En un salón de escuela primaria en un pueblo del norte de Iraq, rodeado de dibujos infantiles, el fotógrafo apunta a la cabeza del joven marine. Le ha cautivado su gorro: lleva una calavera blanca que sonríe sobre el fondo negro. No deja de ser curioso que el verbo disparar sirva tanto para definir la acción del obturador de una cámara como del percutor de una bala. Para Jaime Rázuri, en ambos casos se da un congelamiento, un recorte de la realidad. “Es el paso de la muerte que recoge lo que le interesa y deja un espacio vacío”, nos dice.
Ya su editor regional se había quejado entonces por ese tipo de fotos. Había pedido a la editora general de France-Presse, en su sede en París, que llamara la atención al peruano para que hiciera fotografías más convencionales de la zona de conflicto, y que se olvide de esos encuadres “artísticos”. Quizá temía que la imagen del soldado con el gorro de calavera, metáfora de cómo llevamos la muerte en la cabeza, resultara demasiado sofisticada para sus lectores.
Siempre hemos admirado a Jaime Rázuri. Como creador, es un nombre clave en el registro de la Lima achorada de inicios de los ochenta y de toda la violencia que vendría después. Pero, además de su arte fotográfico, se trata de un hombre que destaca por haberse jugado la vida varias veces: en Iraq, Haití o Palestina ha sido testigo de cómo el miedo transforma a la gente.
Ahora el respetado fotógrafo tiene un libro a punto de presentar y tenemos la oportunidad de entrevistarlo por primera vez. Por supuesto, no se trata de un libro convencional. Él tampoco lo es. “Desde el principio, cuando empecé a fotografiar en el Perú las manifestaciones al final del primer gobierno de Alan García, con piedras que me rozaban la cabeza, siempre estuve buscando algo más”, nos cuenta.
Editado por su colega Giancarlo Shibayama, “Como un relámpago en el cielo”, libro que obtuvo los estímulos económicos que ofrece el Ministerio de Cultura, no se trata del catálogo de un reportero de guerra que da cuenta de 22 años de difícil oficio. Lo que Rázuri parece sugerirnos es aún más terrible: cómo convivimos, naturalizamos o instrumentalizamos la muerte, muchas veces sin advertirlo.
“¿Cómo te mantienes cuerdo después del encuentro con tantas muertes? Le pregunto. Y Rázuri habla de la cámara como escudo, pero también de la funcionalidad del oficio, del pragmatismo con que debes asumir tu trabajo para poder informar. Pero, confiesa, se llega a un punto en tras absorber tanta violencia necesita desintoxicarse. “Cuando estuve en Irak –recuerda-, con la tropa estadounidense llegamos a un hotel que había sido bombardeado. Yo permanecí en el tanque en el que habíamos salido del cuartel porque quería cambiarme y tomar desayuno. Hacía calor, y habíamos viajado toda la noche. De pronto, escuché balazos, me cambié rápido y salí a ver qué pasaba. A la entrada del hotel, los soldados rodeaban una camioneta. Me acerqué. Habían matado a un par de iraquíes que atravesaron la puerta de ingreso e ignoraron la orden de detenerse. Quizás no les entendieron. Al llegar, veo la escena: un tipo en la pista, el soldado norteamericano, la camioneta. Saqué el lente angular y giré alrededor del vehículo. Iba a disparar y tuve una sensación cerca del cuello. Volteo: era el brazo extendido del otro cadáver, el del conductor que colgaba de la puerta, casi tocándome. Me asusté. Yo miraba mi encuadre, pero ignoraba el otro cuerpo. Eso fue impactante para mí”.
Para él, en todos esos años de reportero en zonas de conflicto, su trabajo se basaba en elaborar las imágenes al momento y luego procesarlas deprisa para enviarlas al editor. “Un evento violento no te deja reflexionar. O, al menos, a mí no me dejaba pensar mucho. Tenía el ‘chip’ de fotografiar y transmitir, demasiado metido”, explica. Se trataba de un ritmo frenético en el que un fotógrafo con sensibilidad como la suya podía jugar, buscando metáforas visuales. “Eran imágenes alineadas en la actualidad pero, por la forma en que están editadas, te invitan a pensar más allá del impacto noticioso”, advierte.
“Como un relámpago en el cielo” está tejido de esa manera. Poco a poco, las imágenes van saturando de violencia al lector, hasta que esta llega a un clímax que obliga al espectador a detenerse, descansar y reflexionar. Las imágenes se vuelven calmadas y limpias, el agua abunda. La presencia intimidante del pasado asoma siempre, pero desde otro lugar, menos visible.
Guerra y paz
Para que se produzca ese quiebre de emociones que propone el libro, Rázuri tuvo primero que experimentarlo en carne propia. Él y sus colegas saben que la cámara sirve también como escudo, que sirve para protegerse de la realidad circundante. Sin embargo, tras tantos años de duro oficio, llega un momento en que la violencia hace mella en el propio cuerpo.
En su caso, ese ritmo mecánico se detuvo de golpe, con su secuestro en Gaza en el Año Nuevo del 2008. Por seis días, del 1 al 7 de enero, fue la víctima que protagonizó la noticia internacional.
Eso cambió su vida. En su libro, Rázuri intenta reflexionar sobre su oficio, su adicción a la adrenalina y la oscuridad a la que conduce la obsesión por una exclusiva periodística. Lo hace con imágenes, ciertamente, pero también con palabras, compartiendo reflexiones, historias, temores y sueños, en capítulos brillantes y terribles. “En un momento dado sentí la necesidad de escribir. Quizás he hecho todo este libro para que sea leído. La idea es que sea el punto final de mi proceso. Es una forma de desnudarme, mostrar cómo funciona la mente en un proceso de competitividad extrema y de circunstancias de peligro. Después de esto he quedado agotado, no sé si vuelva a hacer algo. Escribir me ayudó en ese sentido. Ha sido una gran ayuda, todo este trabajo ha sido muy terapéutico”, confiesa.
En su libro, Rázuri recuerda las luchas intestinas entre la dirigencia de Hamas y Al Fatah tras la ejecución de Saddam Hussein, el parque de diversiones que fotografió en la víspera de su secuestro, el joven que lo detuvo frente a su hotel, vestido de negro, con barba y con una AK-47, el viaje en auto con la cabeza gacha, el sudor profuso, las escaleras oscuras, el colchón y la alfombra como únicos elementos de la habitación donde fue encerrado, las voces de sus captores viendo televisión en la habitación de al lado.
“Es impresionante la velocidad e intensidad con que se te mueve la cabeza, que te ahogas, que no puedes respirar. No sabes si estar sentado o de pie. Pero también llegan momentos de claridad, cuando reconoces que estás vivo y en esa circunstancias es un gran alivio”, dice el fotógrafo volviendo a recordar su historia, narrada con lucidez en primera persona.
De todo su relato, quizá lo que más conmueve, ya liberado, sea el momento en que recibe la llamada de su madre y él, sin motivo, empieza a pedirle perdón. “Tiempo después, me doy cuenta de que, en realidad, estaba buscando su afecto, el de mi padre ya muerto, el de mucha gente y el mío propio. Era una necesidad de afecto que sentía merecer después de acercarme a la muerte”, añade Rázuri. Un libro como el suyo, sin duda, es parte de esa búsqueda y de su recuperación. “Creo que el libro es una gran metáfora de lo que es una liberación. Es una analogía incluso terapéutica”, confiesa.
Relato del Secuestro
En sus propias palabras, el fotógrafo Andrés Rázuri recuerda las circunstancias del secuestro que sufrió el año nuevo de 2008, en la franja de Gaza.
Estaba en Palestina. Había ido, básicamente, por si sucedía algo. Habían colgado a Saddam Hussein poco antes del año nuevo y habían luchas intestinas entre la dirigencia de Al fatah y Hamás, que peleaban por la dirigencia del gobierno de sus territorios. Yo estaba medio perdido en Gaza. Encontré fotos publicadas por la competencia y eso me ardió: era la imagen de un cartel donde estaban las imágenes de Saddam y Arafat. No toleraba que la competencia tuviera una imagen que yo no tenía. Lo único que había podido fotografiar ese día era un parque de diversiones. Estábamos en medio del Ramadán, la fiesta más importante del mundo musulmán, y no había qué hacer. Pocos días después, el traductor me dijo que habían encontrado dónde estaba ese cartel y salimos a fotografiarlo. Hice la foto y, cuando regresé, antes de entrar al edificio del hotel, de pronto el traductor escucha algo y voltea. Cuando yo volteo para ver qué sucede, encuentro un joven vestido de negro, con barba y un fusil Kalashnikov. Me detiene. Allí comienza la historia.
"Fueron seis días de secuestro. Del 1 al 7 de enero. Y fue aterrorizante. Había habido previamente otros secuestros, y mi editor en Jerusalén me advirtió que debía moverme con cuidado"
Fueron seis días de secuestro. Del 1 al 7 de enero. Y fue aterrorizante. Había habido previamente otros secuestros, y mi editor en Jerusalén me advirtió que debía moverme con cuidado. Y que si me sucedía, me mostrara muy calmado. Por eso, recordando sus palabras, cuando a mí me lleva este tipo iba manso. Comenzamos a viajar en un auto, yo con la cabeza gacha. No querían que la levantara. Del asfalto sentí que pasábamos a la trocha. El auto saltaba. Llegados a un punto, las puertas del auto se abrieron y mis manos empezaron a sudar. Allí pensé: esto está sucediendo de verdad. Me metieron dentro de la casa y me encierran en una habitación. Allí estoy toda la noche, escuchándolos ver televisión. Cada vez que entraban al cuarto para preguntarme algo, me gritaban que baje la cabeza. Yo les decía que era peruano, y como no entendían, les hice un mapa imaginario en el aire. Les señalé la ubicación de Perú, con Ecuador, Chile, Brasil: “Ronaldinho”, les digo. Ellos me miraban incrédulos. Al volver, me dicen que buscaban extranjeros, me preguntan quiénes estaban en mi hotel. Les respondo que el redactor de mi agencia en ese momento ya había salido de Gaza. Me dicen que esté tranquilo y se van.
Me quedo dormido. Abro los ojos cuando regresan, son cuatro hombres. Solo veo sus pies. Me dicen para salir. Yo pienso que me van a liberar, me pongo la casaca y agacho la cabeza antes de salir, pero me piden que la levante. Salimos al auto y me colocan del lado de la puerta. Uno de ellos me dice “Si no actúas normalmente, te mato”. Seguimos la ruta hasta la madrugada. De pronto, comienzo a ver edificios habitacionales y guardias en las esquinas. Debo arrimarme al centro del asiento trasero para que suba otro tipo. Luego el auto se detiene y me llevan a uno de esos edificios. Obviamente, eso no era una liberación.
Mis recuerdos parecen viñetas de un cómic policial. Subo las escaleras y una franja de luz ilumina una rata que se escabulle. Me dicen que me saque los zapatos, que me eche en el colchón. Cierran la puerta y se van. Después un hombre vuelve con una almohada y abrigo.
Comienzan a pasar los días. La primera noche sueño con el tipo que me había recibido. Está en un balcón, sosteniendo a un niño de los pies. Sé que es su hijo, y él lo puede tirar, pero no lo hace. Sentía su capacidad de violencia, el miedo a la incertidumbre. Tengo otro sueño: estoy con un grupo de secuestrados, y cada uno negocia su situación con los secuestradores, unos deciden pagar por su liberación, otros harán trabajos forzados. Yo salgo corriendo de allí, y de pronto aparezco en medio de la Vía Expresa, corriendo libre.
Eran días en los que no sabes qué iba a pasar. Curiosamente, te sientes culpable. Yo me recriminaba por qué decidí salir a tomar las fotos del cartel. Me hubiera quedado editando las fotos de los juegos mecánicos, tomando mi café, pensaba, sintiéndote responsable de mi situación, sin pensar en quienes me habían puesto ahí. Es impresionante la velocidad con que se te mueve la cabeza: te ahogas, no puedes respirar. Pero también llegan momentos de claridad. Entiendes que estás secuestrado, pero reconoces que estás vivo. Y en esa circunstancia es un gran alivio. Yo meditaba con una técnica muy sencilla: me enfocaba en un objeto que pareciera simpático, y respiraba. Yo me enfocaba en un dibujo de la alfombra. Y respiro. Es impresionante la forma en que la ansiedad se disuelve y buscas el amor, la calma, la paz. Imagino un bote en medio de un mar calmo.
Como no me maltrataban físicamente, en el cuarto día de secuestro me sentía más calmado. Un guardián entraba y salía diariamente. Yo le tocaba la puerta desde adentro cuando quería ir al baño. Y él me acompañaba. Le dije que quería hablar con alguien, pero me daba largas. En un momento dado, le pregunté si puedo abrir un poquito la ventana. El ambiente estaba muy cargado.
Abrí la ventana, y coloqué mis manos por detrás, sin pretender hacer nada. Le digo en inglés: “¿Qué es lo que yo puedo hacer por ustedes?” El hombre abrió mucho los ojos. Me dijo que esté tranquilo, cerró la ventana y se fue. No sé si lo enfurecí, pero no volví a verlo. Al final del día, entró otra persona. Lo que dije tuvo efecto: me trataba como alguien que no era un opositor. Conversamos como una hora, y solo una cosa me quedó en la cabeza: “No te preocupes que no somos talibanes ni de ningún otro movimiento asesino, esto no es ni Afganistán ni Irak”. Me relajo e incluso terminamos intercambiando bromas. El pedía disculpas, repetía lugares comunes, decía que esos secuestros servían para llamar la atención de los medios.
Esa conversación me había dado esperanzas. Un día después, por la noche, me despiertan enfocándome con una linterna a la cara. Me dicen que vaya al baño a lavarme, que iban a liberarme. Me levanté del colchón y abrazo al hombre. Regresé del baño y él trata de tomarme una foto con su teléfono mientras me dirige la linterna. Yo le ayudé sosteniendo la luz sobre mí. No sé para qué me hace la foto, pero instantes después le llega un mensaje a su teléfono y me dice para seguirlo. Me metieron en una camioneta y al lado mío se ubica el hombre de mi sueño, con un Kalashnikov. Me sonríe. Yo igual.
No conozco el camino, solo veo bloques de cemento, como barricadas. Salimos a una avenida y un grupo de policías de la guardia presidencial nos encabeza formando una caravana rumbo al palacio de gobierno. El bunker el Gaza lleva las paredes llenas de esquirlas. Subí a un ascensor y en él encuentro a un redactor de France Presse. Lo abrazo. Me dice que habrá una conferencia de prensa, pero que no necesito hablar. Encuentro a los funcionarios palestinos en una sala y los saludo a todos. Estoy feliz. Mi captor también saluda, besándolos en la mejilla como dicta la costumbre árabe. Es un ambiente muy familiar. No sé qué sucede, pero en un instante los funcionarios se retiran y al momento se abre una puerta y entra un pelotón de periodistas. Veo a los fotógrafos colocar sus cámaras en el mejor ángulo. Yo solo pienso: estoy libre.
Tras la conferencia, me esperaba fuera la camioneta de France Presse, con todas mis cosas y mi equipo fotográfico. Nos dirigimos al cruce de la frontera, donde me encuentro con el embajador peruano en Israel y tomamos rumbo a Jerusalén. En medio del camino, empiezo a recibir las llamadas de los diarios. Me ponen al teléfono a mi mamá. No sé de donde me sale, pero le pido perdón. Con el tiempo, entiendo que lo que buscaba entonces era su afecto, el de mi padre muerto, el de mucha gente, el mío propio. El afecto que creía merecer después de haberme acercado a la muerte.
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