A estas alturas, después de cuatro meses de anunciado el Premio Alfaguara y once viajes de presentaciones para promocionar una novela como “El tercer paraíso” (su llegada a la feria del libro de Lima supuso el decimosegundo en estas pocas semanas), su autor, Cristian Alarcón, aún intenta recuperar el tiempo que había aprendido a conservar calmo. Años antes, uno de los cronistas más brillantes de la región había descubierto el campo como un lugar de reclusión, donde había podido escribir sus libros anteriores ajeno al paso del tiempo, puesto el freno a la vorágine periodística.
En su parcela a las afueras de Buenos Aires, podía dedicarse a la lectura, a la contemplación, a la reflexión. Había recuperado el tiempo como principal material de la crónica, aquello que se deshace en las manos de cualquier periodista cuando vive el ritmo diario de la sala de redacción, a la que dedicó 20 años de su vida en diarios argentinos, especialmente el influyente Página 12. Paradójicamente, el premio para su novela significó, según confiesa el autor, en un nuevo descalabro de su cotidiano. El tiempo vuelve a ser algo que se le escapa, tras años de vira retirada.
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—“El tercer paraíso” se presenta como tu primera novela y, sin embargo, es el libro de alguien que está de regreso de todo, después de haber contado y publicado mil historias reales. La leí recordando “La vida retirada” de Fray Luis de León, el poemario sobre las vanidades de la vida que escribió, curiosamente, tras pasar cinco años en la cárcel, condenado por haber traducido al español pasajes de la Biblia para popularizarla. ¿Algo hay de este espíritu en tu libro?
Es probable, porque en mi escritura hay un componente misterioso, al que una y otra vez vuelvo con preguntas nuevas: la fe. La búsqueda de una fe última. En esta novela hay una fe renacida, que se encuentra en el diálogo con la naturaleza, lo mineral, lo vegetal y lo animal como la trinidad del futuro posible, algo que se le antoja al protagonista como motor de esa felicidad esquiva que permanentemente busca hasta el final de la novela. Para él, el encierro no significa cárcel o ahogo, sino la apertura de un mundo interior, una superficie casi infinita de exploración.
—Como periodista has escrito diferentes crónicas sobre ladrones, policías corruptos, narcos, personajes de la noche. ¿Cómo fue cambiar a un paisaje tan distinto como el que presenta tu novela?
Después de sortear todos los laberintos que supusieron mis libros sobre la vida beligerante de los jóvenes en América Latina a través de las bandas de ladrones o las bandas de narcos, así como otras márgenes de la cultura citadina de nuestras grandes ciudades, intenté recuperar archivos mucho más antiguos: mi genealogía familiar. Hay algo en relación a los archivos íntimos que es muy prolífico para la literatura actual, que podríamos verlo como un síntoma de época. Pienso en la obra de la peruana Gabriela Wiener, por ejemplo, cuyo libro, “Huaco retrato”, es quizás una de las novelas más deslumbrantes del último año. También podemos rastrear esa potencia del archivo íntimo en autoras como Cristina Rivera Garza en su “Invencible verano de Liliana” y su “Autobiografía del algodón”, y en Gabriela Cabezón Cámara, con su recreación del Martín Fierro a través del libro “Las aventuras de la China Iron”. Son archivos de un nuevo orden literario que ocupan cierta centralidad en momentos en que se habían sido desechados como materiales que quedaban solo en la experimentación poética. Ese compromiso con la revisión de lo acumulado, en un lugar que no podemos ver aún pero que se revela en algún momento, es parte del juego que propone la literatura contemporánea.
—Te alejaste de la ciudad para escribir un libro como este. Sin embargo, “El tercer paraíso” es también una novela sobre ocupar el espacio, sobre construir una ciudad íntima…
Hubo un grupo de escritores que, unidos con gente de otros oficios, decidimos comprar a un precio muy económico una porción grande de tierra. Para subdividirla, a instancias de uno de ellos que propuso un método de construcción barato y ecológico, utilizando contenedores reciclados como vivienda. Nuestras pequeñas cabañas tienen su cocina y sus parrillas, donde se gestan también encuentros con amigos. Desde joven imaginé que las ciudades se habitan como quien habita una novela. Y deshabitar la ciudad es otra parte del juego: es como haber comido todo lo necesario y necesitar una desintoxicación para volver a comer después.
—Estábamos acostumbrados a que la literatura con una sensibilidad queer tenía que ver con urbe, con el relato de sobrevivencia, con marginalidad y nocturnidad. De pronto, aparece una novela dedicada al campo, la botánica y la memoria familiar. ¿Crees que la reflexión sobre la sensibilidad gay pasa ahora por el vínculo con la naturaleza? ¿Con pensar que formamos parte de un planeta siempre en riesgo de contaminación?
A mí las contaminaciones me gustan. Yo he creado un personaje que busca una redención a través de su pasión botánica pero no soy yo. Yo sigo siendo un individuo absolutamente tóxico, que apenas ha podido regular y centrar en su vida el concepto de cuidado con mucho esfuerzo y muchísima dedicación, autoconciencia, trabajo terapéutico, reflexión, yoga, psicoanálisis, retiros espirituales y cuanta cosa he logrado experimentar para no ser tan asquerosamente metropolitano. Pero creo que hay una metáfora interesante en el acercamiento a la naturaleza de millones de personas en todo el mundo. Algo que fue empujado y acelerado como proceso por la propia pandemia. Pero creo que lo queer puede encontrar una metáfora más interesante en las prácticas culturales que están cambiando y resignificando los vínculos después de la cuarta ola feminista, después de que las identidades ya no son, quizás, lo más importante de las siglas LGTBIQ+: entregarnos a una vida sin las limitaciones del patriarcado y de la binariedad. Creo que allí hay una frontera interesante. Esa frontera puede o no encontrar una metáfora en el lenguaje botánico, pero encuentro también un lenguaje en la contradicción, en la confusión que aceptamos y que asumimos como parte del asunto. Vivimos en un momento neblinoso, en donde estos desplazamientos que nosotros mismos impulsamos en nuestras vidas a partir de nuestras lecturas, con este afán de ampliar los horizontes, no somete a la niebla como una experiencia inevitable. Esa niebla es la cultura para nosotros: vivimos sumergidos en una cierta confusión. Eso no están ni mal ni bien. Pero sí nos obliga a tomar conciencia de que si nos quedamos en nuestras certezas y convicciones nos estancamos. Y con ello no logramos aprovechar la maravilla que nos toca, es esta profunda transformación que vive el mundo para bien y para mal.
—Tu libro propone una sutil pero consciente demolición del patriarcado, a través de las historias de la abuela, la madre y la hermana del protagonista, cada una viviendo el machismo como una tragedia diferente. ¿Cómo enfrentar a ese enemigo que permanentemente está transformándose en diversas formas de violencia?
El machismo es ubicuo. Es más líquido que sólido. Se cuela por todos los rincones, aún en aquellos que estamos “en proceso de deconstrucción”. Todos lo sabemos. El feminismo aparece como un todo, muy parecido a las religiones sacras que obligan a la creencia absoluta, y no a considerarlo como un ideal, en el que no existe el patriarcado que está en la constitución misma de nuestras tristes sociedades, construidas en base a la idea de dominación del más fuerte. Sin patriarcado, nuestro sistema económico prácticamente no podría existir porque se basa en la lógica predatoria en la que varones, mujeres y todas las identidades estamos sumergidos y sumergidas. El dolor, el sufrimiento, el castigo, la violencia, son el combustible con el que se reproduce el capital. Así ha funcionado la economía y las sociedades: la cultura es una expresión de todo ello. Y eso es justamente la que nos inspira a dar la batalla cultural.
—Mencionaste en una entrevista que una novela que puede entroncar con la tuya es “El lugar sin límites” de José Donoso. ¿Cómo una generación de escritores gays que asumen con orgullo se relaciona con generaciones previas, como la de Donoso, que vivió su identidad de forma oculta, torturada?
Soy parte de una generación bisagra. A los 51 años puedo decir que llevo más de la mitad de mi vida asumido como como gay. Lo hice en circunstancias en que no era fácil. Aún trabajando en un diario como “Página 12″ debí haber sido el primero de muchos otros que salió del clóset con muchísima alegría. Lo viví como una reivindicación que no me generaba ninguna contradicción. Hice uso y abuso de mi condición citadina, de mi entorno intelectual y artístico para obligar a todo el mundo a tener que por lo menos mirarme con la vara de la corrección política, aún cuando no podían todavía tolerarlo como algo cotidiano. Pero soy consciente también de los traumas que ha dejado en mi generación el ocultamiento, algo que aún sigue en muchísimos lugares de América Latina, sobre todo en los más pequeños. Vivir con el estigma, acomodarse en él y responder desde la estética, desde la construcción de los personajes mismos, desde el modo de estar en el mundo, es conformarse con lo que el estigma ofrece. Por eso, las identidades están en deconstrucción. Creo que los modos de ser homosexual, los modos de ser varón o mujer, los modos de ser no binario, está en un proceso. Y eso es lo más interesante de todo: nos plantea un horizonte en el que ya no nos desembarazamos sólo de la identidad de género, ni de nuestra identidad sexual, ni de nuestro deseo, sino de la existencia misma de esa frontera. Me parece que lo más revolucionario que nos ocurre en términos culturales es la desaparición de esa frontera.
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