Virginia no solo era la editora de la sección Mundo. Era la autoridad, la risa cómplice, la sabiduría, el sarcasmo, la curiosidad, las ganas de vivir, viajar, de conocer que había más allá de nuestra vida en el Diario. Porque para ella eso era lo más importante: si teníamos familia, qué hacíamos en nuestro tiempo libre, qué veíamos, qué leíamos, qué comíamos. Y eso la hacía una jefa completa.
Yo empecé a trabajar con ella desde mayo del 2005 y desde el primer momento no tuvo reparos en probarme, guiarme, exigirme, corregirme o felicitarme. Y como buena mamá, siempre defendía a sus críos con uñas y dientes, así quedara magullada, y cuando ya sentía que era el momento, te dejaba andar.
Era la mujer de las mil historias, de las mil anécdotas, de los cientos de lugares que había visitado. Y eso era sorprendente. Si llegaba alguna noticia de Camboya, resulta que allí había estado. Si venía otra de Taiwán, lo mismo. “¿Qué lugares no conoces?”, le preguntaba. “Demasiados. Todavía tengo mucho que conocer”, respondía.
Y esas ansias de vivir plenamente, y de pintar todo con su humor negro, es el mejor recuerdo que guardamos todos los que la conocimos y que ya la añoramos.
Virginia Rosas Ribeyro, orgullosa sanmarquina, entró a trabajar a El Comercio en 1981, pero años después viajó a Francia y se convirtió en corresponsal desde París. Al volver a Lima a mediados de los años 90, regresó a la redacción para hacerse cargo de Mundo desde 1995, cargo que desempeñó hasta el año 2009. Tras dejar este Diario inició estudios de psicoanálisis y psicoterapia y se dedicó con ahínco a sus pacientes. Fue columnista de la sección hasta inicios del 2020.
En este enlace están todas las columnas que escribió en los últimos años.
Y estas son solo algunas de las experiencias que vivimos algunos de los periodistas –redactores y corresponsales- que trabajamos con ella en la sección:
Francisco Sanz, editor de Mundo
Más de 20 años han pasado desde que mi andadura en El Comercio se cruzó con la de Virginia. Fue tras una pasantía profesional en Alemania que ella me pidió integrarme en la sección Mundo, que ya dirigía con gran acierto. Y para allá fui con las expectativas y nervios de todo aquel que pisa un terreno nuevo. Y me encontré con la erudición de Virginia en muchos temas, con su humor mordaz y sardónico, con su visión abierta y libre de ataduras, con su olfato y tranquilidad para abordar los temas más calientes. No olvidaré la confianza que me dio, prácticamente desde el saque, para realizar reportajes, entrevistas a personajes de peso e incluso artículos de opinión, a despecho de mi condición de recién llegado.
Mi editora durante los tres años y medio que duró mi primera estadía en la sección Mundo ha partido. Hasta hace año y pico seguíamos disfrutando de sus agudos y sesudos análisis en las columnas de opinión que puntualmente nos enviaba cada semana. El contacto intermitente que, debido a estos tiempos pandémicos, sosteníamos se vio interrumpido bruscamente esta semana. La jefa ya no está, pero quienes tuvimos la suerte de laborar con ella y gozar del trabajo en equipo que promovía no la vamos a olvidar.
Roger Zuzunaga, coordinador web de Mundo
Trabajé con Virginia desde el 2001, cuando era practicante y me iniciaba en el periodismo. De ella aprendí uno de los aspectos que cimientan mi carrera, que los periodistas nunca debemos autocensurarnos. Para ella no había temas vetados, todo lo que se tenía que denunciar salía, desde los abusos en la Iglesia hasta las atrocidades que se cometen en la guerra, ya sean estas perpetradas por potencias mundiales o por grupos guerrilleros. También poner en evidencia los abusos de las dictaduras, sean estas de derecha o de izquierda. Y Virginia siempre estaba dispuesta a pelear contra cualquier atisbo de censura sobre algún tema de la sección Mundo. Eso es lo que más valoro de ella, la libertad que nos daba para escribir.
Otro aspecto que nunca olvido de Virginia es la disciplina, y la cuadrada que me metió la única vez que llegué 15 minutos tarde al trabajo. Mi entrada era a las 4 pm, entré a las 4:15. Me llamó a un lado y en 30 segundos me puso en vereda. A partir de ese momento en mi cabeza estaba que mi entrada era a las 3:30, por lo que no le volví a fallar. Y ese episodio siempre lo tengo presente porque es de las cosas que me llevo a donde voy, la puntualidad que se traduce en respeto a los demás compañeros. Gracias Virginia por hacerme mejor persona, por haber sido tú un buen ser humano, la mejor jefa y una gran periodista.
Carlos Novoa, exeditor de Mundo
Cuando Virginia volvió al Perú tras sus 13 años como corresponsal en Francia lo hizo con un entusiasmo contagiante. No eran todavía épocas de avances tecnológicos y el Internet era incipiente, de tal forma que sus anécdotas y vivencias sobre su vida en París eran deliciosas para el equipo de Mundo que la acompañaba. Era una persona con la que podías conversar abiertamente de cualquier tema, cuánto conversamos sobre el conflicto árabe-israelí, sobre la idiosincrasia latinoamericana, sobre el poder político de Estados Unidos y sobre el crecimiento chino. Viajábamos mucho en aquella década del noventa quienes estábamos en Mundo y cada día, mientras compartíamos el almuerzo, nuestras tertulias internacionales se enriquecían mucho porque Virginia, además de ser una buena periodista, una buena jefa, una buena escritora, era antes que nada, un excelente ser humano.
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Bruno Rivas, exredactor de Mundo
“La jefa”, ese fue el título que Virginia se ganó a pulso durante los años que dirigió la sección Mundo de El Comercio. Subeditores, redactores, corresponsales y colaboradores, nóveles y veteranos, la llamábamos así como una muestra de respeto pero sobre todo de cariño. Y es que Virginia era de las lideresas que sabía encontrar el punto exacto para combinar la firmeza con el buen humor. Tenía la habilidad de poder darte una reprimenda y a los minutos hacerte reír. Su humor negro la caracterizaba, nunca se guardaba nada. Recuerdo que para quitarme el nerviosismo de mi primera comisión me dijo: “Bruno, no preguntes sonseras”. Desde entonces, cada vez que preparo una entrevista busco no defraudarla.
Tuve la suerte de haber sido uno de los tantos practicantes que bajo su atenta mirada se transformó en redactor de El Comercio. Me transmitió su pasión por las coberturas internacionales, por la escritura de reportajes y edición de suplementos. Qué suerte tuvimos los que estuvimos a su lado, con ella solo se podía aprender. Siempre tenía un dato preciso que podía mejorar un informe o hacer memorable un almuerzo. Creo que nunca se lo dije pero siempre he querido ser como ella. Sé que fracasaré pero al menos seguiré intentando.
Mario Cortijo, exjefe de Informaciones Generales
Virginia fue una mujer de carácter. A sus múltiples cualidades profesionales y personales sumaba una que valoré muchísimo y siempre recordaré. Ella sabía decir las cosas claras y directas, sin anestesia, pero, por más duras que pudieran resultar, siempre te hablaba con una sonrisa que te hacia ver que sus palabras salían de su cerebro, pero filtradas por su gran corazón.
No tenías que buscarla para pedirle consejo ni laboral ni de vida. Ella solita se daba cuanta que algo no andaba bien, que tenías por ahí alguna duda o enfrentabas algún problema. Se sentaba al frente de mi escritorio, me miraba a los ojos y sin decir palabra ni preguntar nada terminaba por contarle mi historia con la seguridad de que no solo me iba a escuchar, sino que lo que ella dijera iba a ser valioso.
Tengo la certeza que con ella también aplicará la frase que uno de los antiguos directores de El Comercio dijo en un día también triste y que sirvió de consuelo en la redacción: “No muere quien pervive en el espíritu de sus continuadores”. Virginia dejó semillas, ella continúa.
Patricia Castro Obando (Beijing, China)
Virginia me mandó a la guerra. No a una sino a dos: Afganistán y después Iraq. “Tienes que volver sana y salva porque sino aquí me van a matar por haber mandado a una mujer”, me ordenó. “Sí jefa”, le respondí una y mil veces. Aunque ella siempre veía la forma de mostrarme que había “vida” más allá de lo desconocido. Hizo de mí una periodista sin fronteras físicas o mentales, desde corresponsal de guerra hasta corresponsal acreditada en China. Porque a sus ojos todo se podía y las mujeres lo podíamos todo. Aún yo no había despertado al feminismo pero ella con su actitud frente a la vida me abrió el camino y me ordenó -como siempre lo hacía- que avanzara. A partir de ese momento, desde la primera llamada telefónica a Taiwán para encargarme la corresponsalía de guerra, “la jefa” me acompañó en absolutamente todos los momentos cruciales de mi vida. Y me enseñó con su ejemplo a levantar la voz, mi voz. Vuela alto querida jefa, gracias por todo, ¡gracias por tanto!
Susan Abad (Bogotá, Colombia)
Conocí a Virginia a los 16 años al ingresar a la Escuela de Periodismo de San Marcos. Fue amistad a primera vista y que no tendrá fin. Tenía una gran inteligencia, humor refinado y un disimulado sarcasmo. Le gustaba la vida y cuando contaba anécdotas de sus innumerables viajes hechizaba a mis hijos cuál Sherezada peruana. Nos acompañamos en el camino de ser estudiantes, periodistas, madres. Un camino que seguiremos recorriendo hasta que volvamos a juntarnos.
Mario Castro (Tokio, Japón)
Dicen que la muerte embellece el recuerdo de una persona, pero dudo mucho que a Virginia Rosas se le puedan agregar más virtudes que las que tuvo en vida, por muy cursi que ello pueda sonar, y sin restarle importancia a los defectos que seguramente tuvo, aunque yo sinceramente no le conocí ninguno, quizás por que siendo corresponsal y viviendo al otro lado del mundo, no tuve la suerte de mis colegas de disfrutar su amistad en el día a día de la redacción.
Virginia cambió el rumbo de mi vida, textualmente hablando. Cuando en el 2001 me llamó por teléfono para proponerme ser corresponsal del diario en Japón, hizo que mi destino doblara la esquina, un trayecto en el que siempre me acompañó entre felicitaciones, enseñanzas y carajeadas cuando se me escapaba la tortuga. Fue ella la que me enseño a trabajar en las grandes ligas, la que me guío y enseñó principios y conceptos que solo había estudiado en la universidad y que hasta ahora cultivo, la que me cuidó como lo hizo con muchos otros de mis colegas, un proceso en el que se convirtió de Virginia en la Jefa, así, con mayúscula.
Cuando me enteré de que se había ido tuve ganas de llorar, no por ella, sino por nosotros. Gracias Jefa.
Juan Carlos Chávez (Tampa, Florida)
Jamás imaginé, ni en mis peores sueños, que una gran amiga como Virginia Rosas se fuese así, de repente, y bajo la sombra de una enfermedad tan mezquina como violenta. Nos conocimos hace más de 20 años. Fue mi editora, consejera y guía.
El inicio de la pandemia interrumpió temporalmente nuestras conversaciones, pero cuando teníamos la oportunidad de hablar o reír surgía entre nosotros una química entrañable y una suerte de complicidad que hacía a un lado las dificultades de esta vida y el pulso -complicado y bárbaro- de nuestro querido país.
No dudo al decir que siempre vi en ella a una mujer convincente, segura, culta y amorosa en su trato amable y respetuoso. Sabía escuchar y entendía a la perfección lo que representa el ejercicio del periodismo estando fuera de la tierra que lo vio nacer a uno. Su partida nos deja vacíos y con una de esas tristezas que no se quitan con el tiempo. El recuerdo de su sonrisa fresca y sus escritos aliviarán en algo el dolor de su partida.
Yolanda Vaccaro (Madrid, España)
Virginia, una de las personas de las que más he aprendido sobre la vida y sobre el periodismo. Una persona sumamente noble y leal con sus amigos y con quienes más necesitaban de su apoyo, con más ahínco, si cabe, con los más vulnerables en general o en algún momento de sus vidas. Virginia, muchísimas gracias por tu cariño, por tus sabios consejos, por las enseñanzas que me dejas y por tu generoso y entregado respaldo en momentos cruciales. Dejas un gran vacío en quienes tuvimos la suerte de conocerte. Sigues presente en nosotros. Un gran abrazo al cielo.
Miguel Vivanco (Washington DC)
Conocí a Virginia en los albores de los años 80. Ambos nos iniciamos como practicantes en noticias locales del diario, pero al poco tiempo ella se convirtió en la corresponsal de El Comercio en París y yo hice lo propio en Washington DC. Después de una década, al regresar a Lima se convirtió en una jefa exigente, justa y honesta de la sección Mundo.
En 1998, semanas previas a la visita del general Barry McCaffrey al Perú, ocurrió un error involuntario en la Mesa de Edición en un titular de una de mis notas. Mientras en mi despacho se indicaba que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano calificaba de “poco confiable en la lucha contra las drogas” al asesor de inteligencia peruano Vladimiro Montesinos, el titular atribuía ese comentario al zar antidrogas de EEUU.
Mientras la Embajada de Estados Unidos en Lima solicitó una simple rectificación, Montesinos y el gobierno del entonces presidente Alberto Fujimori cuestionaban no solo mi credibilidad como corresponsal y pedían mi “cabeza”. Cuando todos los dedos acusadores apuntaban en mi contra, fue Virginia Rosas quien, en vez de sucumbir a las presiones políticas y diplomáticas, exigió a voz alzada una revisión exhaustiva de cada párrafo de mi nota hasta descubrir de donde se originó la confusión, evitando que me despidan injustamente. Así era ella.
No en vano a Virginia se le conocía como “la jefa”, mujer ejemplar, amiga entrañable y colega de verdad. Que su luz, al igual que su sonrisa, nunca se apaguen en los pasillos de la redacción. Hasta siempre.
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