El suyo es un diálogo amistoso, tanto compartiendo una galería como sentados a la mesa. Rafo León, escritor que en los últimos cinco años ha abrazado la expresión plástica, y Pancho Guerra García, artista plástico reconocido por capturar el delirio urbanita, exponen juntos en las salas 100 y 115 de la republicana Casa Ronald, en Monumental Callao. Juntos pero en galerías separadas, sus propuestas tienen como elementos comunes la celebración del color y la abierta irreverencia. Nos presentan personajes diversos, en su mayoría grotescos, pero cargados de cierta ternura.
A propósito de este inédito encuentro, salimos de la galería al bar. Esta no será la típica nota sobre una muestra de pintura: se trata de, acompañados del repertorio de la rocola, pensar el trabajo de dos artistas acostumbrados a explorar los espacios alternativos para compartir su trabajo. Y con su honestidad característica, hablan de cómo sobrellevar el oficio en medio de la crisis.
— Empecemos con una pregunta ambiciosa: ¿cuál creen ustedes es hoy el lugar del arte?
Pancho Guerra García: En la nube. Las redes sociales han hecho que se hable mucho de arte, ya no viendo directamente el cuadro, sino su imagen en una pantalla. Ya no hablamos del arte en sí, sino de cómo se mueve y nos llega. Hoy el arte es viral, casi inmediato, crece sobre el momento. Y, por lo mismo, es muy difícil asirlo.
Rafo León: Hoy ya no vendes cuadros. La gente se lleva la foto del cuadro. Creas una situación, la fotografías y, como si fuera un grabado, la imagen circula. Es una derivación del fenómeno de las redes, que termina creando una nueva manera de crear.
PGG: Ya no basta hacer el cuadro. Tienes que presentarlo como un reel, yo suelo poner una canción de los Rolling Stones. Así se vende ahora. Directamente, quienes vieron el cuadro no pasan de 50 personas.
RL: Es una reconstrucción de la realidad artística. Esto me agarra viejo: a los 73 años, ya no estoy para estas naderías, la verdad. A mí me fascina la pintura de caballete, desde niño he mirado mucha pintura. A estas alturas no me voy a poner a pensar en estas adulteraciones virtuales.
— ¿En estas nuevas y rápidas formas de consumo del arte, dónde encaja el rigor propio del oficio?
PGG: Hay que creer aún en la pintura de caballete. Los artistas no se quedan más de dos horas en su taller. Proyectan, imprimen, hacen ampliaciones, ¡pero ya no pintan!
RL: Recuerdo cuando el año pasado vino esa cosa indefinible que te ofrecía una “inmersión” en el mundo de Van Gogh. Mi querido amigo Enrique Polanco pagó su entrada y salió hecho una furia. “Han convertido al mártir del arte moderno en un payaso”, decía. Exposiciones de ese tipo se ven mucho fuera.
PGG: Yo fui y me gustó, pero sabiendo que no iba a una exposición. Pero para muchos es eso.
RL: ¿Sabiendo qué? ¿Que había una realidad, previa a la tecnología, en la que se trabajaba de otra manera? Parece que eso ha dejado de tener importancia...
— Con el cierre de varias galerías y el repliegue de instituciones, parece que el mercado del arte sigue en pasmo tras la pandemia. ¿Cómo lo ven?
RL: Me sorprende observar cómo se mueve la generación de artistas que está a caballo entre lo tecnológico y lo tradicional. Hacen miles de gestiones para conseguir una sala, hacen su prensa... ¡Son muchísimos! Y cada vez hay menos galerías, y gran parte de ellas son espacios pequeños, adosados a cafeterías y librerías. ¿Dónde van a ir todos ellos? Antes había un sistema muy definido de producción y consumo de arte.
PGG: Yo creo que las redes sociales han ayudado muchísimo a vender. Así no vendas: posteas, haces un chiste, te disfrazas. La gente te ve.
— ¿Y cómo se recursean en un medio tan difícil?
PGG: Antes las galerías te daban un catálogo, el vino para la inauguración de tu muestra, una pared y una venta. Ya nada de eso existe.
RF: Y algunas galerías han empezado a cobrarte por exponer. Son los llamados “laboratorios”, que ya no trabajan con comisión, sino cobrándole directamente al artista por el espacio. Y con eso se acabaron los filtros. Basta que pagues para exponer. Es el todo vale.
PGG: Muchos jóvenes artistas venden stickers, dibujitos, agendas, hacen tatuajes. Tienen su marca, su sello, sus bolsitas. Saben recursearse, tienen una movida interesante, no tienen miedo a vender. Eso antes no había. En mi época, el profesor Adolfo Winternitz te miraba mal si salías a vender un cuadro o si exponías antes de egresar de la escuela. Esperábamos que algún coleccionista nos descubriera y venderle el gran cuadro.
RF: Como todo, pienso que uno hace lo que puede. Para los jóvenes hay más oportunidades en un mercado que para mí es desconocido. Me he circunscrito a lo que creo que puedo hacer. En ese sentido, me ha parecido interesante que me convoquen a una muestra junto con un artista como Pancho, que para mí era algo inalcanzable.
PGG: Ya que estamos en el “yo te estimo”, puedo decir lo mismo de Rafo. Ahora dicen que somos promo. ¡Tienes que aclarar que soy 20 años menor! [ríe].
Compartiendo el juego pictórico y la pasión por el color, Guerra García y León presentan una colección de personajes en muestra curada por Betzabeth Ortega.
En el tradicional Mateo, céntrico bar restaurante del puerto, dos colegas conversan antes de compartir muestra en la Casa Ronald, de Monumental Callao.