La noche del domingo 11 de agosto del 2019, Lima era una fiesta. Ese día se celebraba la ceremonia de clausura de los Juegos Panamericanos y el Estadio Nacional desbordaba en luces, música y color. En medio de la algarabía, Gisella Giurfa aportaba su magistral percusión, pero detrás de la sonrisa que enfocaban las cámaras, algo se rompía.
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“Acababa de fallecer mi abuelita y fue un momento muy fuerte porque yo debía tocar a estadio lleno y lo único que quería era llorar –cuenta la artista peruana sobre uno de los episodios más tristes de su vida–. Me tuvieron que maquillar cuatro veces porque no podía evitar que se me derramaran las lágrimas”.
Pero todo da vueltas, dice el bastante trillado pero certero dicho. Unos meses después de aquel hecho, cuando la pandemia del COVID-19 y el confinamiento ya habían caído sobre el mundo, Giurfa tuvo la que quizá sea su memoria más feliz. “Yo estaba un poco deprimida por ese entonces, porque muchos de mis planes se truncaron. A veces ni siquiera me paraba de mi cama. Pero un día me llama Matt Geraghty [productor del proyecto ‘Warrior Women of Afro-Peruvian Music’] y me cuenta que estábamos nominados al Latin Grammy. Fue increíble. Sentí felicidad por mí, pero sobre todo por mis demás compañeras”, recuerda.
Y es que así han oscilado la vida y la trayectoria de Giurfa. Con altos y bajos. En algún momento se fue a trabajar a Japón, luego tuvo que regresar a Lima, y desde hace unos meses está asentada en Miami, donde atraviesa por su mejor momento. Actualmente es la baterista oficial de artistas como Gian Marco y el argentino Diego Torres, y ha colaborado en proyectos con Al Di Meola, Fonseca, Concha Buika o Ara Malikian. Su versatilidad provoca que músicos tan variopintos quieran contar con ella.
Primeros pasos
Pero antes de entregarse a la música, Gisella Giurfa (Lima, 1988) pudo ser gimnasta. En su colegio de Breña –barrio de su infancia–, le dijeron que debido a su flexibilidad debería ir a entrenar a la federación. “Estuve cerca de hacerlo, pero los entrenamientos y los viajes había que pagárselos uno mismo y nosotros no teníamos dinero, así que no se pudo”, cuenta.
Al poco tiempo, se dio cuenta de que lo que realmente la motivaba era la música. “Tenía 5 o 6 años y solo sabía que haciendo música me sentía feliz”, asegura. No había instrumentos musicales en su casa (por eso hacía ruido con ollas y cucharones), hasta que le trajeron un cajón peruano.
“Con el cajón empecé a tocar o imitar todo lo que sonaba en mi casa. Ya sea la Nueva Ola que ponía mi mamá, o el reggae y el metal que escuchaba mi hermano –recuerda–. Hasta ahora, lo que más me gusta del cajón es que al sentarte y tocarlo, vibras con él. Lo que tocas lo sientes en tu propio cuerpo. Es como una extensión de ti, y eso no pasa con la batería, por ejemplo. Es una conexión muy personal. Porque el primer instrumento que uno siente antes de nacer es la percusión: el latido del corazón de la madre”.
Ya mayor y con más conciencia de lo que quería, Gisella optó por estudiar en el Conservatorio. Eligió la percusión porque tenía su amplia diversidad de instrumentos –batería, xilófono, vibráfono, marimba, etc.–, y así fue perfeccionando su habilidad. Hoy es una de las percusionistas más destacadas y cotizadas de nuestro país.
Contra todo
Por supuesto que, cuando comenzó, era una época muy distinta a la actual. “Solo éramos dos mujeres estudiando percusión por entonces”, cuenta. Y es que sentarse con las piernas abiertas y aporrear un instrumento con las manos o las baquetas suele asociarse erróneamente a lo masculino. Algo con lo que Gisella ha debido aprender a lidiar.
“Siempre ha estado el tema de si [las mujeres] lo hacemos lo suficientemente bien o no. Como si tuviésemos que demostrar que somos fuertes o rudas al tocar –reflexiona Giurfa–. En mi caso, no es que haya sufrido un rechazo directamente, pero sí he sentido, y sigo sintiendo, que me observan o me juzgar. ‘A ver cómo va a tocar esta chiquita’ o el clásico comentario ‘Tocas bien para ser mujer’. Incluso cuando me decían eso de niña, me sentía feliz. Ahora me doy cuenta de que es absurdo. ¿O sea que una mujer no puede estar en igual con un hombre al tocar? ¡Ni cagando! No es una cuestión de género”.
En ese sentido, Gisella enfatiza el trabajo de aquellas mujeres percusionistas de generaciones anteriores a la suya: destaca la labor de difusión del cajón de María del Carmen Dongo, a quien iba a ver a sus conciertos y la grababa con un casete para aprender de su estilo; o el empuje de la ya fallecida Kata Robles, quien le contaba cómo en su momento ni siquiera la dejaban tocar. “Si no era para cantar o bailar, muchas mujeres no podían estar allí. Tenían que hacerlo a escondidas. Pero estas mujeres fueron rebelándose y gracias a ella es que muchas sí podemos hacerlo hoy”, afirma Giurfa.
“Hoy hay muchas más percusionistas contemporáneas a quienes admiro mucho –agrega–. Sin ver el ejemplo de una mujer en el escenario con un instrumento tan potente, creo que habría sido más difícil. Pero por suerte puedo verme reflejada en ellas”.