Memo —Jorge García, el mismo de la serie “Lost”— es un hombre de mediana edad, alto y obeso, que vive en medio de los bosques del sur de Chile. Lugar edénico por sus lagunas, verdes follajes, aires frescos y diáfana luminosidad, Memo vive con su tío Braulio (Luis Gnecco), en lo que parece ser un negocio de curtiembres y venta de lana de oveja. Memo no habla casi nunca, y tiene una vida cuyo misterio parece impenetrable.
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Hay algo que otorga a Memo la aureola de no ser de este mundo, esa presencia física de gigante que es capaz de destrozar a quien pueda amenazarlo. Pero, al mismo tiempo, se trata de un monstruo en el fondo sensible y frágil. En eso, el director mapuche Gaspar Antillo ha revelado, en entrevistas recientes, su inspiración en imaginarios de fantasía tétrica como el de Frankenstein o el de los personajes de Tim Burton.
El fotógrafo Sergio Armstrong utiliza, en consonancia con el universo de fantasía en el que se inspira la cinta distribuida por Netflix “Nadie sabe que estoy aquí”, mucho steady-cam —una cámara que se mueve en una especie de flotación fluida—, acercamientos focales lentos, y tomas que siguen a Memo en una especie de inmersión hipnótica dentro de ese paisaje que está en el límite de lo irreal o lo mental. Surge entonces la pregunta: ¿en qué mundo vive Memo?
La pregunta que acabamos de hacer quizá sea la que defina las principales virtudes y defectos de esta ópera prima. Entre la realidad y la fantasía, estamos atrapados en el mundo casi autista de un personaje querible, pero también demasiado lejano. Solo algunos flashbacks informan de un drama íntimo: de niño, Memo pudo ser una estrella pop de la canción, si no fuera por un productor que lo desechó por su imagen “poco atractiva”.
Un aspecto muy interesante de la historia de este “monstruo bueno”, aunque poco aprovechada por el director, tiene que ver con ese doloroso pasado de su infancia, que volverá de forma un poco abrupta al final de la película. Se trata del papel que jugó otro niño, llamado Ángelo, estrella del canto infantil que, ha instancias del acuerdo infame logrado por el productor, hacía pasar como suya la prodigiosa voz de Memo.
Hay entonces todo un lado también trágico y operático en este martirio y ostracismo de un personaje por cierto muy bien encarnado por Jorge García. Lo operático se refuerza por la música de Carlos Cabezas, y los vestidos glamorosos y lentejuelas que Memo se pone a escondidas, a la manera de una diva que disfruta un estrellato inventado, el mismo que la realidad le negó por su gordura o fealdad.
El principal problema con la cinta de Antillo, entonces, no es la forma de hacer vistoso y asombroso a su personaje, sino la incapacidad para hacer que podamos creerle que quisiera concretar vínculos con otras personas. En eso falla el diseño de dos personajes: tanto Braulio, como Marta (Millaray Lobos) —la chica que se interesa por Memo—, aparecen como fugaces motivos más decorativos que verdaderamente dramáticos.
Memo es quien quiere vengarse de su niñez abusada del pasado. Pero no es el monstruo que quisiera amar —a pesar de que lo pudiera indicar la canción que se vuelve el leit motiv de todo el metraje—. Alguien podría decir que no hay que pedirle nada a un personaje que es como es. El problema es que el director sugiere que podría haber un romance con la chica, o un vínculo filial-paternal con el tío, y en todo momento esas relaciones lucen como pies forzados en una arquitectura cinematográfica por cierto fina y deslumbrante. El debut de Antillo es interesante, pero está muy lejos de ser contundente.
LA FICHA
Título original: Nadie sabe que estoy aquí
Género: Drama
País y año: Chile, 2020
Director: Gaspar Antillo
Actores: Jorge García, Luis Gnecco, Millaray Lobos García, Nelson Brodt.
Calificación: ★★☆☆☆
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