Quien visite el Palacio de la Conquista, en la plaza mayor de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, observará un edificio renacentista, de churrigueresco estilo. Se construyó a partir de 1562, por orden de Hernando Pizarro y su esposa (y sobrina), Francisca Pizarro Yupanqui. En su fachada, al lado del inmenso escudo de armas de Carlos V, destacan alegorías a la conquista del Perú, y en las columnas de piedra aparecen los rostros tallados de Francisca, de su padre Francisco y de su esposo, pero también el de su madre, Quispe Sisa, hermana de Atahualpa. Frente a ese rostro hierático, el escritor Alonso Cueto piensa en la intención de una hija por mantener el recuerdo de su madre. Lo imagina un acto de afirmación cultural y, por cierto, un desafío al esposo, posiblemente desdeñoso ante su suegra inca.
Francisca Pizarro, fue una princesa a su pesar: Tras su celebrado nacimiento en Jauja en 1534, fue criada como española en una Lima recién fundada, prohibido cualquier cercanía con su madre. Asesinado del conquistador a manos almagristas y con la cabeza de Gonzalo Pizarro en la picota, vencido en la guerra civil, muy joven fue desterrada a España en razón de su temido apellido, obligada a compartir su vida con su tío.
A la manera de un libro de memorias contadas en primera persona, Cueto narra la historia de la primera mestiza en el Perú con el respaldo de una profusa investigación histórica y el recorrido de los lugares históricos asociados a su notable personaje. Es el testimonio de resistencia de una mujer que sobrevivió a los azares de su historia familiar, y que fue, además, capaz de crearse una vida para ella misma.
—Francisca es un nudo de paradojas, un personaje en el centro de la historia de la conquista. Sin embargo, muy poco sabemos de ella. ¿Por qué?
En general, las mujeres están muy olvidadas en nuestra historia. Por otro lado, Francisca Pizarro no dejó una obra suya, ni cartas ni documentos personales. Probablemente, obligada por las circunstancias, se reprimió de escribir lo que ella sentía y pensaba. Se vio obligada a seguir las normas: dónde debía vivir, con quién debía casarse, que vida debía llevar. Sin embargo, cuando muere su esposo, Hernando Pizarro, ella intenta tener una vida propia. Se casa con el hermano de su nuera, un joven menor que ella. Deja Trujillo, se va a vivir a Madrid. Era una de las mujeres más ricas de su época. En mi opinión, ella nunca olvida sus raíces indígenas, ni las canciones que su madre tuvo que haberle cantado de niña. Ella nunca dejó de ayudar con donaciones a iglesias en diversos lugares del Perú. Si bien ella nunca regresó, me imagino que esos 16 años que ella pasó en Lima la marcaron profundamente.
—A pesar de que Pizarro la reconoce, hay en ella cierta bastardía histórica. Quizás los fundadores de nuestra historiografía la evitaron por prejuicio...
Muchas historiadoras mujeres han escrito trabajos importantes sobre ella. María Rostworowski obviamente, pero también Liliana Pérez San Miguel, Sara Beatriz Guardia o Pilar Ortiz de Zeballos. A mí me parece un personaje fascinante. Siempre me han interesado los personajes ambiguos, llenos de contrastes y oposiciones. Había en ella un elemento de sumisión, pues ella se somete muy joven al poder de la familia y de su tío; y un elemento de rebeldía, pues Hernando Pizarro le pide que no se vuelva a casar con nadie más tras su muerte, pero ella volverá a casarse con alguien de su familia política. Francisca es sumisa y rebelde, española e incaica. Su vida es muy trágica, pues de sus 5 hijos, ella verá morir a cuatro de ellos. Me he sentido muy bien acompañado por ella. He escuchado su voz, he visto su cara en estos años de escribirla. Su compañía misteriosa es algo que agradezco.
"Francisca Pizarro no dejó una obra suya, ni cartas ni documentos personales. Probablemente, obligada por las circunstancias, se reprimió de escribir lo que ella sentía y pensaba".
Alonso Cueto, escritor peruano.
—Quería saber si también sientes cierta identificación con el personaje: ambos fueron niños huérfanos..
Sin ninguna duda. El tema de la orfandad, la pérdida del padre, y la aparición de un padre de reemplazo. Y otro tema además: la pérdida de los lugares. Cuando yo tenía tres años, con mis padres vivíamos en París, a los cinco, estábamos en Estados Unidos, y a los siete nos reinstalamos en Lima. Así como ella, he dejado atrás algunos lugares. Y en cierto modo, compartimos esos recuerdos confusos que permanecen. Es una situación muy común la del mestizaje vital, no solo cultural. Nuestras vidas están entrecruzadas por diferentes culturas. Es algo tan común hoy, que podemos sentirnos muy identificados.
—Como escritor, en lugar de escribir una historia protagonizada por Francisca, decidiste que fuera ella misma quien contara su vida. ¿Por qué?
Siempre he pensado que un escritor tiene como misión ser un esclavo de sus personajes. Tiene que transferir sus experiencias, pero diluirse en sus personajes. Lo más importante para una novela es que haya personajes que sean inolvidables, y que lo son tanto por razones explicables como por otras incomprensibles. Ese acto de de magia, de transferir carne, sangre, sensaciones, sentimientos, vida a un personaje es fascinante. El escritor es un sirviente del personaje, es un sirviente de la historia. Incluso su estilo está al servicio de la historia.
—Hablamos de la capacidad del escritor de meterse en la cabeza del personaje. ¿Cómo entrar en la mente de una mujer a medio camino entre el pensamiento medieval y el renacentista?
He leído la novela de Maggie O’Farrell, “Retrato de casada” que la historia de Lucrecia de Médicis, quien también vivió en el siglo XVI, y que fue asesinada por su esposo. Una de las críticas que le han hecho a la novela es ser demasiado contemporánea: ella es especialmente rebelde, y para los críticos, una chica de esa época no podía haber sido así. Pero lo importante en la novela es que uno pueda creer que pudo haberlo sido. Yo creo que uno tiene que ponerse en la época, pensar en las características de aquella transición entre la Edad Media y el renacimiento, pero también pensar en el individuo, en la persona única e irrepetible que es tu personaje. Evidentemente, toda novela histórica crea personajes de ficción. No son los personajes históricos.
—Como escenario desarrollas una Lima recién fundada. Sus habitantes españoles recién están descubriendo un mundo de palabras para definir lo que les rodea.
Es la sorpresa, el asombro ante los tubérculos, ante las frutas, el descubrimiento de la palta, del tomate. Todo esto debió haber sido una impresión enorme, con una traducción en palabras que no les resultaba fácil. A mí me encantan las historias de las palabras.
—Lima no es presentada como una ciudad blanca, habitada solo por españoles. Muestras que había también un poder indígena, una nobleza inca que mantenía privilegios en su negociación con el poder.
La guerra de la conquista, en realidad, es una guerra indiana. Uno de esos ejércitos tuvo una élite de oficiales españoles, pero la guerra se dio entre tribus que habían cohabitado antes, con profundos resentimientos entre ellas. Yo veo eso como una expresión de la profunda fragmentación en el que siempre hemos vivido. Tú lo ves ahora en el hecho de que haya más de diez partidos en el Congreso, peleándose unos contra otros. Ese espíritu por la división, la atomización, es algo que nos definía antes de la llegada de los españoles.
—Es muy interesante tu interés por humanizar a Pizarro. ¿Cómo entender sus propósitos?
Pizarro es alguien que quiere pasar a la historia. Quiere ser reconocido. Quiere tener una presencia como conquistador. Y él está dispuesto a hacer cualquier cosa para lograrlo. Habiendo sido ignorado y humillado por su padre, él reacciona con un profundo encono. Hay que tener en cuenta que era un hombre mayor de 50 años, muy mayor para la época. Él se impone esta misión suicida, sagrada y desquiciada, y logra realizarla. Hernán Cortés, en cambio, era un hombre mucho más educado, mucho más diplomático. Pizarro era mucho más primitivo en su manera de ser, era muy arrojado.
—Has estado mentalmente instalado en esta Lima del siglo XVI, en los últimos cuatro años. ¿Cuánto crees que hemos cambiado con respecto a esa Lima originaria?
Hoy en día, con todos los problemas, dificultades y riesgos que hay, ha habido en las últimas décadas avances significativos. Un tema fundamental es el de la discriminación y el racismo. Cuando yo era chico, había mucha más discriminación y el racismo era evidente. Ahora, por lo menos, ambos están penados por la ley. Es un avance parcial. Asimismo, ahora tenemos más conciencia del Perú como país. Cuando vino Humboldt aquí, a comienzos del siglo XIX, decía que Lima estaba más cerca de Londres y de París que de Cusco. Y cuando yo era joven, en Lima no había conciencia realmente de las provincias. Se viajaba muy poco. Creo que esos han sido los cambios más visibles en los últimos años: la conciencia de nuestra diversidad, y la disminución (aunque aún no supresión) del racismo. Creo que lo más importante es que maduremos como sociedad, que nos demos cuenta de que nuestra inmensa diversidad es un tesoro que tenemos que abrazar como país. Ese es el sueño mestizo al que tenemos que llegar. Es el sueño del Inca Garcilaso, el sueño de Arguedas, el sueño de Vallejo, y creo yo, también el sueño de Francisca.