La actriz Greta Garbo se retiró del mundo del espectáculo a los 36 años, en la cima de su carrera y luego de participar en 26 largometrajes. (Foto: Reuters)
La actriz Greta Garbo se retiró del mundo del espectáculo a los 36 años, en la cima de su carrera y luego de participar en 26 largometrajes. (Foto: Reuters)
/ HO
Czar Gutiérrez

Su mirada era un ejercicio de estilo, su rostro un prodigio digno de estudio. La profundidad de sus párpados y la perfección de sus cejas un tratado de inspiración helenística. El planeta estaba contemplándola completamente absorto cuando la dama de deslumbrantes 36 años de edad miró la cámara de la Metro Goldwyn Mayer, dijo ‘I want to be alone’ —‘quiero estar sola’— y cerró las puertas de su casa en las narices del showbiz. Claro, todos pensaron que se trataba de una estratagema publicitaria. ¿Cómo era posible que semejante luminaria se retire en la cúspide de su popularidad, en la flor de su vida? Distancia social, le dicen ahora. Aislarse para frenar la propagación de un agente infeccioso de transmisión interpersonal. Para , el virus era la sociedad en general y los paparazzis en particular.

Nacida un 18 de septiembre del año 1905 en un país gélido como su mirada, lo único que logró con semejante cuarentena fue cimentar tempranamente su propio mito. Convirtió su apartamento —un distinguido loft ubicado en la calle 52 de Manhattan, junto al East River y frente a Central Park— en una especie de bunker a prueba de balas. Allí pasó décadas enteras rechazando roles estelares. Pidiendo sumas provocadoramente estratosféricas por los protagónicos que le ofrecían. Apertrechándose tras sus pinturas de Renoir, Pierre Bonnard y Kandinsky. Hasta que una mezcla de diabetes y neumonía se la llevó para siempre un 15 de abril de 1990. Tenía 84 años y era domingo de Pascua en Nueva York.

ESTRELLA DISTANTE

“Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie”, dijo alguna vez. Lo cual no impidió que en 1976 un teleobjetivo de la revista People la captara nadando desnuda. O que después circularan fotografías de una diva ya anciana y canosa, pero de tenida impecable e imponente perfil. Cuando el fotógrafo Cecil Beaton la mencionó en sus memorias, ella nunca volvió a hablarle. Cuando en 1954 la academia le concedió un honorífico —después de haberla nominado tres veces sin premiarla— no fue a recibirlo. Cuando Suecia la condecoró, dijo que no viajaría. Que el embajador vaya a su casa.

Greta Garbo como Cristina de Suecia (antes de abdicar) en la cinta “Queen Christina” ( 1933 )
Greta Garbo como Cristina de Suecia (antes de abdicar) en la cinta “Queen Christina” ( 1933 )
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Claro, no se podía esperar menos de una señorita que tampoco fue a su matrimonio (1928), dejando con los crespos hechos al galán John Gilbert. Pero la verdadera aversión de Garbo fueron los paparazzi. Una plaga a la que odiaba con auténtico fervor. La única vez que concedió una entrevista el periodista empezó diciendo “yo me pregunto…” y ella lo frenó en seco: “¿Preguntarse? ¿Por qué?”. Y se fue. Así era la hija de una empleada doméstica y de un barrendero, tendero y asistente de carnicería que moriría a causa de la peste española cuando Greta tenía 14 años. Entonces ya era dueña de una belleza electrizante. De modelo de sombreros pasó a filmar comerciales. Y en julio de 1925 descendió de un vapor en Nueva York.

Para que después de arreglarle los dientes, bajar de peso y enseñarle a hablar inglés, Metro Goldwyn Mayer empezara a transformar a la tímida jovencita de 20 años en una poderosa leyenda cinematográfica del siglo XX. Y todo al cabo de veintiocho largometrajes en dieciséis años. Transición del cine mudo al sonoro donde el maestro del encuadre Cecil Beaton tendría mucho que ver al capturar la belleza y elegancia de la gema nórdica, de quien se enamoró en 1946 mientras le hacía retratos para su pasaporte. Pero Garbo ya estaba en manos de la aristocrática guionista Mercedes de Acosta, cuya voracidad sexual también daría cuenta de Marlene Dietrich, Alla Nazimova, Eva Le Gallienne, Isadora Duncan y siguen firmas.

SAFO Y LA SIRENA

“Yo puedo quitarle cualquier mujer a un hombre”, presumía De Acosta. Dicho lo cual ideó un plan milimétrico para conquistar a la díscola niña sueca “que no era lesbiana, pero podría serlo”. Ingeniosa, discreta y sofisticada neoyorquina descendiente de la realeza española, había desplegado su encanto para acceder a Hollywood como escritora y guionista. Pero sobre todo para conquistar a sus divas. “Ella era increíblemente hermosa, más de lo que parecía en sus películas. Sus pies estaban desnudos y, como sus manos, eran delgados y delicados. Su precioso cabello lacio llegaba a sus hombros y llevaba una visera de tenis blanca echada hacia adelante, tapando levemente su rostro, en un esfuerzo por ocultar sus extraordinarios ojos, que tenían una mirada de eternidad”, escribió sobre su primer encuentro.

Fotografía de la actriz sueca Greta Garbo tomada en Gotemburgo, Suecia, el 16 de agosto de 1932. (Foto: AP)
Fotografía de la actriz sueca Greta Garbo tomada en Gotemburgo, Suecia, el 16 de agosto de 1932. (Foto: AP)

“Hubo un silencio, un silencio que ella pudo manejar con gran tranquilidad. Greta siempre puede manejar maravillosamente un buen silencio. Pero yo estaba espantada. De repente, miró mi brazalete y dijo: ‘Qué bonito brazalete’. Me lo saqué de la muñeca y se lo alcancé. ‘Lo compré para vos en Berlín’, dije”. Ese fue el inicio de una relación melancólica, profunda y anhelante. Mares plateados por la luna, destellos de luz, intercambio de rosas rojas y champagne. Por lo menos eso dicen el puñado de cartas que florecieron y declinaron desde 1931. Hasta el 1º de enero de 1960 cuando De Acosta publicó “Aquí yace el corazón”, libro de memorias donde muy discretamente lo cuenta todo.

Es decir, desvela algunos pormenores del famoso ‘Círculo de Costura’, grupo de actrices lesbianas y bisexuales que existió entre 1920 y 1950. Marlene Dietrich, Joan Crawford, Barbara Stanwyck y el prominente dueto Garbo – De Acosta protagonizaron una especie de Edad de Oro alternativa en Hollywood. En paralelo con esa selectísima aristocracia intelectual londinense que fue el Círculo de Bloomsbury —Virginia Woolf, John Maynard Keynes, E. M. Forster y Lytton Strachey—, las actrices vivieron su intensa sexualidad al margen de los códigos de conducta y las cláusulas contractuales de los estudios. Todo lo cual no hizo otra cosa que ensanchar el nimbo misterioso que ya cubría a ‘la divina’ sueca.

ESPESOR NÍVEO

Su rostro totémico, equilibrando entre la fragilidad de lo efímero y la perfección de lo imperecedero, ha motivado kilómetros de metraje documental y ríos de tinta. “La Garbo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enormemente a las multitudes. Se trata sin duda de un admirable rostro-objeto. El maquillaje tiene el espesor níveo de una máscara, no es un rostro pintado, sino un rostro enyesado, defendido por la superficie del color y no por sus líneas; en esa nieve a la vez frágil y compacta, los ojos solos, negros como una pulpa caprichosa y para nada expresivos, son dos cardenales un tanto temblorosos”, escribe Roland Barthes en un ensayo con nombre propio.

Basta un click en YouTube para ver si es verdad tanta belleza. El descenso calculado de su cabeza, el movimiento de sus labios, el oscurecimiento de su rostro, la contracción de sus cejas, la caída de sus párpados. La acción coordinada de un universo en movimiento. Y, como telón de fondo, el amplio espectro de ambigüedad sexual ampliando una androginia que derrama glamour y fascinación sobre ambos sexos. Y esa frase —"quiero estar sola"— que saldría del écran para gobernar su vida. Por eso se retiró temprano, adoptó el seudónimo de Harriet Brown y se encerró en su casa. Libre de agentes patógenos. Para respirar el aroma de su propia belleza.

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