Dos universos contrapuestos: el mundo andino que muestra sus raíces míticas, sus paisajes luminosos, verdes y dorados. Y Lima, más distante, cubierta por la neblina, amenazada por el deterioro, bañada por un triste océano gris. Una mirada formada desde su infancia, vivida la mayor parte en la aún cosmopolita Jauja, con un intermedio de dos años en Barranco, donde vivió en una de las casitas de la Bajada de los Baños. Así resultan sus monumentales novelas: centradas en los Andes, pero abiertas a la modernidad urbana.
Difícil reponerse de la muerte de un escritor tan entrañable como Edgardo Rivera Martínez, ocurrida la noche del jueves. No solo porque pocos como él entregaron a sus lectores relatos tan líricos y de enorme musicalidad, o porque en sus textos hayan construido una optimista utopía para el Perú, la de un país capaz de celebrar tanto el apego a las raíces andinas como el disfrute de lo universal. En el fondo, si extrañamos tanto a Edgardo es porque se trató de un hombre bueno. Un caballero.
Fernando Ampuero, colega escritor, vecino miraflorino y asiduo compañero de caminatas por parques y malecones perfumados por la brisa marina, recuerda al jaujino como un autor original y sensible, cultor de una prosa fina con destellos poéticos. “Fue un hombre de letras de formación clásica”, destaca. “Estudió el griego antiguo, idioma del que tradujo los escasos fragmentos que se conservan del filósofo presocrático Jenófanes de Colofón, así como la lengua francesa, de la que compiló e igualmente tradujo las crónicas de los escritores viajeros que visitaron el Perú entre los siglos XVI y XVIII. Se ha ido uno de los escritores imprescindibles de nuestra literatura”, afirma.
Esa prosa lírica, como advierte el escritor Alonso Cueto, era el mejor modo de descifrar las maravillas del mundo andino y las bondades de su propio corazón. “Esos latidos seguirán siempre en las páginas que nos dejó. Esas frases nunca van a desaparecer”, adelanta el autor de “La hora azul”.
En efecto, Rivera Martínez recordaba siempre que su formación escolar, determinante para construir el mundo de experiencias que llevó a las páginas, le debe mucho a los curas franceses que le iniciaron en la lengua de Montaigne. Eran sacerdotes radicados en Jauja por razones de salud, cuando la ciudad era un popular centro para la recuperación de la tuberculosis. Ellos le hicieron descubrir a Marcel Proust, toda una novedad en aquella época. Curiosa paradoja que haya sido el autor de “En busca del tiempo perdido” quien le ayudaría a encontrar su personal mirada para construir el mundo andino.
Otra influencia francesa, sin duda, tenía que ver con sus investigaciones sobre el Perú en la literatura de viajes de los siglos XVI, XVII y XVIII, el tema de su tesis presentada en San Marcos y La Sorbona de París. Rivera Martínez tuvo la oportunidad de traducir a viajeros y antologar sus testimonios, buena parte de ellos novelescos, como el del viajero galo Paul Marjuán, quien vivió en la sierra y la selva, confundiéndose con los campesinos.
La escritora Rocío Silva Santisteban recuerda a Rivera Martínez como un excelente profesor de Literatura Francesa. “Siempre fue un hombre muy erudito y delicado. Tuvo la amabilidad de invitarme a mí, que recién estaba haciendo la Maestría de Literatura en San Marcos, a que presente su novela ‘País de Jauja’ en la casa de Raúl Porras, junto con Antonio Cornejo Polar y Guillermo Niño de Guzmán. Esa novela es, en parte, su gran legado, con esas relaciones tensas entre jóvenes tuberculosos y adolescentes de provincia, educados desde una perspectiva totalmente eurocentrada”, explica. Para ella, a pesar de ser “País de Jauja” una novela memorable, se queda con “Ángel de Ocongate”, por su fuerte simbolismo.
Del mismo modo piensa Jorge Valenzuela, profesor de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, para quien un cuento como “Ángel de Ocongate” resulta una pieza maestra de nuestra narrativa: “Refunda una mitología, la cristiana, al transformar al ángel bíblico en un ángel danzante de los Andes, cuya identidad resulta un enigma para el propio protagonista y, por cierto, para todos nosotros”, explica.
Para Valenzuela, la narrativa de Rivera Martínez actualiza la mitología occidental y la acerca a nuestra tradición, revestida con los ornamentos de la mitología andina. “Sus modos narrativos combinan lo fantástico con lo maravilloso. De ese modo logra que nuestro pasado colonial se enriquezca y se potencie, y nos proporcione algunas claves sobre nuestra problemática identidad”, explica.
Coincide con el docente el escritor Marco García Falcón, quien señala que la mayor herencia que recibimos del autor de “Diario de Santa María” es la enseñanza de que la convivencia entre lo andino y lo urbano, entre lo ancestral y lo moderno, es un horizonte posible: “Con belleza y profundidad, Rivera Martínez nos comunicó esa verdad tan rotunda como necesaria”, afirma. “Su obra, singular e inolvidable, perdurará porque no solo nos ayuda a observarnos y a comprendernos como sociedad, sino a imaginar aquello que podemos ser. Cumple, de la mejor manera posible, aquella idea de la literatura como una utopía al mismo tiempo individual y colectiva”, añade el autor de “Esta casa vacía”.
—País milagroso—
Para hablar de “País de Jauja”, el escritor Jeremías Gamboa propone una imagen de bella ironía para evocar la figura de Edgardo Rivera Martínez en la literatura peruana: “Ocurre entre los años 1991 y 1992. En medio de uno de los peores momentos de la historia del Perú, en una Lima cercada por coches bombas, atentados y muerte, Edgardo se sentaba a escribir todos los días, asistido por la novedad de una computadora abastecida por un pequeño motor que resistía los cortes de luz, la que es, probablemente, la novela más luminosa y optimista de toda la tradición peruana”, afirma. “País de Jauja” es la sorprendente posibilidad de una gran historia de armonía con un final esperanzador. “Algo así como el sueño desesperado de una utopía”, añade.
En efecto, el propio Rivera Martínez definía este libro como “una novela de la felicidad”, cuya propuesta literaria apostaba por la fidelidad con las raíces andinas, pero con una apertura a la universalidad y a la modernidad. El escritor leía a José Carlos Mariátegui cuando afirmaba que lo andino es el factor determinante de la identidad peruana.
“País de Jauja” cuenta la historia de Claudio Alaya, un joven de 15 años que pasa sus vacaciones en el verano de 1947 en Jauja, su ciudad natal. Dotado de una sensibilidad especial para la literatura y la música, este joven ha crecido en el seno de una familia en la que se combinan tradiciones prehispánicas y epopeyas homéricas, composiciones de Mozart y mulizas, además de huaynos y fugas de Bach. Con este aprendizaje, es inevitable que Alaya interiorice el conflicto entre el mundo andino y el europeo. En ese verano vacacional, el adolescente aprende a asumir este conflicto cultural y descubre, además, secretos familiares que lo acercan a sus raíces, así como el despertar del amor y del sexo. Todas estas experiencias lo hacen madurar y saber resolver de un modo armónico su condición de ser escindido entre dos mundos: el andino y el de la urbe limeña.
Publicada en tiempos en que el país despertaba de la pesadilla terrorista, la novela tuvo su primera edición en 1993, alcanzando un éxito notable y una repercusión en nuestra forma de entender el país. Además de ser finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos de ese año, resulta más interesante que, siete años después, fuera señalada por un centenar de críticos y escritores convocados en una encuesta de la revista “Debate” como la novela más importante de la literatura peruana en la década de 1990. No es poca cosa.
“Rivera Martínez es un narrador mayor en todo el sentido de la palabra”, afirma el escritor y crítico de El Comercio José Carlos Yrigoyen. “No solo por la ambición y logro de ‘País de Jauja’, sino por su excepcional calidad como prosista y su imaginación deslumbrante. Hay un puñado de escritores a los que hay que leer para comprender la circunstancia, soledad y descubrimientos que implica nuestra condición de peruanos. Rivera Martínez es uno de ellos”, añade.
—El escritor por él mismo—
En una entrevista ofrecida tras el lanzamiento de su cuarta y última novela, “A la luz del amanecer” (2012), Edgardo Rivera Martínez compartió con El Comercio la valoración sobre sus ficciones: “En mi obra creo haber compartido una propuesta de lo andino que va a lo universal, sin perder nunca su nexo con la raíz. Una obra que incorpora diversas visiones del Perú y del mundo, y que integra algunas formas de introspección. Creo también que he intentado combinar lo poético con lo humorístico, lo realista y lo mágico. Puedo decir que, al escribir mis novelas y cuentos, siento que plasmé lo que me había planteado. Mi obra me ha procurado una gran felicidad. Sobre todo una novela como ‘País de Jauja’, que trata sobre la felicidad, el descubrimiento y el amor adolescente. Pero también con la última, cuyo protagonista parte de la sierra a Praga, a París, a Atenas, a Roma. Y también a México o a la Isla de Pascua. Es una novela que se abre a lo cosmopolita, aunque el protagonista siempre vuelve a sus orígenes”, afirmaba entonces.
A partir del mito, la imaginación y la utopía, el escritor, hoy ausente, pone a dialogar lo andino con lo occidental, esperando con optimismo la oportunidad de un nuevo mestizaje.