Cae el telón. Y cae de manera definitiva. El pasado domingo se representó por última vez “Los cuentos de la peste”, de Mario Vargas Llosa, en el Teatro Español de Madrid. Finalizó así una temporada con localidades agotadas y una favorable respuesta de un público entusiasta.
Se trata de una adaptación libre de “El Decamerón” de Bocaccio. Una obra clave de la literatura del siglo XIV y que ha servido en muchas oportunidades para adaptaciones teatrales, radiales, cinematográficas, por no mencionar las versiones impresas, cómics e innumerables variantes. Es lo que sucede con las obras maestras.
Por supuesto, nuestra primera inquietud se encuentra en la adaptación que hace Vargas Llosa. En la mirada que nos puede ofrecer de un material tan rico como provocador. En su elección entre tantas historias y la manera en que aborda el complejo escenario sobre el que estas se desarrollan. Además de asumir uno de los papeles principales sobre las tablas.
En “Los cuentos de la peste”, Vargas Llosa asume el punto de partida original de Bocaccio. Y lo entiendo. Porque en la historia de estos jóvenes encerrados en una villa, negándose a la realidad e imaginándose historias improbables, se encuentra uno de los temas favoritos del escritor peruano: la ficción como fuerza redentora. E incluso se atreve más en esta oportunidad y nos ofrece el triunfo de la ficción sobre la muerte.
LA TIERRA DEVASTADA
Sobre el escenario, “Los cuentos de la peste”, bajo la dirección de Joan Ollé, es un fascinante viaje hacia el imperio de los sentidos. Y la imaginación de los múltiples narradores juega un papel crucial. Esto último es muy significativo porque de alguna manera compromete tanto a los personajes de la comedia y a sus creaciones como al público que día a día acude a ver el espectáculo. Allí, frente al escenario, asumimos de alguna manera que lo que ocurre frente a nosotros es cierto. Por lo menos durante la duración de la obra. De esta manera estamos decididos a sufrir y amar, a seducir y ser seducidos, y a vibrar de una u otra manera con cada cuento.
El escenario en su aparente sencillez cumple en gran medida con las expectativas. Y digo aparente porque no es así. La sala del Teatro Español ha sido totalmente transformada para que el escenario se concentre en lo que alguna vez fue el patio de butacas y los espectadores rodeen la acción. De entrada el aspecto es inquietante. Una mula muerta nos recibe en un escenario oscuro y desprovisto de encantos aparentes.
Estamos en Villa Palmieri, cerca de la ciudad de Florencia, en medio de la peste negra de 1348. Un espectador menos interesado en el contexto histórico podría pensar en un escenario posnuclear. No estaría equivocado porque la idea es la de un mundo agonizante, devastado, sin posibilidad de escape. Luego, la imaginación de los cuentacuentos, cambiará nuestra percepción. Nos conducirá por senderos insospechados hacia un mundo de infinitos goces.
CINCO ACTORES
Una vez establecido el espacio, los actores entran y salen de escena, unas veces con la solemnidad que confiere la gran tragedia, y en otros momentos con el desparpajo de una tropa de saltimbanquis que toman una plaza por sorpresa. Las actuaciones son muy físicas, casi histriónicas de acuerdo a la demanda de una u otra historia.
Pedro Casablanc es un Bocaccio persuasivo. Confiere a su(s) personaje(s) una dignidad que va más allá de la simple apariencia porque no hay momento en que no irradie verdad. Marta Poveda y Óscar de la Fuente se esfuerzan de manera admirable para aparecer frescos y radiantes en cada nueva recreación. Aportan juventud y una tremenda energía en cada una de las secuencias en las que participan.
Por supuesto, Aitana Sánchez Gijón es una de las grandes atracciones de la obra. La conocía bastante bien en sus registros para el cine y la televisión. Es una actriz capaz de interpretar a sus personajes no solamente con nervio y seguridad sino con una carga emocional muy intensa, casi desconcertante. Es cerebral en “La camarera del Titanic”, inquietante en “La puta y la ballena” e implacable consigo misma en “La regenta”. Pero en “Los cuentos de la peste” es todo eso a la vez. Y no exagero al afirmar que verla moverse sobre el escenario, adoptando diversas personalidades a partir de la condesa de la Santa Croce, es un espectáculo en sí misma.
Vuelvo ahora sobre Mario Vargas Llosa. Ya no como el adaptador, el autor o el principal artífice de esta obra. Sino como el actor. Al comienzo luce sobrio y seguro. Pero a medida que la obra avanza y las historias se confunden, proyecta un conmovedor Ugolino, incapaz de consolidar un amor. Volcado en la ficción, logra dar vida al personaje.
Es extraño ver a un escritor aceptar un reto como este. Pero una vez asumida la ficción como nuestra realidad temporal, la idea resulta mucho más natural. De pronto, ya no nos sorprende. Allí estamos, frente al narrador de cuentos que ha pasado a formar parte de su propia creación.