Una familia feliz. Un jardín florecido. Un pueblo pujante que sueña con el desarrollo nacional. La madre cuida de sus plantas como si protegiera todo su hogar de las amanazas existentes allá afuera. Luego, en el desierto conquistado por Chile en la Guerra del Pacífico, el mercado del salitre entra en decadencia. Y con ello, todo orden desaparece. El jardín se seca, los vínculos familiares se diluyen. Solo queda el desierto y su vacío. Y una niña que debe afrontar la precariedad de la que la protegieron tanto.
“El jardín en el desierto”, estupenda novela de la escritora Grecia Cáceres, nos habla de la orfandad en tiempos de modernidad precaria, de la crisis del modelo patriarcal de familia y de los inicios de la emancipación femenina. Como gran parte de sus proyectos literarios, el más reciente libro de la novelista peruana radicada en París está centrado en la memoria familiar. Su intención no es el mero ejercicio de nostalgia o el repaso de fotos en sepia: para ella, la familia es el punto de partida (y de llegada) para profundizar en las relaciones humanas y de poder. Un lente para advertir lo micro y lo macro de la historia. “A partir de una familia podemos proyectar muchas cosas sobre una época histórica. Es un lugar de aprendizaje de las relaciones humanas. A mí siempre me ha interesado escribir sobre la familia en su contexto más frágil, en tiempos de crisis”, nos explica.
¿Como en tus anteriores libros, los protagonistas de esta novelan tiene que ver algo con tu propia historia familiar?
Sí, claro. Esta es “mi novela chilena”. La historia de la migración de mi familia materna fue muy fuerte, aunque yo no me daba cuenta. Cuando yo vivía en Perú, nunca me sentí migrante. Es en Europa donde todos se sienten inmigrantes, porque siempre tienes que justificar tu presencia y reivindicar quién eres, de dónde vienes, para ocupar un lugar. En mi familia había una rama chilena, es su lado más “mítico”, propio de las familias que migran y que resultan tan evocadoras para un escritor. La guerra con Chile me interesaba mucho porque mi abuela nació en Iquique cuando este territorio ya era chileno. Si hubiera nacido 30 años antes, habría sido peruana. Y eso me encanta: el tema de la frontera resulta muy novelesco. ¿Cómo se ocupa un territorio para darle un sentido que engarce con la historia del país invasor? Todo eso me interesaba muchísimo. ¡Tuve que hacer cinco novelas previas para sentir tener el oficio necesario para atacar este tema!
En hay todas tus novelas hay una marcada visión de el género, tus protagonistas son siempre mujeres fuertes y resilientes. Pero en esta novela, además, hay un tema muy actual: el debate sobre la colonización. Nos cuentas cómo el país que venció la guerra del Pacífico terminó también perdiendo frente a las empresas europeas. Poco se ha escrito sobre lo que pasó en tierras salitreras...
A mí me interesaba mucho el aspecto geopolítico de la novela. El pueblo de María Elena, el lugar donde suceden los hechos, lleva su nombre en honor a la esposa del empresario británico que extrae el salitre de esas tierras. Todo lo que podemos decir sobre el neocolonialismo está en ese nombre. Incluso el trazado del pueblo está inspirado en la bandera británica. Un pueblo hecho para albergar a los trabajadores. Hay ese lado de la extracción del salitre que dio origen a la guerra. La Guerra del Pacífico no tuvo mayor motivación que el interés económico de inversionistas ingleses y alemanes en Chile. Después se firmarán contratos con ellos para extraer este recurso, y más tarde, en los años 30, el país se dará cuenta de que ha sido engañado. Que les han expoliado sus recursos. Eso me interesó mucho. No fue solo un marco histórico para la novela. Está implicado en el ser moral y humano de estos personajes degradados moralmente por ese trabajo de extracción. Son personas que se han dado cuenta de que han trabajado a pérdida, que apenas el Salitre es reemplazado por otros químicos se cae todo el modelo económico. Y las mismas relaciones humanas están ligadas íntimamente a ese extractivismo, al colonialismo, a ese menosprecio al poblador local considerado solo mano de obra para la explotación de un recurso natural. Y a través de una historia familiar, uno puede entender, a la manera literaria, cómo debió sentirse aquello.
Una posibilidad para la reconciliación entre peruanos y chilenos tiene que ver con descubrir que ambos somos pueblos que perdimos con la guerra.
Exactamente. Somos países que se dejan explotar desde la colonia. Somos solo proveedores de materias primas que otros utilizan para su propio desarrollo.
Para tu novela, conscientemente has elegido un estilo que podríamos considerar “romanticismo tardío”. Cuéntame sobre esa elección del lenguaje a contracorriente...
Siempre escribo a contracorriente. Suelo escribir novelas que no ocurren en el presente. Una novela es un objeto de lenguaje, está hecha de palabras, y todo depende de tu elección. Y en eso, soy mi clásica. Tengo algo de romanticismo, en efecto. La novela como género tuvo su impulso y su gran desarrollo en el siglo XIX con este movimiento que apostaba por un individualismo, opuesto a la explosión industrial. Hoy, cuando nosotros estamos luchando contra la mecanización humana, la novela al mismo tiempo es un canto a la urbe pero también una añoranza al campo, al orden anterior. Yo me escribo en esa tradición, que también es muy peruana. Para mí, el lenguaje tiene que ser atemporal. Pienso en un español muy clásico y muy universal. Para mí, la literatura es una especie de refugio de un lenguaje cuidado, muy ligado a la poesía.
El meollo del sentimiento romántico es el de quien se sacrifica por amor o por un ideal. Hoy día, en tiempos de ideales en crisis, ¿Cómo imaginar esa forma de amar a la manera romántica?
No hay novela sin historia de amor. El encuentro entre dos personas es la experiencia mayor. Querer a alguien que nunca habías visto y que, de repente, se te aparece a mí me sigue sorprendiendo. Una relación de pareja es una serie de malentendidos y negociaciones. Nada más. Pensando en Flaubert, no hay educación sentimental sin sentimiento amoroso.
¿Cómo te llevas con los géneros más de moda como la “autoficción”?
Pues no me llevo. Es totalmente contraria a lo que yo creo la elaboración de la ficción y la distancia necesaria para escribir. No tengo nada contra el testimonio, pero no es literatura. Hay una obsesión con el tema de “la verdad”. Y en literatura, lo importanto no es lo que pasó “en verdad”, sino cómo tú elaboras la experiencia.
Es un fenómeno que ocurre en todas partes, los lectores empiezan a sentir una enorme sospecha contra las ficciones.
Es una cosa muy extraña. Desde Platón, que quería expulsar a los poetas de su ciudad ideal. O los españoles que no querían que las novelas circularan en sus colonias de América. Siempre la ficción ha sido peligrosa. Por que es liberadora, transgresora. Ese poder es el que hizo que los escritores sean importantes en la vida de su ciudad. Es la ficción la que libera. Hay otras disciplinas que se encargan de lo real y de los datos.
Los conflicto suceden porque hay fuerzas que parecen insalvables. ¿Crees que los conflictos amorosos en el siglo XIX y el presente resultan muy distintos?
No creo que la presión social del matrimonio sea lo que justifique los problemas internos en la pareja. Creo que el conflicto real tiene que ver con la vida de pareja, dos seres que no se comprenden. Entre el discurso masculino y el femenino hay muchos malentendidos irresolubles. Solo te queda seguir negociando. El hecho de que el matrimonio no se entienda tanto como una obligación no ha resuelto para nada los problemas de pareja.