Con libros como “Ejemplaridad pública” (2009) o “Dignidad” (2019), el filósofo español Javier Gomá (Bilbao, 1965) se ha especializado en reflexionar sobre la tensión entre el rol de la esfera pública y las dimensiones individuales, a través las connotaciones éticas de dicha relación. Con la pandemia del COVID-19 como inevitable escenario de pensamiento y discusión, muchos de los planteamientos de Gomá han adquirido nuevas significaciones, y es sobre ello que habló con El Comercio, antes de su presentación de este miércoles en el Hay Festival Digital Arequipa 2020.
Usted ha dicho que una lección de la pandemia es habernos dado cuenta de que no solo el ser humano es frágil, sino que la humanidad en su conjunto es muy frágil también. ¿Esa fragilidad es evitable?
La fragilidad no tiene necesariamente que ser algo malo, algo que uno tenga que evitar. Voy a poner un ejemplo: ayer leía “Edipo rey” de Sófocles y uno se pregunta cuál es la esencia de la tragedia griega. Aristóteles hablaba de la catarsis y otros tratan de extraer una lección moral. Pero al final no hay ninguna elección moral. Cuando lees “Edipo rey”, la única lección que puedes extraer no es del tipo moral, sino de tomar conciencia de la condición humana. El tomar conciencia de que Edipo se presenta al principio de la obra como el paradigma del hombre feliz, del que tiene éxito, y luego, sin ninguna culpa por su parte, de que ni la virtud ni la sabiduría ni la inteligencia, ni siquiera la piedad, te garantizan la felicidad. Y Edipo acaba en el peor de los mundos: reconociendo que ha matado a su padre y acostándose con su madre. De la epidemia yo diría algo parecido.
¿No podemos extraer una lección moral?
No podemos extraer fácilmente una lección. Pero sí nos invita a tomar una conciencia más profunda de la verdadera condición de lo humano. Zeus decía que los individuos somos como hojas de un árbol, que se las lleva el viento. Eso lo sabíamos. Pero nos habían hecho pensar también que la humanidad no era así. ¿Por qué? Porque la humanidad, como especie, había dominado al resto de las especies y a la naturaleza en su conjunto. Y llevaba una temporada en que parecía que iba a dominar incluso a su propia naturaleza, con las mutaciones genéticas y la intervención en su propia condición humana. Se nos prometía de una manera un poco espectacular la victoria sobre el envejecimiento, las enfermedades, quién sabe si incluso una victoria sobre la muerte. Se nos decía que nos íbamos a convertir en semidioses. Y sin embargo, el campanazo de nuestra fragilidad –no solo individual sino colectiva– nos permite apropiarnos de nuestra propia condición. Y cuando somos conscientes de nuestra condición frágil, paradójicamente nacen todos los bienes que hacen la vida digna de ser vivida. Porque es de nuestra condición vulnerable y contingente de la que nace el arte, la ternura, la solidaridad, la justicia, la ciencia, la filosofía, la igualdad. Es decir, casi todas las cosas que dignifican nuestra vida nacen, curiosamente, de la conciencia de nuestra condición frágil. Por eso no creo que es algo que debemos evitar, sino algo de que lo que debemos apropiarnos porque de ello brotan los valores dignos de ser vividos.
Hablando de dignidad, hace unos días conversaba con el escritor Manuel Vilas, y él decía que la mayor consecuencia de la pandemia en la gente era, a su parecer, la humillación. Él usaba ese término. La humillación de tener que llevar una vida que no es normal. ¿Diría que ese sentido de la humillación funciona como opuesto al de dignidad?
En realidad diría que están unidos. Porque la humillación justamente nace del sentimiento de atropello de tu propia dignidad. En mi libro “Dignidad”, defino este concepto como aquella cualidad, aquella excelencia que todo hombre o toda mujer tienen por el simple hecho de tenerla, y que convierte al resto de la humanidad en deudora, y a uno en acreedor. ¿Qué es lo que el resto de la humanidad a mí me debe? Me debe un respeto. Entonces, cuando veo que esa deuda no se cumple, cuando atropellan mi dignidad, lo considero como escandalosamente injusto y puedo sentir una humillación. Ahora bien, yo no veo a la pandemia tanto como una humillación, porque para empezar me preguntaría ¿una humillación por parte de qué? ¿Del virus? El virus no es un agente que pueda crear humillación. Puede crear miseria, puede crear dolor, pero la humillación tiene que ver con el atropello de la propia dignidad. Que algo sea sentido como injusto, como escandaloso. Y eso tiene que ver con la acción de otros hombres, más que con la naturaleza.
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¿Y puede haber humillación por parte de quienes han gestionado la crisis de la pandemia? Los gobiernos, para decirlo directamente.
Veamos, al principio el sentimiento que nos dominaba a todos, por lo menos en España, era el pánico. No se trataba de vivir bien, sino de sobrevivir ante una amenaza que uno no sabía cómo iba a terminar. Aquí, en marzo, llegaron a morir casi mil personas al día. España estaba en estado fantasmal, recluida. Todo el mundo conocía a alguien que estaba en el hospital y que moría de una manera desconcertante. Entonces el primer sentimiento fue de pánico. Y las reacciones sociales a medidas nunca vistas como el confinamiento, la pérdida de libertad o el riesgo de ruina económica no produjeron una revuelta social. Ahora, en esta segunda oleada en España, esto está cambiando. Da la sensación de que el pánico podría estar remitiendo un poco, y que tan pronto como se desvanezca la nube del pánico que no nos deja ver del todo, y aparezca con toda la dolorosa evidencia la ruina económica en la que nos hallamos, pues no será muy difícil pronosticar un estallido social. Es el pánico lo que nos inhibe y nos contiene. Recién cuando el pequeño comercio, la industria, los servicios o la cultura sufran el golpe extraordinario, aparecerán las preguntas de esto quién lo ha hecho o esto quién lo pudo evitar. Eso forma parte de la naturaleza, y no sé si es justo.
¿Y tiene alguien realmente la culpa?
Lo que pasa es que uno ve varias cosas. Por ejemplo, que los poderes han transmitido muchas veces órdenes contradictorias, como cuando un tiempo dijeron que la mascarilla no era necesaria. Y además hay un supuesto que a mí me parece que está empezando a ser difícil de soportar: que aquellas medidas que sean económicamente dolorosas tienen el presupuesto de que son sanitariamente eficaces. En principio tendría que ser así. Entonces, lo que la ciencia demuestra que es eficaz, hay que hacerlo. Pero a veces aparecen medidas que, a mi juicio, solamente producen perplejidad y desconcierto. Medidas que son económicamente muy dolorosas, pero además de eficacia sanitaria muy dudosa. Aquí hay gobernantes que quieren confinar a toda una comunidad autónoma, otros por regiones; unos ordenan cerrar restaurantes y bares, otros también los cines y los teatros... Entonces no se observa una unanimidad científica. Y eso está produciendo muchísima ruina social, de momento solo contenida por el pánico.
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Pero la responsabilización es mutua. Los ciudadanos culpando al gobierno por un deficiente control de la pandemia, y el gobierno echándole la culpa al ciudadano por su irresponsabilidad e informalidad. ¿Esa dicotomía entre el Estado y los ciudadanos podría resolverse con idea de ejemplaridad?
Hay un artículo que aparece en mi libro “Filosofía mundana” que se titula “Yo no he sido”. Allí yo defendía la tesis de que la máxima situación de vulgaridad moral es el desplazamiento de la responsabilidad al otro. Pongo el ejemplo de un niño que, jugando con la pelota en su sala, rompe un jarrón. Y lo primero que dice es “yo no he sido”, y le echa la culpa a la pelota, al viento, al mismo jarrón, etc. Hay algo de pensamiento mágico, y creo que es una expresión de vulgaridad moral, por la cual uno se siente mejor si el responsable es otro. Y cuando hablamos de grupos colectivos, lo frecuente es que ese “otro” sea el político, porque al político lo conoce todo el mundo. Pero yo en principio soy resistente a eso.
¿Por qué?
Es que no te puedes imaginar las veces que me escriben o llaman para que yo corrobore la condena a un político en virtud de la ejemplaridad. Si estacionó mal o se descubrió que no pagó el seguro social de un empleado. Me llaman siempre para opinar sobre esos temas. Entonces yo desarrollé la teoría de la ejemplaridad antipática, que es la ejemplaridad que no se utiliza como debería ser (como un ideal de belleza o nobleza, y que lleva normalmente a la autoexigencia), sino más bien como un instrumento para la destrucción del enemigo. Es la lucha política del amigo/enemigo: cuando un enemigo comete un error, entonces se invoca la ejemplaridad. Otra cosa que suelo decir es que la segunda gran expresión de vulgaridad moral es la moralización. Cuando uno no tiene nada que decir, tiende a moralizar: lo que la gente tiene que hacer, lo que los políticos tienen que hacer, lo que la empresa tiene que hacer, lo que el país tiene que hacer. Cuando no tienes ideas, normalmente suples tu falta de ideas con una enérgica moralización del mundo. Es por eso que yo no tiendo a juzgar a los políticos. Y cuando a veces me preguntan si me siento decepcionado, suelo contestar que no especialmente decepcionado, porque tampoco tengo una especial expectativa sobre ellos. Desde Pericles hasta Trump, la política solo ha sido el arte para obtener el poder. Y en época democrática, a veces es el arte de obtener el poder por procedimientos democráticos; pero solo porque los políticos que tienen que ajustarse a la opinión pública pues dependen del sufragio y tratan de aparentar que lo cumplen. Porque en realidad lo que ellos realmente quieren, la razón por la que han luchado toda su vida, es por la obtención del poder.
Ha dicho que escandalizarse es positivo porque significa que el ideal de lo ejemplar sigue en vigente en nuestra mente. Aun así, ¿ha encontrado indicios de una sociedad que esté perdiendo esa capacidad del escándalo o indignación?
Ese punto es muy interesante porque estás poniendo el dedo en uno de los grandes riesgos de la sociedad. Cuando yo escribí “Ejemplaridad pública”, que publiqué en el 2009, enuncié dos problemas, los dos peligros de la igualdad. Tocqueville decía que la igualdad tiene dos riesgos: el primero es el de ser excesivamente autónomos, lo que corresponde al individualismo, con una sociedad demasiado fragmentario y ningún elemento común; y el segundo es el del colectivismo, que es ser excesivamente iguales. Yo, la verdad, el problema del colectivismo no lo veía, porque somos una sociedad liberal, libre... pero ahora empiezo a dudar. ¿Por qué? Porque yo distingo que la democracia moderna está compuesta por dos principios: el principio mayoritario, que es el principio democrático, la voluntad general, en el que la mayoría prevalece por sobre la minoría, el interés particular se subordina al interés general; pero también está el principio liberal, que es el del individuo, y así el interés general se subordina a la dignidad individual. Entonces hay un equilibrio entre la voluntad general de la mayoría y la dignidad individual. ¿Qué aprecio como riesgo ahora? Aprecio que podría existir la tentación de que si alguien nos promete seguridad y prosperidad pudiera merecer la pena prescindir de la dignidad individual. Lo que serían nuevas formas de autoritarismo escondidas bajo del nombre de la democracia. Si alguien te dijera te va a dar prosperidad económica, seguridad en las calles, sanidad pública, entonces los derechos fundamentales, los principios legislativos, los que aseguran el respeto de la dignidad individual, podrían quedar suavemente matizados hasta que prácticamente desaparecen (o quizá conservando el mismo nombre). Resumiendo: yo sí veo ‒por la seducción que ha ejercido, por ejemplo, el régimen chino, el autoritarismo ruso y ciertas derivas de la democracia estadounidense‒ un cierto desprecio de la dignidad individual, en nombre de la seguridad y prosperidad de la mayoría.
El dato
Javier Gomá en conversación con Pablo Quintanilla
Miércoles 4 de noviembre, 10 a.m.
Evento gratuito. Inscripciones en https://zoom.us/webinar/register/WN_z13XYNLzSPe_zTU8Jj0FCw
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