Como saben sus lectores, uno de los grandes placeres de Julio Ramón Ribeyro era fumar cigarrillos. Este hábito se remontaba a su adolescencia y, por lo que recuerdo, en sus inicios tuvo mucho que ver en ello la imagen que proyectaban ciertos héroes cinematográficos. Le encantaba el cine negro y, junto con Juan Antonio, su querido hermano y compinche de aventuras, admiraba a Humphrey Bogart. De ahí que ambos imitaran sus gestos de hombre duro y curtido por la noche, en particular su estilo de fumar. Así llegaron a desarrollar habilidades como la de hablar sin retirar el cigarrillo encendido de los labios, algo que no es tan fácil como parece y suele ocasionar ahogos a los incautos.
A Ribeyro no le convenía fumar. Hacia los cuarenta años había padecido un cáncer al estómago muy grave que requirió delicadas intervenciones quirúrgicas. Tenía escasas posibilidades de salir adelante. Su estado empeoró en la fase posoperatoria y acabó confinado en una sala que albergaba a los pacientes prácticamente irrecuperables. El escritor estaba consciente y advirtió que solo aquellos enfermos que mostraban algún indicio de recuperación eran trasladados a otra sala en la que se multiplicaban los esfuerzos por lograr su curación. ¿Qué podía hacer para que lo reubicaran allí? Por desgracia, había bajado mucho de peso y no aparentaba ninguna mejoría. Pero Julio Ramón se resistía a darse por vencido y se las ingenió para urdir una estratagema providencial. Comenzó a birlar los cubiertos de metal que le ponían con las comidas. A la mañana siguiente, los ocultaba en los bolsillos de su bata antes de que el equipo médico lo hiciera subir a la balanza para el control de rigor. En consecuencia, su peso fue aumentando y no tardó en ser llevado al otro pabellón, donde, pese a los malos pronósticos, conseguiría salvarse.
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Después de su asombroso restablecimiento, dada la fragilidad de su salud, el tabaco estaba contraindicado. Empero, al cabo de un tiempo, no pudo con su genio y reincidió. El cigarrillo era una excelente compañía para un hombre tímido y solitario como él. Asimismo, su adicción había generado otro hábito: no podía escribir sin fumar (costumbre que seguramente arrastraba desde su paso por la France Presse; por entonces, los reporteros y sus sempiternos cigarrillos eran elementos indesligables de una sala de redacción). Su inspiración fluía al compás de las volutas azules de humo que escapaban de su boca y se difuminaban en el aire. Su relato “Solo para fumadores” es una buena prueba de ello.
En su última época, cuando se arraigó en el Perú luego de varias décadas de ausencia, su vida dio un vuelco. Se percató de que era más apreciado de lo que pensaba, un autor popular con el que se identificaban muchos lectores que pertenecían a esos estratos sociales menos favorecidos sobre los que había escrito en sus cuentos. Julio Ramón se sintió revitalizado y adoptó un comportamiento hedonista, que contrastaba con el retraimiento que había signado su existencia en París después de haber superado la enfermedad. Además, era un amante del vino y otras bebidas “reconstituyentes” que, naturalmente, reclamaban el complemento del tabaco. No obstante, ahora optaría por una nueva modalidad: prendía un cigarrillo, le daba un par de caladas y lo apagaba, como si de pronto se arrepintiera o quisiera amenguar los daños. De cualquier modo, no pasaba mucho rato antes de que repitiera la operación y el cenicero se llenaba de puchos a medio consumir.
En cuanto a Antonio Cisneros, este era un acérrimo defensor del tabaco. Recuerdo, sobre todo, su actitud desafiante cuando empezaron a proliferar las campañas contra el hábito en todo el mundo y se impusieron restricciones que convirtieron a los fumadores en poco menos que unos apestados, según el poeta.
Toño era un fumador consuetudinario que no estaba dispuesto a ceder. Tenía una forma peculiar de fumar, ya que cada vez que daba una pitada a su cigarrillo aspiraba tan hondo que soltaba densas bocanadas de humo. Por lo demás, su hábito se incrementaba cuando incurría en situaciones espirituosas, pues el acto de beber era para él indisociable del acto de fumar. Solo lo abandonaría en los últimos meses de su vida, cuando se le diagnosticó un enfisema pulmonar que pronto derivó en un cáncer terminal.
Resultaba divertido ver cómo protegía su dotación de tabaco, especialmente contra los fumadores ocasionales. En esas circunstancias, el poeta se encrespaba cada vez que alguien le pedía un cigarrillo. No lo hacía por tacaño, sino por razones prácticas: sabía que a la larga su provisión se acabaría y, como los fumadores tendían a escasear, ya no habría en la reunión alguien capaz de auxiliarlo. De ahí que fuera tan diestro como un prestidigitador para sacar un solo cigarrillo de un paquete apenas entreabierto en uno de sus extremos y que guardaba en el bolsillo de su camisa, debajo del saco o la casaca, maniobra con la que evitaba exhibirlo y correr el riesgo de que algún pedigüeño se atreviera a gorrearle un pitillo. En ese aspecto, su astucia y marrullería eran dignas de un avezado colegial.
Dice la leyenda que un fumador empedernido como Italo Svevo, el amigo de Joyce y autor de La conciencia de Zeno, la mejor novela que se ha escrito sobre la adicción a la nicotina, estando en su lecho de muerte, se hallaba desesperado por la abstinencia de tabaco y rogaba a sus visitantes que obviaran la interdicción de los médicos y le facilitaran un cigarrillo que calmara su ansiedad. Como no ignoraba que se avecinaba el fin, esgrimía un argumento irrebatible: esta vez sería, de veras, su último cigarrillo.
Ni Ribeyro ni Cisneros disfrutaron de esa gracia postrera. Sin embargo, cuando murió Julio Ramón, su hermano Juan Antonio y yo deslizamos unas cajetillas de Marlboro y un encendedor en su ataúd (aparte de un gran Burdeos que le había enviado desde París un amigo que conocía su debilidad por los vinos de esa región). En el caso de Toño, habría sido de mal gusto hacerlo, si consideramos que su tabaquismo había originado su enfermedad. Por ello, me limité a colarle subrepticiamente una botellita de Cristal, su cerveza favorita.
Quién iba a pensar que mis dos queridos maestros y cómplices de tantas correrías acabarían un día transformados en estatuas. Las efigies en bronce de ambos se encuentran en Miraflores, que fue un importante escenario de sus vidas y obras. La escultura del poeta es de cuerpo entero y ha sido erigida sobre el lugar donde reposan sus cenizas, frente al mar. Tiene una hendidura en el bolsillo superior del saco, donde los paseantes que recorren el malecón suelen colocar flores. Por mi parte, confieso que a veces le he puesto como ofrenda uno que otro cigarrillo.
Me gustaría hacer lo mismo con Julio Ramón, quien está cerca de allí, presidiendo una pequeña plaza hacia el final de la avenida Pardo. Desafortunadamente, las características de su busto no lo permiten. Ojalá al escultor se le hubiera ocurrido dejarle una ligera abertura entre los labios, el espacio suficiente para poder insertar un cigarrillo. Humeante, por supuesto. A fin de cuentas, Bogie le había enseñado a fumar sin quitárselo de la boca.
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