El 28 de diciembre del año pasado un niño de 2 años murió en la república africana de Guinea. Aunque nadie podía saberlo en el alejado pueblo de Meliandou, su misteriosa muerte, ocurrida a solo dos días de presentar extraños síntomas, fue quizá la primera que se debió al actual brote de ébola. Tuvieron que pasar tres meses y varios casos similares para que la Organización Mundial de la Salud estuviera en capacidad de confirmar la nueva aparición del virus. Y hoy, casi un año después, la epidemia lleva casi cuatro mil víctimas y amenaza todavía con propagarse a escala global.
De hecho, los reportes no se limitan ya a Guinea y a otros países vecinos, como Liberia y Sierra Leona, sino que ahora llegan desde España, Estados Unidos e incluso Brasil. Los americanos comienzan a tomar la temperatura a quienes arriban a sus principales aeropuertos provenientes de África Occidental y, mientras en España luchan por salvar a Teresa Romero, la auxiliar de enfermería que se convirtió en la primera persona en contraer el virus fuera del continente africano, en Brasil mantienen aislado al ciudadano de Guinea que podría haber llegado con el virus.
Pero como con tantos otros asuntos, aquí sabemos sentirnos suficientemente alejados. Porque las noticias nos llegan pero, por alguna razón, no nos alcanzan. Y no sé si se trata de una reacción psicológica general, que bien podría ocurrir en cualquier otra parte, o si es más bien consecuencia de un rasgo propio de nuestra idiosincrasia. El mismo que nos hace sentir inmunes a los letales fríos estacionales en Puno, distantes de los asesinatos de líderes que luchan contra las mafias madereras en la selva, ajenos a la fiebre criminal y corrupta que también viene marcando niveles de epidemia en nuestra política nacional.
Alarmados por los resultados de las elecciones regionales y municipales –sorprendidos por lo que no tiene ya nada de sorprendente–, algunos de nuestros políticos comienzan a proferir soluciones de urgencia: hay que prohibir los movimientos regionales, acabar con la descentralización, destinar más fondos estatales a los partidos políticos. Hay que hacer algo, lo que sea, para sofocar el incendio.
Ahora que el eco de la fiesta ya no retumba en nuestros oídos y que los mejores vientos nos han abandonado, quizá sería conveniente, más bien, permanecer un instante en silencio. Tal vez así podríamos comenzar por reconocer que nada nos queda de verdad tan lejos: ni África ni Puno ni Cajamarca ni Áncash. Ni, por cierto, las próximas elecciones presidenciales, que vienen luego de la próxima curva.
Es posible que incluso seamos capaces de notar que tampoco es tan grande la distancia que separa a nuestra derecha de nuestra izquierda; que muchas de nuestras más queridas polarizaciones son en realidad ridículas; que mercado y Estado, inversiones y medio ambiente, utilidades y solidaridades, necesitan de un sólido terreno común que sería muy lamentable perder entre ahogados gritos de naufragio.