A postrero de noviembre de 1889 tuvo lugar en Lima “la negociación más grande de carácter privado que se ha hecho en América del Sur”. El protagonista de este acontecimiento fue Juan Gildemeister, hombre laborioso y sagaz, quien vendió a un consorcio británico la “oficina” salitrera Rosario de Huara, en Tarapacá, por la fabulosa suma de 1′250,000 libras esterlinas. Muchos pensaron que era el brillante colofón de una trayectoria llena de éxitos, iniciada en nuestra patria en 1845 y que Gildemeister retornaría a su Bremen natal a disfrutar de sus riquezas. Al conocer esos comentarios, respondió con energía: “Si los pocos hombres que contamos con capitales abandonamos este país, ¿qué será de él?”.
Juan Gildemeister nació el 16 de junio de 1823 en la ya mencionada ciudad libre en la Confederación del Rin, a orillas del río Weser. Pertenecía a una familia de antiguos linajes y, desde muy joven, decidió abrirse paso en nuestro continente. Su primer destino fue Río de Janeiro, donde dirigió un negocio de importaciones. Con sus ahorros compró un velero y un gran cargamento de madera que llevó a Valparaíso, vendiendo con pingües ganancias la mercadería y el buque. Vino a Lima y poco después viajó a California, retornando al corto tiempo para formar una sociedad comercial dedicada a las importaciones, su especialidad. La casa Gildemeister y Cia., ubicada en la calle San Pedro, prosperó rápidamente. Junto al británico Guillermo Gibbs, Gildemeister fue, a partir de 1863, uno de los primeros en impulsar el desarrollo de Iquique, “habilitando” a los pequeños productores de salitre. “El negocio de habilitación estaba produciendo magníficos resultados a Gildemeister -escribió El Comercio – cuando el terremoto de agosto de 1868, que arruinó todo el sur, ocasionó la pérdida total de sus bienes. Almacenes con mercaderías, salitre en bodegas, muelles, lanchas y todo lo que la razón social tenía en Iquique fue arrasado por el terremoto y el mar”.
Gildemeister, mediante el telégrafo, recibió inmediata noticia del desastre y, sin pensarlo dos veces, envió a uno de sus hombres de confianza a Hamburgo, con la orden de comprar toda la existencia de salitre que hubiera en ese puerto. Gildemeister confiaba en dos cosas: que el precio del producto, como en efecto ocurrió, subiera al suspenderse por tiempo indefinido los embarques a causa del terremoto, y que su emisario culminara el trato antes que la noticia del terrible sismo llegara a conocimiento de los comerciantes hamburgueses. Por entonces no había comunicación cablegráfica con Europa. Gracias a sus rápidos reflejos y su intrépida maniobra, Gildemeister obtuvo réditos fabulosos.
Al estallar la guerra con Chile, Gildemeister suspendió sus labores por largo tiempo para no pagar impuestos a los invasores. En enero de 1881, luego del infortunio de Miraflores, cedió al cónsul alemán su amplia mansión, donde bajo la bandera germana encontraron refugio numerosas familias peruanas. Ya por entonces estaba casado con doña María Prado, natural de Lambayeque, y poseía también importantes propiedades agrícolas y mineras en el valle de Chicama y en la quebrada de Huarochirí, respectivamente. Gildemeister reanudó la producción de nitrato de salitre en 1883 y en 1888 compró la “oficina” de Rosario de Huara en cien mil pesos chilenos a la que dotó de moderna maquinaria y luego vendió, como ya quedó dicho.
Los últimos años de su vida los dedicó Juan Gildemeister a convertir la hacienda Casagrande en un ejemplo de industria azucarera con los más altos niveles tecnológicos. Más no sería justo recordarlo solamente como un empresario afortunado. Gildemeister fue también un hombre generoso, sencillo, cristiano. “Él fue arquetipo de perseverancia para el trabajo; fe viva y ardiente para las grandes empresas industriales; apoyo y protección para los hombres laboriosos y probos; consejero discreto de cuantos buscaron en su experiencia el impulso de sus propios negocios”.
Juan Gildemeister falleció en Lima el 31 de mayo de 1898. A su casa, en la calle Mogollón, llegó una inmensa y heterogénea multitud de personas que acompañó sus restos hasta el Cementerio de Bellavista. No solo era el postrer y comprensible homenaje a un triunfador en el difícil y arriesgado ámbito de las finanzas, a un multimillonario. Era el tributo sincero y emocionado de honda admiración a un hombre que se identificó profundamente con nuestra patria y, como dijo El Comercio en esa hora de despedida, un insigne “apóstol del trabajo”.
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