas de bronce que llevan inscritos los 2.983 nombres de los hombres, mujeres y niños que perdieron la vida esa mañana y en el atentado del 26 de febrero de 1993.
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El espectáculo de las aguas cayendo hacia un hoyo profundo y oscuro, en el centro de cada piscina, es sobrecogedor. Inmediatamente viene a la memoria el horror de aquel día infausto, mientras el visitante es invadido por la tristeza y la indignación.
Hace pocos días volví a visitar la zona después de tres años. Estados Unidos lloraba a sus muertos por el atentado en el aeropuerto de Kabul y el temor volvía a esparcirse en el ambiente. La presencia policial creció en toda la ciudad, aunque sin llegar a ser invasiva. Pocos visitantes recorrían el Oculus, la impactante estación del subterráneo que se asemeja a una paloma blanca emprendiendo el vuelo, y otros tantos buscaban ingresar al museo, donde es posible escuchar las grabaciones de las voces de quienes quedaron atrapados en las torres y, presagiando lo peor, clamaban por ayuda.
El One World Trade Center, el edificio principal del complejo, lucía imponente sus 541 metros de altura, ahora acompañado por una edificación menor –aún en construcción– que será dedicada a diversos usos.
Sobre las placas colocadas en el perímetro de cada piscina, los visitantes suelen colocar rosas, la mayoría blancas, y algunas banderitas estadounidenses, a modo de homenaje. Ese día, en la piscina sur, una rosa destacaba por su color: era amarilla. Dicen que representa la alegría de vivir. Estaba erguida sobre el nombre de Sue Kim Hanson, acompañada de una pequeña fotografía de ella, su esposo Peter y su hija Christine. Ellos vivían en Boston y la mañana del 11 de setiembre habían abordado el vuelo 175 con dirección a California. El plan era visitar a la familia y divertirse en Disneylandia. Era la primera vez que Christine, de apenas 2 años de edad, subía a un avión. Fue la víctima más joven de esa jornada de terror.
El renacimiento de Nueva York
El año pasado, Nueva York fue el foco de la pandemia. Los muertos se contaban por miles y el ruido propio de una ciudad incansable, insomne y viva, posada de todos los idiomas, colores y olores posibles, abandonó sus calles. Los 20 años del peor atentado terrorista de la historia la encuentran sobreviviendo, luchando con lo que puede por volver a la normalidad. Con alrededor del 55% de su población completamente vacunada, el mes pasado las autoridades organizaron un megaconcierto al aire libre en Central Park con el fin de que sirviera como símbolo de resistencia, pero también de reapertura. Las lluvias ocasionadas por el huracán Henri obligaron a suspenderlo mientras cantaba Barry Manilow y no habían salido a escena Bruce Springsteen y Patti Smith.
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Volver es una prioridad innegociable. Pese a que es una de las ciudades estadounidenses con mayor índice de vacunación, la televisión local está bombardeada por avisos en los que se pide a la gente que se vacune, recordando que cualquiera puede hacerlo más allá de su estatus migratorio. Desde hace unas semanas, el carnet de vacunación es requisito para ingresar a recintos cerrados y en lugares concurridos como Times Square, diversos laboratorios ofrecen pruebas PCR y de antígeno gratuitas a quien lo desee.
“Antes había muchísima gente en la calle”, recuerda una neoyorquina, hija de peruanos, que trabaja en un banco local. De recibir 66,6 millones de turistas en el 2019, apenas 22,3 millones llegaron el año pasado. La abundancia de comercios cerrados evidencia la gravedad de la crisis. No hay cuadra donde no exista un lote vacío, sea en la Quinta Avenida o en la Calle 34, donde sobrevive Macy’s y aún recibe visitantes el Empire State.
La conmemoración de este 11 de setiembre no solo servirá para recordar a los que ya no están con nosotros y que el terror es un enemigo cobarde al que no debe dársele un centímetro de ventaja. Permitirá recordar que Nueva York es también un símbolo de resistencia.
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