Poesía
Hacía mucho tiempo que la poesía peruana no gozaba de un año tan venturoso como 2021. Han aparecido en este periodo diversos títulos de valía que, en algunos casos, significan hitos perdurables en la carrera de sus autores. Es lo que ocurre con “ana c. buena”, de Valeria Román Marroquín, la poeta más interesante y versátil de su generación, o de “Cabe la forma”, libro mayor de Mario Montalbetti, feliz retorno luego de las dudas que produjo “Notas para un seminario sobre Foucault”. Otros poetas trajinados entregaron conjuntos que refrendan su vigencia: “Las arqueólogas” de Mirko Lauer, “Something Going”, rescate luminoso de Roger Santiváñez y “Arúspice Rascacielos”, sólida antología personal de Mariela Dreyfus. A estos volúmenes hay que añadir “El guerrero del arcoíris”, obra maestra de Guillermo Chirinos Cúneo –nuestro máximo poeta de culto– que se creía perdida y reapareció gracias a una bella edición trabajada por Cecilia Podestá.
No puedo obviar la prestancia y madurez demostradas en “Las edades” de Teresa Cabrera, la consolidación de Denise Vega Farfán en “Fiesta” y el logro conceptual de “La única cosa que es probable que rompas es todo” de Cristhian Briceño. Ni tampoco la depuración simbólica de “Fijación de Miraflores”, asentado libro de Carlos Carnero Figuerola. “A menor” de Jerónimo Pimentel y “Comentarios Irreales” de Miguel Ildefonso resultaron satisfactorios regresos de dos autores capaces de reinventarse en imprevistos territorios. Otros poemarios de interés: “Kauneus” de Roxana Crisólogo, “Un sonido amarillo” de Rosa Granda, “En la ascensión” de Alonso Ruiz-Rosas, “Canto a la hoja que cae” de Úrsula Alvarado, “Parábola de las ideas impuras”, acertada expresión de Enrique Sánchez Hernani, “Constitución Política del Perú” de Santiago Vera, “Calaveras retóricas” de Diego Lazarte, “El Califato de Lima” de Diego Otero –su mejor ofrenda hasta la fecha–, “Destrucción del tiempo” por Wilver Moreno, “Palabras que reservo para las tinieblas” de Zoila Capristán, “Des-armar” de Renato Rondinelli y “Cartografía de lo invisible” de Roberto Baca Oviedo, este último ambiciosa y ágil construcción sobre los desengaños nacionales y los castos antídotos de nuestra esperanza colectiva.
Novela y cuento
Dos novelas acerca de la violencia política destacaron entre las publicadas estos doce meses: “El año del viento” de Karina Pacheco y “El miedo del lobo” de Carlos Enrique Freyre. La primera es una maciza ficción que avanza desbaratando los obstáculos de la memoria, convocando mitos y remembranzas familiares, guiada por un sentido de justicia que hace hablar al silencio y fulgurar a la oscuridad. La segunda significa un vibrante canto a la libertad, un combate literario contra los dogmas deshumanizadores que concluye en dignificante apólogo moral. Por su parte, Jeremías Gamboa concretó su esperado regreso con “Animales luminosos”, donde exhibe un lenguaje más afiatado y de sugerente densidad en comparación a su polémica “Contarlo todo”. Narrada desde una luz conciliatoria, la historia rehúye el conflicto, desembocando en una apuesta por los fastos de la amistad y la superación de las heridas afectivas. Gabriela Wiener, en “Huaco retrato”, confedera perspicacia y una rara sensibilidad para ahondar en un pasado lleno de secretos y tristeza. Asimismo, debo señalar la lucidez de “Un escritor rural”, sofisticado artefacto de Luis Hernán Castañeda, “Barranco, mon amour” de Pedro Casusol, “Cortarse las manos” de Juan Carlos Cortázar y “Otras caricias” de Alonso Cueto. La decepción en este rubro fue “Y líbranos del mal”, de Santiago Roncagliolo, que aborda el duro tema de las víctimas del Sodalicio para convertirlo en un inocuo thriller que se agota en sí mismo.
Dos jóvenes autores, J.J. Maldonado y Leonardo Ledesma Watson hicieron acto de presencia con “El amor es un perro que ruge desde los abismos” y “Barrio laberinto”. Ambos libros despliegan aciertos parciales y zonas mermadas por las vacilaciones argumentales y el abuso de fórmulas algo resabidas. Pero, al mismo tiempo, sobra personalidad y vocación. Estos son los peldaños –necesarios, aleccionadores– hacia metas más altas y decisivas.
Hay que anotar la ruda belleza de “Geografía de la oscuridad”, cuentos de Katya Adaui, que continúan la senda prometedora de su “Aquí hay icebergs”. Margarita Saona –una escritora que debería ser más leída– agrupó sus textos breves en “La ciudad en que no estás”, volumen cuyas atalayas son la observación y la intuición con que sus personajes definen y reconfiguran el mundo donde, con desafiante serenidad, se debaten. No me olvido de la oportuna reedición de “Lecciones de origami”, perturbadores relatos que Augusto Effio ha labrado con la paciencia del orífice. Sobresalieron asimismo “Su seguro servidor”, de Christian Briceño, “Ficciones continuas” de Jorge Valenzuela, “Mañana nunca llega” de Tadeo Palacios e “Inmunidad de rebaño” de Orlando Mazeyra Guillén.
Un par de antologías de obligatoria consulta: “Esta realidad no existe”, de Alexis Iparraguirre y Francisco Joaquín Marro, enfocada en una novedosa camada de escritores nativos de ciencia ficción, y “Cuentos peruanos de la pandemia”, selección que refleja el rigor y conocimiento del infatigable Ricardo González Vigil.
Hubo, además, actividad sostenida en el campo de la literatura infantil: Ricardo Ayllón publicó “Un cometa azul”, mientras que Leyla Quiñones y Luis Morocho nos regalaron “Un sueño que realizar”. Jorge Eslava –el mayor referente en este rubro– entregó “Rodillas sucias”. Otro maestro, Óscar Colchado Lucio, nos obsequió “Cholito y los niños cutreros del puerto”. Hay que agregar a “Mingo viene volando” de Tania Agüero Dejo, “Marprins y el niño de la esperanza” de Patricia Colchado, “Atahualpa” de Patricia Patiño, “Cabecita de jardín” de Mayte Mujica y “Jazz, la gota de lluvia” de Jaime La Torre.
No ficción
Jaime Rodríguez Zavaleta lanzó “Solo quedamos nosotros”, reunión de textos confesionales que pone sobre la mesa, sin ambages ni eufemismos, un tema que parece tan difícil de tratar entre los escritores de su generación: la inseguridad masculina, la debilidad emocional que los hombres nos empeñamos en esconder. Lo hace sin las insoportables veleidades del macho que se anuncia deconstruido, sino desde los penosos avatares de quien asume una larga e inacabada reconstrucción personal. Martín López de Romaña realiza su contribución a lo que he llamado la literatura del Sodalicio con “La jaula invisible”, un testimonio sobrecogedor y formidablemente escrito. Otro libro cardinal es “Algo nuestro sobre la tierra” de Joseph Zárate, el cronista peruano más descollante en actividad, que revela el horror de la pandemia en las capas más deprimidas de un país donde la muerte y el desvalimiento campean por igual.
“Entrevistas a Blanca Varela” es un importante aporte de Jorge Valverde, complementado por su “Cine: opinión y chisme. Textos de Blanca Varela”. El crítico cinematográfico Isaac León Frías nos embarca, a través de los ensayos recopilados en “Desde la ventana indiscreta”, por un viaje multilateral hacia los dominios del nuevo cine de distintas latitudes. El monumental “El último dictador” de José Alejandro Godoy es, sin duda, el más vasto y detallado esfuerzo divulgativo sobre la torva década del fujimorato. Un verdadero acontecimiento fue la publicación de “Confesiones de un inquisidor”, las memorias de César Hildebrandt, configuradas como una serie de entrevistas a cargo de Rebeca Diz Rey. Otros títulos relevantes: “Días contados” de Rafaella León y Luis Jochamowitz, “Donde Dennis Hopper perdió el poncho” de Fietta Jarque, “La ciudad que no existe”, de Bruno Pólack, “Yo también soy ella” por Olivia Yerovi, “Oligarquía en guerra” de Antonio Zapata y Cristóbal Aljovín, “Dos feministas del siglo pasado: Maruja Barrig y Gina Vargas”, editado por Violeta Barrientos, “Kloaka & los subterráneos” de Roger Santiváñez, “Terror en Lo Cañas” por Carmen Mc Evoy y Gabriel Cid, “La ciudad sin límites” de Alejandro Susti y “Milicias indígenas” de Rosa María Acosta.
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