Cristian se saca la remera blanca rápidamente, como si estuviera acostumbrado a hacerlo con las manos esposadas. En su cuerpo se revelan una serie de tatuajes, entre ellos, dos figuras femeninas sobre su pecho y tres nombres: Jurissa, Ana y Sofía. Entonces, el director del penal salvadoreño lo empieza a describir: nombre entero, alias Catracho, del Barrio 18 Revolucionarios, donde era “gatillero” y está condenado a 76 años de prisión por un delito. Después viene una larga lista de antecedentes: homicidio agravado, agrupaciones ilícitas, violación, tenencia y portación ilegal de arma de fuego, feminicidio agravado. Algunos de esos cargos repiten más de una vez.
El directivo lee su prontuario y Cristian no sabe qué hacer, adónde mirar. Ese pandillero descripto como ultraviolento parece ahora un hombre dócil, con ojos de desconfianza, y algo pudoroso. Está parado contra una pared en este pabellón gigante, aséptico, todavía con aspecto a nuevo, lleno de militares y agentes armados y encapuchados, mientras es observado por una docena de periodistas de medios internacionales, entre ellos, LA NACION.
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Cristian es uno de los presos del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), una mole de concreto ubicada a una hora de San Salvador que montó el presidente Nayib Bukele para encerrar a los pandilleros que habían convertido a este país en uno de los más peligrosos del mundo y que su gobierno logró neutralizar con una política de mano dura que despertó elogios y críticas dentro y fuera del país. Cristian es también uno de los ocho presos que el director exhibe a los medios para mostrar los distintos perfiles de alto riesgo que, asegura, conforman las instalaciones.
Esta megacárcel de máxima seguridad es el símbolo material de la política de seguridad que hizo de Bukele el presidente más popular de la región, con más del 90% de aprobación entre los salvadoreños y reelecto por amplio margen en los comicios del domingo pasado, pero que también despertó crecientes denuncias de violaciones a los derechos humanos.
Todos sus detenidos, dicen, pertenecían a las pandillas Mara Salvatrucha 13 (MS-13) y las dos facciones de Barrio 18. “Aquí están los más malos. Son psicópatas, sociópatas”, dice el director del complejo, que no revela su identidad, en una coreografiada recorrida por el predio. “Son sujetos de alto perfil criminal. Cometieron delitos que durante años han tenido en zozobra a los salvadoreños”, explica el director –con camisa blanca y gorra negra, ambos con el logo del Cecot, y barbijo blanco- para justificar lo que está mostrar cuando entre al módulo 3, uno de los ochos edificios técnicamente iguales en este predio gigante, cada uno con 32 celdas.
Los presos están blancos, incluso un poco amarillentos, porque no ven la luz del sol desde que entraron aquí; solo la luz brillante, artificial, que está prendida las 24 horas en este edificio gigante, con dos pisos: abajo están las celdas y otras instalaciones para los presos; arriba, militares armados hasta los dientes vigilándolos a través de unas rejas negras. El color de su piel contrasta con la tinta negra que en algunos casos inunda gran parte de sus caras y cuerpos, con dibujos, mensajes, nombres y, en general, la identificación de la banda a la que pertenecían. La mayoría están flacos, muy flacos, y los que no lo están, claramente bajaron de peso.
Todos están pelados o con poco cabello; los rapan aproximadamente una vez por semana. Están parados con los brazos cruzados, o sentados en sus catres, sin decir palabra, con agentes frente a ellos recordándoles con su mera posición que no deben correrse del comportamiento pautado. Todos miran al frente, algunos con mirada desafiante y otros, como abatidos. El módulo es gigante, brilloso, con líneas amarillas en el piso que marcan el límite a las personas ajenas a la cárcel.
El “uniforme” de los presos (los “privados de la libertad”, como dice el director) es todo blanco: remera manga corta, pantalón largo o bermudas y calzado tipo Crocs. En algunos casos, también medias.
Para los salvadoreños que celebran el resultado del régimen de excepción –la inmensa mayoría en este país-, que los presos estén blancos y flacos (como se ve en los videos que promociona el gobierno o que muestran los medios que pueden ingresar) es una señal de que los pandilleros ya no controlan los centros penitenciarios como antes, y lo festejan.
El Cecot fue inaugurado por el propio Bukele el 31 de enero de 2023, diez meses después de que comenzara el estado de excepción vigente que se sigue renovado todos los meses, un régimen que limita los derechos constituciones y a través del cual se detuvieron a más de 76.000 personas en este país de 6,3 millones de habitantes.
No se sabe cuántos de esos detenidos están presos en esta cárcel ubicada en Tecoluca, una zona rural a 74 kilómetros de la capital, donde antes no había nada. El director del complejo no lo dice, por motivos de seguridad, igual que la cantidad de agentes penitenciarios, policías y militares –todos encapuchados para que se vea el mínimo de sus caras- están desplegados en la megacárcel. Sí se sabe que la capacidad máxima en este penal cuyo terreno es del tamaño de 236 manzanas, y su infraestructura, de siete estadios de fútbol, es para albergar 40.000 reclusos. ¿Están cerca de alcanzar ese límite? “Estamos trabajando para eso”, contesta el director. Según el comunicado de cuando se inauguró, más de 600 soldados y 250 miembros de la Policía Nacional Civil complementaban al personal de agentes penitenciarios.
El ingreso al Cecot
De afuera, el Cecot es imponente, sobre todo porque está en medio de la nada. Una gran estructura de hormigón, con unas puertas grises debajo del logo de un círculo con tres rejas y el nombre del penal reciben a los visitantes junto a ocho militares. Antes de llegar aquí hubo que pasar dos especies de checkpoints en la ruta, uno de los cuales implicó un férreo control a los hombres y la revisión de todos los vehículos y bolsos .
Una vez adentro del complejo, la seguridad es similar –o más estricta- a la de un aeropuerto, con un detector de metales y una máquina de alta tecnología para identificar si alguien ingresa algo adherido o dentro de su cuerpo, además de un cacheo. Todo en un edificio grande, frío, tenso. Es el único ingreso, el mismo por el que debe pasar el personal todos los días y los reclusos cuando ingresan, sin saber cuándo saldrán. “Van a pasar acá décadas y décadas”, insiste el director, y comenta que algunos presos enfrentan, al sumar todas sus penas, condenas de hasta 700 años.
Una vez ingresado, cada recluso es asignado a una de las 256 celdas. Allí vivirán con hasta 79 presos, con miembros de sus mismas bandas o incluso con pandilleros enemigos. Sin embargo, en apenas más de un año desde que se inauguró el complejo, nunca hubo incidentes –ni peleas, ni suicidios ni muertes-, dice el director, mientras muestra el armamento que tiene el personal para evitar esos episodios o intervenir su suceden: desde equipamiento de protección hasta un fusil T-65, que puede ser letal. “Es para usar cuando está en riesgo la vida de una persona, pero todavía no pasó”, señala.
Antes de llegar a los módulos, hay un amplio comedor para 250 personas, dormitorios, una zona con espejos como si fueran camarines, un área con mesas de ping-pong y un gimnasio: es para el personal. “Es oportuno agradecer la visión de nuestro presidente porque no solo pensó en crear condiciones para tener en contexto de encierro de estos sujetos, sino también pensó en generar condiciones dignas para todo el personal”, dice el director.
El “contexto de encierro” es el concepto central del Cecot: todo sucede dentro del módulo donde están. Van al baño en unos sanitarios montados en las mismas celdas y en el edificio tienen atención médica (como exhiben con un preso de muestra, a quien le toman el peso, la altura y los signos vitales, y con quien no se puede interactuar), las salas de audiencia judicial (donde participan de las citas de manera virtual y donde también hay una computadora donde, si el juez lo permite, pueden hablar con sus defensores), y un espacio para careos y notificaciones. Los presos no pueden recibir visitas de ningún tipo.
Si quieren hacer actividad física tienen una sola opción (calistenia, es decir, un entrenamiento con su propio peso personal), solo media hora por día, divididos en grupos, en el pasillo en medio de las dos filas de celdas. Dicen que habrá talleres, pero por ahora solo hay charlas sobre “rescate de valores”.
“Una vez dentro del Cecot, no vuelven a salir. Todo se hace de manera interna”, explica el directivo.
Hay una sola manera de dejar la celda comunitaria: un espacio de castigo para quienes cometen “una infracción”. Allí están solos, aislados, por hasta 15 días. Sin luz artificial, solo con un orificio de entrada de luz natural .
Según organismos de derechos humanos, desde que comenzó el régimen de excepción, hubo más de 200 muertes en los penales -ninguna en el Cecot-, además de reportes de torturas y condiciones de hacinamiento. Además, 7.000 de los detenidos acusados por participar de agrupaciones ilícitas –pandillas- luego fueron liberados sin pruebas y otros miles esperan en la cárcel su carta de libertad, mientras no se presentan pruebas en su contra.
“Categóricamente, respetamos los derechos humanos”, responde el director sobre este tema. “Cada uno de los internos tienen un catre donde descansar, hay dos piletas de tamaño regular donde se les almacena el agua para sus necesidades básicas. Al costado, tienen dos sanitarios. Tienen todo los necesario para subsistir en un contexto de encierro”, señala.
“Tienen acceso a los servicios básicos de alimentación, salud, y la parte importante: que se cumpla el debido proceso”, agrega el director.
Un día en la megacárcel
Los presos se levantan a las 4 de la mañana, para bañarse; después tienen una revisión médica. Tienen tres comidas por día: a la mañana y a la noche es frijol, arroz y un huevo duro; y al mediodía, pasta y arroz, mientras tienen disponibilidad de agua todo el día. Deben comer con la mano. No les dan tenedores ni de plástico porque “todo en mano de ellos se convierte en arma”.
A las 21 empieza la hora del silencio total. No se puede decir una palabra y cada preso debe irse a dormir en uno de esos catres de aluminio, fríos, sin colchón, pero con una sábana. Solo hoy hicieron una excepción. Son las 21.30 y los presos no están durmiendo. Están despiertos y expuestos para mostrar cómo funciona la megacárcel insignia del “modelo Bukele”.
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