El nombre de Elvira Ordóñez (Lima, 1934) no se encuentra en las antologías canónicas ni en los manuales de literatura peruana. Ubicada cronológicamente en la generación del 50, el peso de los mayores representantes de esta camada –Varela, Guevara, Bendezú, etcétera– ha opacado su presencia hasta invisibilizarla. Lo que resulta muy injusto: con nueve libros publicados a lo largo de seis décadas, Ordóñez es una poeta que, si bien no llega a las alturas de las figuras mencionadas, posee una voz distinguible que evita cualquier abalorio retórico en favor de una dicción transparente, donde imaginación y conocimiento logran, en sus mejores momentos, un vínculo certero.
Marco Martos ha rescatado esta obra a través de “Estremecido verbo”, amplia selección encabezada por un prólogo en general útil, pero del que discrepamos en puntos concretos, como cuando considera a Ordóñez “una adelantada de los reclamos de la mujer para terminar con el mundo patriarcal” y que en ese sentido es “una clarividente”. Ni con toda la buena voluntad es posible rastrear esos afanes reivindicativos en esta poesía, cuyos intereses se conducen por derroteros bastante distintos.
Después de un libro de tanteo, “Cuando las sombras hablan” (1956), Ordóñez alcanza pronta madurez con dos entregas de notable calidad: “La palabra y su fuego” (1960) y “Oración blasfema” (1963) que, siguiendo las pautas de Kelly Walsh, se enmarcan en una poética de la insuficiencia de contradictoria condición: por un lado, está abierta a la muerte y, por el otro, aspira a la recuperación y a la presencia plena. Tal insatisfacción existencial domina estos textos, que se sirven de un expresionismo surrealista para bosquejar el páramo sombrío en que el yo poético cavila y se desgarra: “Alzaremos un caballete inmenso con nuestras manos asustadas./ Árboles rebeldes posarán. Tempestades malditas/ se asomarán a nuestros lienzos/ como brochazos oscuros sin salvación”. Un inconformismo que Ordóñez consigue volver parte del paisaje donde se desenvuelve, coronado de “auroras reprimidas” y que transfigura amargamente en “una inmolación de la naturaleza”, la cual termina confirmando en su contemplación que “el dolor no acaba de ser la luz que nos hiere/ y la dicha es un vicio que nunca nos conforma”. En ese espacio límbico, de exasperada indefinición, este estremecido verbo se desarrolla con su máximo potencial.
La segunda etapa de la poesía de Ordóñez, luego de un interregno de libros menores, está configurada por dos conjuntos que engloban un radical viraje estilístico: “Síntesis dinámica” (1977) y “Abracanto” (1982). Cada poema es un ceremonial del lenguaje, una indagación que desestabiliza significados y significantes, que no se basta del vocabulario común y procura romper sus fronteras utilizando labrados neologismos que den paso a insólitos acercamientos a la realidad. Dicha estrategia funciona en algunas piezas; en otras su resolución es menos convincente, pero de todos modos esas decisiones evidencian a una autora que traslada su disconformidad vital a su faceta creativa e intenta reformularse mediante una ruptura léxica que exprese “el ahogo sempiterno de estar vivos”.
La antología se clausura con “Sinfonía de amor y contrapunto” (1999), diálogo con el ser amado que recorre motivos pretéritos, entablado con el objeto de comprender el porqué del sentirse “tan mínimos/ y tan perdidos/ en nuestro impulso transitorio”. Así Ordóñez cierra un círculo de necesidades inaplazables que nunca logran ser saciadas: esa urgencia intemporal es el rasgo distintivo de esta poesía.
Editorial: Peisa
Año: 2023
Páginas: 141
Relación con la autora: ninguna.
Valoración: 3.5 estrellas de 5 posibles.