Como diría Tolstoi, todas las familias felices se parecen las unas a las otras, pero las disfuncionales lo son cada una a su manera. Y tal vez por eso es que, estas últimas, se han convertido en una fuente inagotable de inspiración para los dramaturgos del mundo entero. Ahora nos toca el turno de conocer “Reglas para vivir” (Rules for Living, 2015), escrita por la británica Sam Holcroft y producida originalmente por el Teatro Nacional en Londres. Una mordaz sátira de la vida familiar en nuestros tiempos y que bajo la apariencia de una comedia exaltada se encuentra un duro drama sobre la convivencia.
La acción transcurre en una fecha muy significativa para el mundo occidental: la Navidad. Momento de grandes celebraciones y de ánimos sobreexpuestos. Una celebración originalmente religiosa pero que pone a prueba las reglas sociales incluso en los hogares aparentemente más sólidos. Un día al año en que no solamente los seres queridos intercambian regalos y comen juntos, sino también cuando la sensibilidad se pone a flor de piel y los enfrentamientos emocionales están a la orden. Y eso es lo que pasa en el hogar delos protagonistas de “Reglas para vivir”.
Dos hermanos y sus respectivas mujeres acuden al hogar de sus padres para pasar las fiestas navideñas. Cada uno lleva consigo una carga emotiva que, sin querer queriendo, están a punto de liberar. Para ello tienen que enfrentar a unos padres incapaces de aceptar la realidad aunque la tengan frente a sí. La madre se refugia en las labores domésticas y en los fármacos. El padre acaba de tener un ataque y se encuentra no solamente paralizado sino atrapado en el pasado.
Lo original de la obra está en su construcción, que para nada se apoya en discursos morales o reproches escritos con estilo, nada de eso. Se edifica más bien en una serie de escenas cotidianas y diálogos cargados de ironía y buen humor, capaces de arrancar las risas de la platea durante toda la representación. Claro, debajo de todo ello, hay un feroz discurso sobre una sociedad atrapada en viejos chantajes emocionales de los que es casi imposible salir. Como vemos, la visión de Holcroftno es placentera ni idealizada, todo lo contrario.
Presenta a la familia como el epicentro de desdicha y atrofia. Una curiosa manera de enfocar el drama humano a cargo de una escritora que fue formada en la Facultad de Biología de la Universidad de Edimburgo. “Reglas para vivir” es la obra elegida por Josué Méndez para retomar la dirección teatral. Y el resultado no puede ser mejor. No solamente cuenta con el apoyo de un aparato de producción muy completo como es el de La Plaza, sino que ajusta con su propio ingenio cada uno de los elementos que componen el montaje. No se trata de una obra fácil, y en manos de un director menos exigente probablemente tendríamos un cuadro caótico. Méndez organiza la reglas de este universo de tal manera que funciona como un reloj.
El reparto ha sido elegido con cuidado y el trabajo conjunto es ejemplar. De los mejores que he visto últimamente. Claudia Dammert, quien ya había compuesto a la implacable matriarca de “Agosto” hace unos años, interpreta a la madre neurótica. Hace suyo un papel que además demanda un enorme esfuerzo físico. Hernán Romero le da la réplica como el alguna vez dominante pater familias. Junto a ellos, Leonardo Torres y César Ritter interpretan a sus hijos. Leonardo Torres ha llegado a la madurez como actor en todo sentido, lo que ya hemos dicho antes en esta misma columna. Pero lo curioso es la entrega en un personaje que no tiene nada de heroico, ni grandioso, ni clásico. Le pone alma a un mediocre insufrible al punto que lo humaniza y, debido a ello, logra conmovernos. César Ritter no tiene el oficio de Torres, es cierto. De entrada no resulta tan persuasivo, pero a medida que la obra comienza a exigir más de sus intérpretes es cuando logra lucirse por completo.
Las réplicas son tan oportunas y el movimiento corporal ideal. Al lado de ellos, dos mujeres de diferentes estilos. Vanessa Saba, un poco apagada en esta oportunidad, aunque coherente de comienzo a fin. Y Katherina D’Onofrio que logra superarse a sí misma con un personaje soñado.
La gran virtud de la puesta en escena a cargo de Méndez es justamente haber ensamblado con tanta precisión el talento de todos sus intérpretes. El ritmo del diálogo, los movimientos coordinados, la coreografía de los actores, todo compone un trabajo tan bien realizado que hasta podría considerarse perfecto. Una palabra peligrosa y pocas veces usada en una crítica.
El epílogo resulta innecesario, ya con la batalla campal la obra está resuelta. Y esas despedidas finales no agregan nada más a una obra sólida y que lo dice todo acerca de las reglas de convivencia.