Todo iba bien con abril: del verbo latino ‘aperire’, se relacionaba con el tiempo en el que se abren las flores en Europa, delicado proceso que compromete al pistilo que se curva y al estambre que se cierra, cubriendo de polvo al estigma. Abril era el segundo mes del año en el calendario romano, hasta que Numa Pompilio (700 a. C.) puso a enero y febrero al principio y empezaron los problemas. Durante la guerra de los titanes, Crino corta los genitales de Urano con una hoz adamantina y los lanza al mar. Su semen se hace ‘aphrós’ (espuma) y de esa espuma, a través de la forma ‘aphrilis’, nace Afrodita, diosa de la pasión sexual. De su nombre se desprenden tanto lo afrodisíaco como lo venéreo (‘venere’).
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Todo lo cual devendría en un paso previo a la muerte: “El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo / la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / una pequeña vida con tubérculos secos”, escribe T.S. Eliot después de haber diagnosticado la pérfida naturaleza de ese mes inclemente en los versos inmediatamente anteriores, donde lo pinta sin atenuantes: “Abril es el mes más cruel: engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales”. Así inicia el poema más famoso de la literatura universal. Para agravar las cosas, subtitula esa primera parte como lo que en estos instantes es el titular de cualquier periódico del planeta: “El entierro de los muertos”.
Es 1922 y tiene 34 años cuando Thomas Stearns Eliot (1888-1965) publica 434 versos que alertan sobre los peligros de extinción de una civilización que abandona sus raíces espirituales. Advierte que si eso ocurre, se convertirá en una sociedad “moribunda”, palabra clave que recorre un escalonamiento de versos sombreados por el fantasma de la Primera Guerra Mundial. Toda una galaxia lírica que Ezra Pound terminó de pulir para que se convierta en el gran parámetro de la tradición contemporánea que metaforiza las floraciones de abril y avanza sobre un corpus inyectado de significantes formales, estructurales, psicoanalíticos y hasta feministas. “La tierra baldía” es la cartografía más exquisita de un planeta en ruinas.
Vendrá la muerte
Para efectos más periodísticos que literarios, la crueldad de abril 2020 viaja en esa línea ascendente de muertos por coronavirus. En ese martillo que no cae. En esa curva que no se achata. Y que aterriza sobre una realidad asfaltada de féretros antes que metáforas. Después de todo, la muerte debe ser el hecho más insustituible y enigmático de la humanidad. Un golpe que cae como del odio de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma de nuestro César Vallejo, que ya tenía en el recuerdo el día de su muerte. Será 15 de abril cuando el más universal de los peruanos cierre definitivamente los ojos en París sin aguacero y en viernes santo (1938).
Al día siguiente, pero treinta años antes, dejaría de existir en Lima el periodista, ensayista, filósofo marxista y gran amauta José Carlos Mariátegui a causa de una enfermedad que lo aquejó toda su vida. Tenía apenas 36 años cuando se fue, no sin antes haber diagnosticado los grandes males que siguen aquejando al Perú y Latinoamérica. Serán las 14:35 horas de un 17 de abril de 2014 en Pedregal de San Ángel, México D.F., cuando un cáncer linfático quiebre la última resistencia de un Gabriel García Márquez de 87 años. Sobre su lecho de muerte se precipitó una delicada lluvia de flores amarillas.
Una hora y media después de que cesara toda actividad cerebral, el cerebro del genio fue extraído por el patólogo Thomas Stoltz Harvey, quien depositó suavemente la masa encefálica en una solución de formol. A continuación lo ametralló con el flash de una cámara fotográfica, lo seccionó en 240 bloques de 10 cm3 cada uno antes de encapsular cada fragmento en probetas de colodión. Pesaba 1.230 gramos y ciertas partes tenían una mayor proporción de células gliales que el cerebro masculino promedio. Harvey hizo todo a las 8 de la mañana de 18 de abril de 1955 en el Hospital de Princeton, Nueva Jersey. Todo fue clandestino y sin autorización de la familia de Albert Einstein, el dueño del cerebro.
Y tendrá tus ojos
Lo cierto es que más allá de supersticiones, el mes de abril parece haber envuelto con un sudario la literatura universal. El recuento de muertos va de Séneca a Isaac Asimov. De Lord Byron a Simone de Beauvoir. De Jean-Paul Sartre a Sor Juana Inés de la Cruz. Tal vez ese tal Numa Pompilio, segundo rey de Roma, tenía razón cuando diferenció los días fastos de los nefastos: los primeros eran jornadas dedicadas a la actividad humana, los nefastos eran los días dedicados a los dioses. Toda actividad humana quedaba clausurada. Esos eran los ‘dies atri’ (días negros), de derrotas militares, catástrofes y culto a los muertos. Como Günter Grass, Gato Barbieri, Eduardo Galeano, Rómulo Gallegos, Octavio Paz, Abraham Stoker, Alejo Carpentier o Ernesto Sábato, que también se fueron un mes como este.
Y tenía que ser el pálpito enfermo de abril —que hace brotar lilas en la tierra muerta y despierta inertes raíces con lluvias primaverales— el que transportase hasta la eternidad simultáneamente a tres de las más grandes antorchas de la literatura universal: Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega abandonan sus cuerpos físicos un 23 de abril de 1616. Es altamente probable que una diferencia entre el calendario juliano y gregoriano postergaría en 10 días el deceso del manchego, pero para efectos del mito queda consolidada esa fecha. Así, el 23 de abril de 1995 la Conferencia General de la Unesco aprueba en París ese 23 como el “Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor”.
Por si fuera poco, este abril del 2020 perdimos a Marcos Mundstock de Les Luthiers.
Y fue así como abril se fue cargando de pasiones y de enigmas. De calvarios y crucifixiones. De vallejianas muertes reiteradamente anticipadas en forma de “un deslumbramiento áfono, tinto”, de una felicidad tardía y un instante redondo “que ya nadie siente ni ama”. Como ese relato de Guillermo Cabrera Infante que toma el verso completo de Eliot para ir cargándolo de engañosa levedad hasta terminar fracturándolo con la muerte. Y mientras el mes nos devora con nostalgias y nos ahoga de dolores, hacemos votos para que la señora igualadora y su guadaña pasen de largo. Para que “No me esperen en abril”.
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