Miembros de Just Stop Oil rocían con pintura naranja los monolitos de Stonehenge, arrojan sopa de tomate sobre “Los girasoles”, de Van Gogh; atacan con un martillo “La Venus del espejo”, de Velázquez, pegan sus manos al lado de “El carro de heno”, de John Constable; y dañan la vitrina que protege una copia original de la Carta Magna, texto fundacional de la democracia moderna, en la Biblioteca Británica de Londres. Su propósito: detener nuevas inversiones del Reino Unido en combustibles fósiles. También en Londres, el grupo Animal Rising prefiere vandalizar el nuevo retrato oficial del rey Carlos para denunciar el maltrato en granjas protegidas por la Sociedad Real.
En París, Riposte Alimentaire arroja sopa de calabaza al rostro de “La Gioconda” para denunciar que en Francia se desecha el 20% de los alimentos. Y una militante adhiere mensajes apocalípticos sobre “Las amapolas”, de Monet, en el Museo de Orsay para llamar la atención sobre el calentamiento global. El mismo colectivo lanzó sopa contra “La primavera”, de Monet.
Y mientras el grupo alemán Última Generación ataca con puré de papa otro Monet, “Los almiares”, en España Futuro Vegetal siente debilidad por las majas desnuda y vestida de Goya, en el Museo del Prado, en cuyos marcos dos jóvenes militantes adhirieron sus manos con pegamento. En el video filmado por sus compañeros de militancia, alertan sobre la subida de temperaturas producto del cambio climático.
Así, sea por motivos ecologistas, contra la crueldad animal o cualquier otra causa noble, una pareja de activistas, en su mayoría jóvenes, irrumpe en los principales museos de Europa, filman su acción y de inmediato la difunden por redes sociales. En la mayoría de las veces, el daño no ha sido grave: las obras suelen estar protegidas por un vidrio.
Estos grupos recorren una delgada línea entre lo simbólico y lo destructivo para llamar la atención. Nada nuevo hay en este fenómeno. Recordemos que la sufragista Mary Richardson apuñaló en 1914 a “La venus del espejo” para manifestarse a favor de los derechos de la mujer. Por cierto, el mismo cuadro de Velázquez fue objeto del accionar de Just Stop Oil en noviembre del año pasado.
Una práctica antigua pero cuyo impacto, como destaca Pedro Pablo Alayza, director del Museo de Arte Contemporáneo (MAC Lima) se ha visto fortalecido por las redes sociales. “Estamos en manos de las redes y de la facilidad de hacerse famoso haciendo tonterías. Y es una pena que una de esas tonterías sea atentar contra las obras de arte. No es un fenómeno nuevo pero la reiteración reciente no es algo bueno”, afirma.
Las razones de la sopa
La pregunta clave aquí es qué correlación hay entre “Los girasoles” y el cambio climático. Qué tienen que ver las obras de arte con las consignas de estos grupos activistas. Para el curador Jorge Villacorta, cuando se ataca una obra de arte, se ataca su valor de cambio. “Creo que hay un rechazo contra la obra de arte y su valor de mercado exorbitante que la convierte en objeto de ataque”, señala. En su análisis, el activismo de estas organizaciones ha elegido operar en los grandes museos para simbólicamente agredir los intereses e inversiones del sistema económico, a los magnates capaces de invertir en la destrucción del planeta con tal de incrementar sus ganancias.
Luego de que dos de sus activistas rociaran de pintura naranja el sitio prehistórico de Stonehenge, el grupo Just Stop Oil consideró en su comunicado que se había puesto en marcha una “acción megalítica”, para que el próximo gobierno del Reino Unido se comprometa a eliminar los combustibles fósiles para el 2030. “La harina de maíz naranja que usamos para crear un espectáculo se lavará pronto con la lluvia, pero la necesidad urgente de una acción gubernamental efectiva para mitigar las consecuencias catastróficas de la crisis climática no desaparecerá”, advirtieron.
En efecto, no se trataba de látex naranja, sino de una sustancia de poco impacto. Más allá de las reacciones institucionales y la indignación oficial contra estos actos de vandalismo, al tratarse de daños menores, muy pocos activistas terminan en prisión. Por ejemplo, el estudiante de arquitectura Shakeel Ryan Massey, que atacó en el 2019, en la Tate Modern de Londres, la obra “Busto de mujer”, de Picasso, fue sentenciado a solo 18 meses de prisión. Y en el reciente ataque a “La Gioconda”, la justicia francesa impuso a las dos responsables pagar una “contribución ciudadana” para archivar el caso.
Medidas disuasorias como estas han tenido poco efecto. Más bien abonan en el intenso debate sobre los métodos de protesta y su impacto en el patrimonio artístico. Para la artista visual Natalia Iguiñiz, al ser las artes y la cultura formas de conocimiento, resultan también terrenos de disputa política. “Aquí lo vemos con ‘El ojo que llora’, de Lika Mutal. En general, las derechas del mundo están asumiendo formas de protesta que antes pertenecían a sectores populares y progresistas. La batalla simbólica se hace desde el poder y también desde los activismos contra el poder”, explica.
El crítico Gustavo Buntinx se muestra contrario a cualquier tolerancia ante estos atentados que él considera “vandálicos, reaccionarios, paranoicos y narcisistas”, y propone que los museos restrinjan el ingreso con cámaras o celulares para detener estos actos. “Pretextando alguna “noble causa”, estos grupos ignoran la ética más elemental: “el fin no justifica los medios”, dice. Según Buntinx, tras estos delitos, hay también una cuota de hipocresía. “Occidente se ve confrontado por los fantasmas del retorno a la Edad Oscura”, añade.
En tanto, el investigador José Carlos Mariátegui lamenta la lentitud de los museos para entender el contexto de estos ataques: “Los jóvenes que participan en ellos no se ven a sí mismos como vándalos. Aquí hay un problema generacional. Su objetivo es visibilizar su forma de protesta, no el perjuicio de la obra. Y los museos hacen poco por empatizar con los problemas sociales de hoy. Definitivamente esto genera una reacción, porque para los jóvenes el museo se convierte en un objetivo, un espacio conservador”, afirma.