Vanessa Vadillo dice con una gran sonrisa que el sueño de su hija de 6 años es ir a París.
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La joven lo cuenta bajo una lluvia torrencial en la entrada de la precaria vivienda que levantó con sus manos en Tárcoles, un pueblo en el litoral del Pacífico de Costa Rica, la región más pobre del país.
De momento su preocupación no es la capital de Francia, sino las venenosas serpientes terciopelo “de hasta dos metros” que debe matar dentro de la casa para evitar que ataquen a sus dos hijas.
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O que uno de los autos que circulan a gran velocidad se accidente y se empotre contra su vivienda, levantada justo al lado de la carretera.
El fuerte aguacero, habitual en esta zona durante buena parte del año, ha llenado todo el terreno de barro. El agua de la última lluvia se metió en la vivienda (“esto era un río”, recuerda) e hizo que su hija se resfriara, pero Vanessa dice que no tiene dinero para acercarla a la clínica.
“Por eso yo le digo que estudie mucho para cumplir su sueño de viajar”, asegura con ilusión esta locuaz mujer, quien reconoce no haber pisado siquiera la capital de su país.
Casi tanto como San José, a Vadillo le resulta muy lejana esa imagen que muchos turistas tienen de una Costa Rica de grandes hoteles, parques naturales y playas de ensueño.
Y sin embargo, a muy pocos kilómetros de su humilde vivienda, pueden verse resorts de lujo y embarcaderos repletos de yates que atraen a miles de visitantes extranjeros y que ella sabe que jamás podrá disfrutar.
Más allá del “pura vida”
Costa Rica es el único miembro de Centroamérica en la OCDE (el club de los “países ricos”) y tiene algunos de los indicadores más favorables de esta subregión en cuanto a pobreza extrema o alfabetización.
Es el segundo país de Centroamérica en renta per cápita, por detrás de Panamá, pero aparece como el primero de la subregión en los rankings de prosperidad que miden indicadores económicos, políticos, sanitarios, educativos y medioambientales. Y es el “más feliz” de toda América Latina, según el Informe Mundial de la Felicidad de 2021.
Pero a pesar de todo, la desigualdad entre su población es latente.
Y los grandes contrastes se ven sobre todo dentro de la provincia más pobre del país, Puntarenas.
Está ubicada en el occidente de Costa Rica y abarca la mayoría de su costa pacífica. Puntarenas sufre altas tasas de de desempleo que en algunos municipios van acompañadas de narcotráfico, prostitución y una delincuencia al alza: de 42 homicidios en 2017 a 84 el pasado año, según el Organismo de Investigación Judicial del país.
Las autoridades atribuyen la mayoría de asesinatos a ajustes de cuentas entre bandas que quieren llegar a nuevos territorios para vender droga, así como al hecho de que el 90% de cocaína que entra al país pase por el corredor del Pacífico. Eso ha provocado que muchos pescadores de la provincia se involucren en grupos criminales ante la falta de oportunidades.
De hecho, las dos regiones que forman parte de Puntarenas fueron en 2019 las más golpeadas por la pobreza: Brunca y Pacífico Central. Esta última mantuvo en 2020 los peores resultados del país, aún más afectada si cabe por la pandemia de covid-19.
“La pobreza genera una exclusión que termina en violencia y en unas condiciones que son totalmente inadecuadas para permitir que las personas se desarrollen (…). La realidad de Puntarenas lastima”, reconoce la vicepresidenta de Costa Rica, Epsy Campbell.
“El desafío más grande es disminuir esa brecha. No es aceptable que tengamos unas personas viviendo en una Costa Rica totalmente diferente a otros. Y Puntarenas quizá es el reto más importante que tenemos como país”, dice en entrevista con BBC Mundo.
Pobreza vs. lujos
Pero frente a esta realidad, Puntarenas cuenta también con algunos grandes atractivos para turistas, como el parque nacional Manuel Antonio o las playas de la península de Nicoya.
A pocos kilómetros de la casa de Vanessa Vadillo llaman la atención los carteles que anuncian urbanizaciones de lujo o spas donde relajarse justo en lugares de la carretera donde algunos pescadores tratan de vender sus capturas del día sin la refrigeración adecuada.
A menos de 20 kilómetros al sur, dentro del mismo cantón de Garabitos al que pertenece el distrito de Tárcoles, en Pacífico Central, se encuentra por ejemplo un imponente resort de playa con villas de lujo, condominios y una reconocida compañía de hoteles junto a playa Herradura.
Entre sus calles repletas de fuentes y un césped perfectamente cortado se escucha mucho inglés entre sus inquilinos, la mayoría estadounidenses. Algunos de ellos juegan en el campo de golf y otros pasean por el muelle privado donde se encuentran decenas de yates y embarcaciones de pesca deportiva.
“Es una lástima que en tan poca distancia se vean estos barcos de dos o hasta cinco millones de dólares y gente que no tiene lo justo para mantener a su familia”, le dice a BBC Mundo uno de los vigilantes de la marina, natural de Puntarenas.
“Si esa gente tuviera al menos un barquito pequeño para pescar, que la cosa fuera más igualada… Pero desgraciadamente así es la vida. Algunos dirán que está mal repartido, pero a nosotros nos beneficia que venga esta gente a invertir porque nos da trabajo”, comenta.
El futuro de los pescadores
De vuelta a Tárcoles, un grupo de vecinos conversa tranquilamente en la playa mientras se resguardan del abrasador sol bajo una pequeña palapa.
La mayoría son pescadores y dicen estar esperando ver si otros compañeros tienen suerte con la captura del día para intentarlo más tarde.
Su visión pesimista sobre el futuro es desoladora. Dicen que el 85% del pueblo se dedica a la pesca, pese a que muchos no cuentan con una licencia formal para hacerlo y a que por temporadas queda prohibido por vedas que buscan garantizar la regeneración de las especies.
“Aquí no hay opciones de nada. La fuente mas cercana de trabajo es hotelería en playa Herradura o en Jacó (el otro distrito de Garabito). Así que chiquillos de 13 o 14 años del pueblo ya son pescadores”, cuenta Antonio Quesada, quien se dedica a la pesca y la construcción.
“La gente de Tárcoles no se supera y tiene que irse. Es duro eso. Yo me lo he planteado, pero uno no quiere dejar a su familia botada aquí para tener beneficios”, le dice a BBC Mundo este joven de 27 años.
Los vecinos cuentan que en el pueblo también hay “gente de fuera con dinero” que vive aislada en condominios o mansiones que se ven desde la costa, pero que ni saben quiénes son ni dejan ningún beneficio. “Ni para construir contratan gente del pueblo”, critican.
Al margen del turismo
Durante la conversación en la playa, un grupo de turistas estadounidenses baja de un pequeño bus no muy lejos de allí. Toman fotos de las lapas (unas guacamayas de colores) y se marchan a los pocos minutos.
El único otro atractivo turístico de Tárcoles son los tours para ver cocodrilos que habitan el río del mismo nombre. En el pasado, algunos vecinos ofrecían a turistas alimentar a los animales con pollo lanzándolo desde un puente, pero fue prohibido.
Los vecinos se quejan porque las actividades turísticas benefician a muy pocos en el pueblo.
“¿Cuánta gente pobre no se beneficiaría si nos autorizaran poner unos puestos de venta de pipa (coco) y frutas para turistas? Pero la municipalidad no nos deja”, critica Emilio Chávez, otro pescador del pueblo.
Tras la muerte de su mujer con solo 27 años, este pescador de Tárcoles tuvo que criar a sus tres hijos, uno de ellos aún bebé.
Ahora, después de que el agua se llevara su antigua vivienda, vive a los 54 años en una diminuta construcción de madera y zinc junto a la playa, temeroso de que la ley sobre zona marítima que restringe las construcciones cerca del mar pueda acarrearle problemas tras décadas en la zona.
“No tenemos alternativas. Solo podemos arriesgarnos a pescar y a que nos quiten lo que capturamos. No hay más futuro, las oportunidades están en Jacó y otras zonas”, insiste Quesada.
El alcalde del cantón de Garabito, sin embargo, niega tajante que Tárcoles sea discriminado y asegura que sus vecinos no han querido aprovechar otras oportunidades de trabajo para no depender únicamente de la pesca.
Entrevistado por BBC Mundo, Tobías Murillo afirma que se les ofreció participar en capacitaciones para trabajar con productos de mango o fabricación de artesanías, y solo un puñado de personas apareció.
“Es feo decirlo, pero hay muchas personas en esta región que no les gusta trabajar, que son menos responsables porque están acostumbrados a que las autoridades les den todo”, dice el alcalde Murillo, quien llega a definir a Tárcoles como “un pueblo conflictivo con poca iniciativa”.
Murillo, quien destaca el proyecto de construir un gran mercado de mariscos para que los pescadores puedan vender en condiciones higiénicas, cree que hay que enseñar a los vecinos a organizarse por sí mismos y apuesta por que la educación en los colegios sea más enfocada a la realidad de la zona.
“El 85% de la actividad económica de Garabito es turismo. Hay que capacitar en eso, en enseñar inglés y en formar chefs, guías, asistentes de cocina… ¿Qué hacemos aquí enseñándoles a los jóvenes cosas que no tienen que ver con eso?”, se pregunta.
La clave de la educación
La escuela Tárcoles es una de las que educa a los niños en la zona. Alguna de sus trabajadoras reconoce que la precaria economía de las familias y la escasa alfabetización de algunos padres dificulta la enseñanza a los alumnos.
Sin embargo, pese a carencias en infraestructura como los techos de la escuela y la casi nula conectividad que impidió impartir clases a distancia durante la pandemia (los padres recogían las tareas impresas y ayudaban a que los niños las hicieran en casa), el profesorado afirma orgulloso que el 100% de su alumnado termina el sexto grado.
Precisamente el no haber concluido la primaria es uno de los principales obstáculos que Vanessa Vadillo encuentra para conseguir trabajo. Asegura no poder estudiar con dos niñas pequeñas, por lo que se dedica a vender en la carretera las gallinas que cría.
Su marido fue despedido por la pandemia, pero acaba de encontrar empleo temporal en la cocina de un restaurante, con lo que espera reunir los 60.000 o 70.000 colones (entre US$96 y US$112) que calcula necesita cada mes para conseguir pagar “haciendo milagros” la alimentación de los cuatro miembros de la familia, agua, luz y pañales para su hija.
Hasta hace poco, el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) ayudaba a Vanessa con una dotación de US$120 mensuales. “Me consideraron un caso de pobreza extrema. Cuando vino la mujer a evaluar, le pasó una serpiente por el pie. A los tres días, ya tenía el dinero”, recuerda riendo. Pero la ayuda no fue prorrogada.
La directora del área regional de Puntarenas del IMAS, Denia Murillo, confirma que terminar sexto grado suele ser uno de los requisitos de la carta de compromisos que la institución firma con las familias beneficiarias para que continúen recibiendo transferencias monetarias.
“Esta región es una de las áreas que más inversión social tiene en el país. Sin embargo, es bastante difícil enfrentarse a la situación de no tener empleo, por lo que nuestra intervención no se focaliza en algunas áreas, sino en toda Puntarenas. Es como un paciente crónico”, reconoce en entrevista con BBC Mundo.
La funcionaria revela que la falta de trabajo hizo que desde enero se disparara el número de solicitantes de subsidio y, actualmente, unas 2.000 personas permanecen en lista de espera.
“Hay esperanza”
Sobre la situación de los pescadores, Denia Murillo descarta que otorgar licencias de pesca de manera indiscriminada sea la solución, pues la capacidad del mar es limitada. También destaca que su arraigo a la pesca es tan fuerte que les ha hecho rechazar propuestas para que pudieran dedicarse a otras áreas laborales.
“Muchos no tienen primaria ni saben leer o escribir. Mientras eso no cambie, no van a tener oportunidad de hacer otra cosa. El promedio educativo de esta zona es de cumplir solo sexto de primaria, y eso es lo que me preocupa”, dice.
“Sí hay esperanza. Pero hay que incentivar a las personas para que sepan que somos varias instituciones dispuestas a tender la mano, pero tienen que levantarse del banquito donde están y no acostumbrarse al asistencialismo, porque de lo contrario no van a salir de ahí”.
En la entrada de su vivienda y bajo la lluvia, Vanessa Vadillo dice mantener el optimismo de que algún día lograra sacar a su familia porque “no es lindo tener acá a dos niñas”.
“Si no sabes pescar, aquí en Tárcoles te mueres de hambre. Sería bueno que hicieran algo para apoyar a las mujeres. Tal vez muchas no tenemos estudios, pero queremos salir adelante”, reclama a las autoridades.
Antes de despedirnos, un hombre viene a cobrar el pago de las sillas donde estábamos sentados y que la familia tuvo que comprar a plazos hace unos días.
“Regrese la próxima semana a ver si le puedo pagar”, dice la joven sin perder la esperanza de que su situación pronto mejore y de que su hija, quizá, pueda algún día conocer París.
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