Vera cuenta dos historias: la de su infancia, en la Croacia sacudida por la Segunda Guerra Mundial, y la de su anónima madurez, tras 50 años residiendo en Lima. Dos vidas que parecen dolorosamente distantes, una aparentemente olvidada, pero que, cuando golpee de nuevo la tragedia, necesitará recuperar.
Con un lirismo y una sugerencia difícil de encontrar en óperas primas, “Casi todo desaparece”, novela de la periodista Verónica Ramírez, nació del misterio alrededor de su abuela paterna, a la que no conoció, y de quien solo guarda un carnet de extranjería. Por sus padres sabía que había sido pianista y bailarina, pero nunca supo los motivos que la impulsaron a salir de Barcelona, antes de la Guerra Civil, para emprender sola un viaje al Perú, donde nada le unía. Su abuela murió poco después de tener a su padre, legándoles una herencia de preguntas imposibles de resolver.
Sin embargo, para la autora, la ficción le permite inventar un pasado para una mujer obligada a marcharse. Vera, el nombre de su personaje, podría ser su abuela, pero también ella misma, su madre, hermanas, amigas o aquella señora croata que le contó un viaje parecido. Ramirez suma elementos de ficción con oficio periodístico para armar la biografía de una mujer común que sobrevive a lo extraordinario. “Me gusta el sentido de heroicidad en el anonimato”, explica. “Estas historias me permiten contar el viaje emocional de una mujer que busca recuperar su infancia. En base a recuerdos inventados quería viajar al centro de la herida”, señala.
—Hay una pregunta tópica que tiene que ver con las diferencias entre ser periodista y ser escritora. Más allá del lugar común, me gustaría saber cómo de publicar amenas guías de viaje de ciudades como Madrid y Barcelona, nos cuentas ahora la historia de una mujer absolutamente desubicada en su geografía personal.
Como periodistas, siempre estamos obligados a ceñirnos a los hechos. No podemos inventarnos una mirada, un gesto, una situación para el personaje que tienes delante. Pero, a veces, nos gustaría. Y la ficción tiene esa posibilidad fantástica: puedes dar rienda suelta a tu idea de cómo quisieras que sea ese personaje. Y cómo tendría que ser para que sea coherente con sus actos, con las decisiones que toma. El personaje de Vera está construido en base a muchas mujeres. Por supuesto soy yo, mi abuela, mi madre, mis hermanas, mis amigas, la señora croata que conocí. Está enriquecida con la fuerza de todas las mujeres que he tenido la oportunidad de tratar de cerca.
—La migración es el tema central de la novela. ¿Desde tu perspectiva de migrante, crees que toda migración resulta una historia épica?
Yo no me pondría en ese lugar. He vivido fuera muchos años, pero desde una condición privilegiada, como estudiante, con un trabajo y un contexto muy armónico. Sin embargo, me interesa explorar la migración desde el punto de vista de quien tiene que salir con lo puesto, asediado por un conflicto político, por una guerra, una dictadura o una catástrofe. El sentido de pertinencia de la historia está en eso: en todas las personas que diariamente se ven obligadas a dejar su casa, lo que evidentemente genera un trauma. Y ese trauma generalmente se mantiene en silencio. Uno lo que trata de hacer al llegar al lugar de acogida es pasar desapercibido, que nadie se dé cuenta que estás “manchado” por el dolor, por la pérdida. Ese viaje emocional y físico me interesaba mucho, no porque yo lo hubiese experimentado, sino porque las personas capaces de buscar un destino en un lugar totalmente ajeno me generan una gran empatía y emoción.
—Hay en la novela una profunda ambigüedad. Estamos hablando de la segunda guerra mundial, y de los países que formarían Yugoslavia bajo la influencia soviética, pero los referentes históricos se plantan de una forma muy sutil. ¿Es una elección de estilo para sugerirnos que todas las guerras son iguales?
Hay diferencias entre las guerras, claro. No es lo mismo una guerra de trincheras o aquella en la que usas la última tecnología. Pero sí puede haber una constante en el daño humano, en el trauma. Las guerras se parecen en lo que se pierde, en lo que se destruye, en el dolor que se intenta silenciar. Yo me alimenté mucho del contexto de la Segunda Guerra Mundial pero no para contarla, sino para tratar de comprender cómo una vida, aparentemente minúscula, pudo haberse sentido en este territorio fragmentado, asediado, bombardeado.
—¿Crees que volver a los lugares de donde emigramos, como hace Vera, nos permite curar heridas?
Para motivos narrativos, Vera tenía la necesidad de volver. Pero no creo que volver implique necesariamente un desplazamiento físico. Se puede volver con la mirada, con el sentimiento, con la palabra. Estamos hechos de recuerdos, aunque sean falsos. Volver de una manera emocional, a través de la palabra, es una manera de reconstruirte. Quizás no encuentras una cura, pero sí un alivio, o una esperanza. La palabra como mecanismo para recordar, es una tabla de salvación para mucha gente.
—Durante años fuiste asistente personal de Mario Vargas Llosa. ¿Necesitaste distancia de esa influencia personal para escribir tu novela?
Qué difícil. Por supuesto que siento una enorme admiración y agradecimiento hacia Vargas Llosa y hacia otros escritores que he leído, y que he procurado estudiar. Son maestros que ofrecen libros fabulosos que nos hacen sentirnos orgullosos, pero que también inhiben. No pretendo escribir como ninguno de ellos. Quiero escribir la novela o las novelas que sea capaz. Bajo ningún motivo me puedo poner al lado de mis grandes maestros literarios, mucho menos de Vargas Llosa. Sencillamente quiero tener su compañía interna, siempre positiva e inspiradora.
—Tus agradecimientos en el libro, me sugieren que aún no se la has dado a leer.
En los agradecimientos están las personas que me han llevado exactamente con el manuscrito de esta novela. Y no, no la ha leído.
—Eso habla muy bien de ti. Tanta gente quisiera tener su padrinazgo…
No sé. Eso ya no me corresponde decir.