A primera vista, no habría nada muy novedoso en este filme sobre agentes de la DEA encubiertos que, a fines de 1980, se meten en las entrañas del cartel de Pablo Escobar. Basado en el libro autobiográfico de Robert Mazur, “El infiltrado” se concentra en las peripecias de policías que se cuelan en una red de lavado de dinero, en pleno apogeo del narcotráfico en Florida. Es la era dorada de mafias cuyo poder, en varios niveles –que incluyen el financiero y el político–, llegó a representar una seria amenaza para los EE.UU. de Ronald Reagan.
Pero las imágenes del director Brad Furman –a quien conocimos por la estupenda “Culpable o inocente” (“The Lincoln Lawyer”, 2011)– tienen más secretos de lo que aparentan a primera vista. Es el misterio de un cine que parece emanar del cuerpo del actor. En este caso, uno que, como sus personajes, juega al límite de sus posibilidades: Bryan Cranston.
No se ha reflexionado lo suficiente sobre la relación entre el actor y el cine. Con los intérpretes más talentosos, suele suceder que se convierten en creadores de una filosofía, más que de un personaje. En el caso de Marlon Brando, se trataba del hombre-monstruo que está más allá del bien y del mal, como en “El último tango en París”, “Apocalipsis ahora” o “El padrino”.
En el caso de Cranston, se trata del hombre que fabrica una vida paralela y que se atreve a vivir con el intercambio diario de una identidad por otra. En la serie de TV “Breaking Bad”, Cranston era un químico de narcóticos ilegales que, al llegar a su casa, se convertía en un buen padre de familia, aunque la esposa no supiera nada de su otra identidad. Y lo mismo, aunque con otras variantes, pasa con Bob Mazur. La diferencia más importante quizá radique en que este último es un policía profesional, lo que hace, quizá, aún más dramático el conflicto interior que lo envuelve poco a poco.
“El infiltrado” tiene un poco de evocación de época y otro poco de crueldad a flor de piel, más cerca de la violencia sugerida que de la gráfica. Y es que cuando todavía no existían celulares y el mundo era menos virtual, los juegos de disfraces entre policías y criminales podían ser más arriesgados. La tecnología de las máquinas grabadoras, incorporadas en maletines de cuero, eran armatostes que podían fallar.
Por otro lado, Furman se aleja de Scorsese y de los grandes espectáculos barrocos, para escuchar las medias voces, los susurros de miedo, las rendijas de silencio por las que se mueven personajes nerviosos y enloquecidos. Ambientes mortecinos y amarillentos dan paso a la oscuridad detrás de bastidores. Las calles son también un teatro decadente. Ya sea para presumir o para concretar algún negocio sucio.
En su más alto nivel de sutileza, “El infiltrado” trata más sobre la posibilidad de no regresar de la simulación. Una transgresión de límites difusos. El agente lumpen Emir Abreu (John Leguizamo), por ejemplo, no deja de retar al protagonista, Mazur, quien debe ir más allá de lo que puede. Sacrificio que puede alcanzar a su familia y a todo lo que él está dejando de ser. Y si la película falla en cuanto a la cantidad de subtramas que abre, no lo hace en relación a quién las atraviesa: un actor –Cranston– que, como pocos hoy, logra una línea de intensidad que une varios opuestos: orgullo y vergüenza, flaqueza y firmeza, miseria y grandeza.
LA FICHA
Título original: “The Infiltrator”.
Género: drama, thriller.
País: EE.UU., 2016.
Director: Brad Furman.
Actores: Bryan Cranston, Diane Kruger, John Leguizamo, Benjamin Bratt.
Calificación: 3.5 de 5.