Enrique Planas

En un salón de escuela primaria en un pueblo del norte de Iraq, rodeado de dibujos infantiles, el fotógrafo apunta a la cabeza del joven marine. Le ha cautivado su gorro: lleva una calavera blanca que sonríe sobre el fondo negro. No deja de ser curioso que el verbo disparar sirva tanto para definir la acción del obturador de una cámara como del percutor de una bala. Para Jaime Rázuri, en ambos casos se da un congelamiento, un recorte de la realidad. “Es el paso de la muerte que recoge lo que le interesa y deja un espacio vacío”, nos dice.