“Escribo para que la muerte no tenga la última palabra”, confesó el nobel griego Odiseas Elytis cuando alcanzó la senectud. “Muerte, no estés orgullosa”, advirtió el metafísico John Donne en uno de sus poemas más célebres. Pero no es nada fácil sostener esa batalla contra el silencio y la nada. Hay quienes, habiendo ejercido una resistencia verbal ante lo inevitable, en un momento determinado decidieron quemar las naves de su permanencia física y entregarse a una oscuridad que creyeron liberadora. En esos casos, su obra se convirtió en bitácora de aquel conflicto existencial, de sus marchas y contramarchas, que desembocaron en una meditada autoeliminación.
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Paul Celan (1920-1970) talló en sus versos imágenes en la que sensibilidad y racionalidad se enraman con angustiosa precisión, donde el trauma del Holocausto es diseccionado por medio de la musicalidad del horror, de claves bíblicas y surrealistas que reinterpretan la historia y la tradición, de la circunstancia personal convertida en elegía colectiva. Celan, judío rumano, había logrado escapar del infierno de los campos de concentración, pero su padre murió en uno de ellos por tifoidea y su madre de un tiro en la nuca disparado por un SS. La maquinaria del exterminio se los tragó sin dejar huella. Desentrañar ese devoramiento e internarse en el absurdo de la destrucción de los cuerpos y almas impulsada por el antisemitismo fue una de sus obsesiones esenciales.
De ese asedio surgiría quizá el poema más impresionante que se ha escrito sobre la Shoah (junto a algunos de Nelly Sachs): “La fuga de la muerte”. Su ritmo sincopado, sus visiones mortuorias y el detenido horror de dicha composición obran en el lector las mismas sensaciones que pueden desatarse ante el Guernica o “Noche y niebla” de Resnais: “Grita sonad más dulcemente la muerte / la muerte es un maestro venido de Alemania / grita sonad con más tristeza sombríos violines y subiréis como humo en el aire / y tendréis una tumba en las nubes no se yace estrechamente allí”. Celan nunca pudo sobreponerse al espanto nazi; terminó por quebrarse cuando lo acusaron injustamente de plagio y la defensa de sus colegas fue tibia. Acabó sus días arrojándose al Sena; en su escritorio se halló marcada esta frase acerca de Hölderlin: “A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo del corazón”.
John Berryman (1914-1972) contaba doce años cuando halló el cadáver de su amado padre, quien se había suicidado de un balazo en la sien. Ese acontecimiento haría de su existencia una pesadilla interminable, puntuada por la depresión, el alcoholismo que su vejez exacerbó, además de un ingente consumo de pastillas con las que pretendía borrar el dolor que desgarraba su corazón y su mente torturada. Esa batalla desigual está testimoniada en sus poemas, sobre todo en su libro insignia, “77 cantos del sueño”, largo proyecto en el que Berryman, mediante su alter ego, Henry, recrea la vida de un ciudadano solitario que “ha sufrido una terrible pérdida”. Las diversas estancias del volumen -de sintaxis dislocada e idiosincrásico idiolecto muy complicados de traducir- fueron construidas por medio de los diálogos de Henry con un misterioso Mr. Bones, suerte de Señor Hyde o metáfora sarcástica de la muerte. Amargas evocaciones de su padre ensangrentado, inacabables lamentos por su disfuncionalidad social, lúcidas reflexiones que nadan entre litros y litros de bourbon, celebraciones de la maldad y el sadismo (“Pero Henry nunca, como piensan que hizo, / asesinó a nadie y descuartizó su cuerpo / y escondió sus trozos, donde pueden ser hallados. / Él lo sabe: los cuenta todos y siempre están completos. / A menudo se levanta en la madrugada y los revisa. Nunca falta ninguno”), conforman esta oda a la desesperación verdaderamente renovadora: un hito insoslayable de la poesía anglosajona contemporánea.
A pesar del reconocimiento que esta poesía obtuvo, ello no fue consuelo para Berryman. La muerte pactó con él un trágico epílogo: el 7 de enero de 1972 se dejó caer del puente de Minneapolis. Una joven que pasaba por ahí dijo que antes de precipitarse al vacío, el poeta se despidió de ella con una triste sonrisa triunfal.
LAS RECOMENDACIONES
Título: “Obra completa”
Autor: Paul Celan.
Editorial: Trotta
Año: 2013
Páginas: 528 pp.
Título: “77 cantos del sueño”
Autor: John Berryman
Editorial: Vaso Roto.
Páginas: 219 pp.
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