Recuerdo el tráiler en el cine. Pre-IMDB, pretodo. Recuerdo que mi corazón empezó a palpitar cuando lo vi. Recuerdo el afiche. La quería ver, la iba a ver. Era invierno y la fecha estaba clara: 25 de diciembre. Agregaban pronto. ¿Pronto? Yo tenía ese año once pero me creía de doce. Seis meses a esa edad era mucho. Re cuerdo que pensaba que se iba a llamar “Mandíbulas” como en España.
Recuerdo los rumores que llegaban desde afuera. Recuerdo una revista “Time” que vendían en el quiosco de Salvador con Providencia y cómo junté dinero para comprarlo porque estaba Steven Spielberg en la portada. Recuerdo los avisos a página completa en “El Mercurio” y “La Tercera”. Esa imagen ahora icónica: esos dientes, esa chica nadando. La vi al final el 25 de diciembre, con calor. A las 16 horas, creo. Compré entradas anticipadas. Igual la fila era inmensa. Fui con Zacarías Enisman, un amigo judío que no celebraba la Navidad. Nosotros la celebramos la noche antes. Solo quería ver “Tiburón”.
No sabía de blockbusters porque no existían por ese entonces pero estaba claro que había que verla y el cine estaba lleno, la fila frente al cine Oriente era inmensa. Nadie estaba de shorts porque en esa época hubiera sido como una excentricidad de turistas. Entramos. Empezó a sonar la música deJohn Williams. Daba lo mismo la dictadura o mi pubertad: lo que importaba -todo lo que importaba- estaba ahí en el cine y todos se fijaban en los tres protagonistas pero yo quería ser el hijo mayor de Roy Scheider.
Con los años me empecé a fascinar con las cintas de los 70 que Spielberg y “Tiburón” aniquilaron, pero esa Navidad de 1975 no me cabe duda de que me pareció que lo que había presenciado era arte y era potente y era como andar en una montaña rusa y que -quizás- lo mejor que había visto en mi vida.
Esta nota es una colaboracion para El comercio del autor chileno a propósito del aniversario del filme.