Este viernes se cumplen siete días desde que el actor peruano Ricardo Blume falleció a los 87 años en México, donde radicó por décadas. El actor, fundador del Teatro de la Universidad Católica (TUC), destacó principalmente sobre las tablas, aunque deja en el recuerdo su performance en historias para TV como “Simplemente María”, “Carrusel de las Américas” y “María la del Barrio”; además de películas peruanas como “Viejos amigos". Es recordado como alguien que vivió y trabajó bajo una ética incuestionable.
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Como todo ser humano, Blume tenía una visión del mundo. Mirada que plasmó en una serie de columnas publicadas por el diario El Comercio en la década de 1980. Con apoyo de nuestro Archivo Histórico, recuperamos los siguientes textos en los que el actor comparte sus reflexiones sobre lo que provoca el estado de crisis en el país, el rol del espectador en el teatro y sus recuerdos de la Navidad de su niñez. En su repaso, el lector hallará ideas que guardan vigencia hoy.
Sobre la crisis
“Frente al agotamiento” (fecha de publicación: 2 de octubre de 1986)
Hace unos días, una amiga le dijo a mi mujer esta frase que me ha quedado cascabeleando: “es que vivir en un país en crisis agota”.
Crisis es “momento decisivo en un asunto importante”. En las enfermedades, es ese momento de cambio grave, para mejoría o empeoramiento. Pero siempre momento de mutación, de cambio.
La crisis, es, pues, un momento difícil. Jugando con las propias palabras: un momento crítico. Pero siempre un momento, un instante, una circunstancia, una coyuntura.
Una crisis prolongada es casi un contrasentido. Una crisis permanente ya no sería propiamente crisis. Sería un estado, algo a lo que uno se acostumbra.
En todo caso, una crisis larga debilita, enerva, agota. No podría soportarse sin grave mella de la salud física y mental.
Cuando la crisis es de un país (y no hablemos del mundo, que eso es muy grande) los efectos se dejan sentir en la comunidad. Y si no se supera en un tiempo prudente, agotan al individuo, lo irritan, lo vuelven malhumorado o deprimido.
Hace muchos años que nuestro país está en crisis. Pero como los paisanos somos como los buenos boxeadores, tenemos gran poder de asimilación. Resistimos los golpes, aguantamos el aporreo y seguimos viviendo a pie firme.
Dios es peruano, decimos confiados. Aunque a veces parece que se le olvida la nacionalidad y entonces nos sentimos literalmente dejados de la mano de Dios.
A la crisis económica, que es de vital importancia, se va sumando poco a poco la de valores. Y entonces imperan la deshonestidad, la injusticia, el descalabro moral y la informalidad en todas sus informes formas.
Los que ya hemos vivido la mayor parte de nuestra vida, hemos alcanzado épocas buenas y malas; de cierta bonanza y de crisis. Un poco nos han tocado las vacas gordas y las vacas flacas. Aunque, para ser franco, más de estas últimas que de las primeras.
Tenemos, siquiera, un punto de referencia. Y sabemos, por haberlo vivido, que unas son de cal y otras son de arena. Y, en fin, ahí vamos tirando, como dijo el buey.
Me preocupan, en cambio, los más jóvenes. Los que nacieron en plena crisis o a punto de producirse. Ellos no han vivido siquiera una época, digamos, normal y pueden llegar a pensar o sentir que el mundo es esta cosa amorfa, esta penuria sin horizonte, este deterioro en que nos debatimos.
Pero ese es tema para desarrollar en más espacio y en otra oportunidad. Lo cierto es que ahora nos sentimos cansados, desanimados, desalentados, simplemente jalando la carreta. Y no sabemos por qué.
De pronto, esta amiga inteligente hace un comentario inteligente y uno encuentra la madre del cordero, el huevo de Colón, la raíz de esta desesperanza y esta desazón. Vivir en un país en crisis agota.
Y, claro, si uno se pone a comparar los años vividos fuera del país con los recientes que lleva dentro, se nota la diferencia, como dice el comercial.
Es la crisis prolongada la que nos tiene así. Abrumados como unos Atlas de utilería y yeso, cargando a nuestras espaldas con todos los problemas del país. La espina empieza a doblegarse, las piernas flaquean.
Pocas buenas noticias, generalmente arrinconadas por las malas y las peores. Pocas cosas que funcionan bien. Pocos motivos de orgullo. Un panorama bastante desalentador.
Yo no sé si a los ricos y poderosos de la tierra los golpeará tan fuerte la crisis. Pero sí sé, por experiencia, que de los clasemedieros para abajo la cosa es brava.
Pero no había reparado en el efecto agotador de vivir en un país en crisis. Una vez consciente de esta realidad y reconocida la causa, sólo veo una alternativa.
Tirar la esponja y dejarse llevar por la marea, o, como hubiera dicho Hamlet, “tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas”.
Sacando fuerza de flaqueza y optimismo del fondo del pozo, apuesto por esta vía hamletiana. Y le suplico a usted, sufrido lector, hacer otro tanto. Si no, nos lleva la trampa.
Si es hombre de fe, saque de ella el coraje. Si sólo cree que Dios es peruano, recuérdeselo a cada instante con hechos positivos. No olvide que Alá ayuda al que se ayuda.
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Sobre el respetable público
“El teatro y el espectador” (fecha de publicación: 18 de diciembre de 1986)
Tomo prestado el título de un libro de Pierre-Aime Touchard, que compré en el año 55 en la librería de don Juan Mejía Baca, cuando los números telefónicos de Lima aún tenían cinco cifras.
Lo uso para referirme a la relación entre los que hacemos el teatro en Lima y los espectadores. No sé si el tema interese a todos los lectores –aunque todos ellos son potencialmente espectadores- pero sí, y mucho, a los que tratamos tercamente de hacer teatro en el Perú.
Voy a partir de ejemplos concretos, tomados de la temporada que actualmente realizamos en el teatro de la AAA, hoy Sala Ricardo Roca Rey.
“¿No podrían empezar hoy un poco más tarde?” - pregunta una persona por teléfono. ¡¿Qué?! “Es que vivo en Miraflores y no voy a poder llegar a tiempo”.
“¡Así es el teatro burgués!” – protesta airado un cantante de la nueva trova local, cuando se le hace ver que tiene que hacer cola y que hay localidades que otros espectadores han reservado con tiempo.
“¡No tienen en consideración el tráfico!” – nos increpa una señora que llegó tarde, y que seguramente llegaría puntual a los toros, a un té de tías o a cobrar un cheque.
“¿Por qué empiezan a la hora?” – se queja otra persona – “Si todos empiezan hasta media hora tarde” (y en esto último no deja de tener razón).
En fin, hay hasta casos como el de aquella señora de acento extranjero que frotándose las manos pregunta melosamente: “Si ya empezó la función ¿entonces puedo pagar como estudiante?”.
Hay, pues, un cierto engreimiento de parte de algunos espectadores, que no se contentan con nada o que creen que porque pagan una entrada se lo merecen todo.
Pero sobre todas las cosas, hay desconocimiento de la función que el espectador cumple en una obra teatral.
El público es parte fundamental del espectáculo: sin él no hay teatro. Cuando los actores reclamamos su presencia no lo hacemos “por sacarles el dinero”. Es, simple y llanamente, porque sin espectadores no se produce el hecho teatral: no hay teatro.
El teatro no se hace para el público sino con el público. Y éste, con su reacción o su falta de respuesta, condiciona cada noche el espectáculo. Por eso no hay dos funciones exactamente iguales.
Es como un partido de tenis. A un lado de la red estamos los actores encarnando a los personajes creados por el autor. Al otro, los espectadores, el público, eso que llaman “el respetable”; que a veces lo es, y en grado sumo; y otras, parece no merecer tal calificativo.
Mediante la publicidad, los que hacemos el teatro desde el escenario, reclamamos la presencia de los espectadores para que participen en el hecho teatral de cada noche. En buena cuenta, los invitamos a celebrar la fiesta, la ceremonia, el rito.
Si les cobramos una entrada es porque a nosotros nos cuesta presentar el espectáculo; le dedicamos nuestro tiempo y nuestro trabajo durante meses de preparación. Y de algo tenemos que vivir. Aunque pocos, muy pocos, viven exclusivamente del teatro.
Pero el hecho de pagar una entrada (casi siempre módico) no convierte a nadie en espectador de teatro. No puede uno ir “en cero” a apoltronarse en su butaca como diciendo: “Aquí estoy: ¡diviértanme!”.
No. La época de los bufones en la corte de los reyes ya pasó a la historia. Tampoco los músicos son, como en tiempos de Mozart, una especie de sirvientes de palacio. Ahora, unos y otros, somos profesionales del arte, que trabajamos arduamente y, por lo tanto, exigimos un espacio y una consideración dentro de la sociedad, a la que servimos con nuestro arte.
El espectador debe estar consciente de la función que cumple dentro del espectáculo. No es meramente un mirón (aunque la palabra teatro, que viene del griego, signifique más o menos “mirador”), sino un participante. Su papel, como el de los actores, es fundamental.
En la institución en que trabajo estamos empeñados en devolverle al teatro mucho del respeto que ha perdido en los últimos tiempos, debido a la intervención de los que propugnan el “supermercado teatral”.
Por respeto al arte teatral y al público, empezamos la funciones a la hora exacta (podemos pasarnos dos o tres minutos si hay cola en la boletería) y no permitimos la entrada una vez empezado el espectáculo.
Como ustedes habrán visto, por los ejemplos dados al principio, hay personas que todavía no entienden lo que estamos tratando de hacer y protestan. Otras muchas, en cambio, agradecen nuestra formalidad, que es una especie de islote precario en medio del mar de informalidad en que vivimos, nadando siempre contra la corriente.
Ayúdenos usted a tener un buen teatro, empezando por ser un buen espectador. Gracias.
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Noches de paz
“Navidad de antes” (fecha de publicación: 26 de diciembre de 1986)
Cuando yo era chico no se llamaba Navidad: la llamábamos Pascua, la Pascua. Probablemente porque de todas las pascuas (reyes, pentecostés, resurrección…) es la pascua por excelencia. Si Jesús no hubiera nacido no existiría ninguna de las otras.
El 13 de diciembre, día de Santa Lucía, se sembraban los trigos para que estuvieran crecidos para la Noche Buena. Era parte del rito.
Después, la familia se abocaba a armar el nacimiento. En la casona vieja de Miraflores había una escalera con dos descansos. Debajo de ella había un espacio grande, como una cueva.
Allí metíamos mesas, cojines y cajones que revestíamos con grandes pliegos de papel kraft previamente pintados simulando cerros. Por lo general, una silla echada servía de base para la cueva donde iba el pesebre.
Esta preparación del nacimiento era una actividad en que participábamos todos los hermanos, bajo la dirección ejecutiva (¡bien ejecutiva!) de mi mamá. Unos desempaquetaban las figuritas envueltas en papel periódico, guardadas entre paja y algodones desde el año anterior; otros traían arena y espejos para hacer lagunas y ríos con puentes y pescadores.
Había que arrugar adecuadamente los cerros para poder parar las figuras. Por ejemplo, a los Reyes Magos, que debían ir bajando de los cerros y acercándose al pesebre poco a poco hasta el 6 de enero.
Se colgaba una estrella de rayos plateados y, por supuesto, no se ponía al Niño antes de las doce de la noche del 24.
Otras costumbre paralelas, probablemente traídas por nuestros antepasados, eran poner una corona de Pascua en la parte exterior de la puerta de calle. La nuestra, en realidad, daba al jardín y no íbamos a colgar la corona en la reja de madera que todos los veranos nos hacían pintar de verde o marrón, según el humor o la pintura de que se dispusiera.
Se armaba un arbolito morroñoso y se colgaban por ahí algunas piñas con lazos rojos y hojas de muérdago. Aunque los verdaderos árboles de Pascua, a cuya sombra crecía un montón de excitantes paquetes, se hacían en casa de mis tíos Iván y Carlos, a quienes visitábamos con un enorme cariño intersado el día 25.
Creíamos en Santa Claus (santaclós), a quien nunca llamamos Papá Noel. Le escribíamos una carta salamera llena de pedidos que nuestros padres trataban en lo posible de moderar. Y por la noche del 24 colgábamos una media, la más larga posible, a los pies de la cama.
En Noche Buena, íbamos a la Misa de Gallo en la parroquia de Miraflores y después “cenábamos” (todas las otras noches del año, comíamos no más) Había panetón, chocolate caliente, frutas secas, nueces, avellanas, almendras y una gran emoción.
Después venía la espera. Que se pasara rápido esa noche interminable para despertarse al alba a ver qué nos había traído Santa Claus. A veces nos dormíamos con un ojo abierto entre las sábanas para “ver a Santa Claus”. Y muchos jurábamos que efectivamente lo habíamos visto.
Nuestros pobres padres trasnochaban haciendo paquetes y esperando que se durmieran los seis galifardos, para entrar de puntitas a poner los paquetes a los pies de la cama.
El 25, con los zapatos nuevos, que no habíamos pedido, íbamos a misa y después a visitar a las abuelas y a los tíos. Esa noche nos acostábamos indigestados de tanto chocolate, panetón y esas frutas secas que uno no puede parar de picar cuando las tiene delante. Un reguero de papeles, cintas rojas y tarjetitas (De:… Para:…) quedaba por todo el cuarto.
Era una Navidad “con Jesús”. El nacimiento, la Misa de Gallo, los villancicos, todo nos lo recordaba. Pero era también una fiesta familiar, íntima, sin estridencia, emocionante, que esperábamos todo el año.
Los tiempos cambian. Mucho de esto se ha perdido. Casi todo. Haría falta, por ejemplo, que Jesús sacara otra vez a latigazos a los mercaderes del templo, que hoy se han apoderado de su fiesta y que desde meses antes nos bombardean con sus reclamos a través de la televisión.
Pero eso lo sentimos nosotros, que estamos ya vejancones y que hemos vivido esa otra Pascua. Los chicos de hoy no, claro. Y no es su culpa ni digo que esté mal. Simplemente que a veces, íntimamente, los compadezco.
Mi amigo sociólogo probablemente piense que ésta es una nota pasadista. Mis amigos politiqueros, que es burguesa alienante. Pero a mi hermano Raúl, que no llegó a celebrar esta Pascua, le hubiera gustado leer estos recuerdos infantiles que compartimos.
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