Estaba finalizando el mes febrero de este 2022, la guerra entre Rusia y Ucrania acababa de empezar, cuando se me se presentó la oportunidad de conocer las nuevas instalaciones de El Comercio. Salieron al encuentro mío el joven director del diario y un curtido editor. Las consecuencias de la pandemia hacían que esta moderna e imponente redacción estuviera vacía, todos conectados en línea, una ‘nueva normalidad’ le dicen.
“¿Cómo así un comunicador llega a dirigir la Beneficencia de Lima?”, “¿Cómo surge la idea de hacer ‘Casa de Todos’, albergue para indigentes creado en cuarentena, en la ‘Plaza de Acho’?” eran preguntas que iban saliendo en la conversación. Creí importante compartirles que seguramente tenía que ver con uno de esos encuentros inspiradores que tuve en mi vida décadas atrás: estar cuatro días con la Madre Teresa de Calcuta.
En ese momento el director giró su silla y entró a la computadora que estaba a su espalda. No me imaginé lo que iba a hacer y mucho menos que me pidiese que me acercara para mostrarme del archivo fotográfico imágenes de esa visita de Madre Teresa a nuestro país. Sin que yo supiera de la existencia de esa fotografía, ahí estaba yo, con muchos años menos, cabello y barba, ausentes hoy, y ella, saludando a unos niños. Claro, El Comercio escribe y registra la historia republicana del Perú.
La emoción me embargó, no lo podía creer. Estábamos sorprendidos y así comencé este relato:
Eran casi las 11 de la noche de una noche oscura de agosto de 1989. La ciudad de Lima estaba en tinieblas, una vez más, por la insania terrorista. En la pista de aterrizaje del Aeropuerto Jorge Chávez una pequeña delegación esperábamos a Agnes Gonxha Bojaxhiu, la Madre Teresa, la monja albanesa que, por su labor humanitaria, fue ganadora del Premio Nobel de la Paz en 1979, y llegaba por cuarta vez al Perú.
El Nuncio Apostólico, Mons. Luigi Dossena; el Arzobispo de Lima, Cardenal Juan Landázuri; el obispo del Callao, Mons. Ricardo Durand; el Edecán del Presidente de la República; dos sacerdotes, P. Jaime y P. José Antonio, organizadores del Congreso para el que había sido invitada; un grupo de las Misioneras de la Caridad, su congregación; y nosotros, el equipo que cubría la visita.
Unos pocos reflectores eran alimentados por un sonoro grupo electrógeno. Aterrizó el Alitalia del cual descendió por las escalinatas este personaje de escasamente 1.50 de estatura, vestida con su tradicional sari blanco y unas líneas azules en los bordes. Portaba un atado en una mano y algo que asemejaba a un papel en la otra.
“Father Jaime, Father Jaime, who is Father Jaime”, el sacerdote se le acercó, ella lo miró y preguntó, en un inglés muy fácil de entender, “¿Ud. pagó por este pasaje?”, en ese momento descubrimos que lo que tenía en su mano era el ticket del avión, “¡Sí Madre!” respondió él con sorpresa. “Y, ¿podrá recuperar el monto que pagó?” él la miró extrañado. Acto seguido le explicó en un breve diálogo que cuando sube a un avión las líneas aéreas solían no pedirle su pasaje y que por eso sería bueno recuperar el dinero.
“Hermana”, volteó donde la superiora de Lima, “¡el padre le dará el dinero que recupere!”, y mirando al sacerdote añadió “comprenda usted que tenemos muchas necesidades para atender a nuestros pobres”.
Caminamos hacia la antiquísima y enorme camioneta donde había otro grupo de hermanas, no sin antes hacer una breve pausa para recordarle al piloto del avión que no se olvide de darle toda la comida que había quedado del vuelo… para sus pobres. A sus entonces 79 años su conciencia, con un marca pasos recientemente implantado, era total.
Con un poquito de audacia logramos meternos en su camioneta y partimos camino a La Parada, una de las zonas más pobres y peligrosas de la ciudad, en donde se encuentra el Hogar de la Paz, un albergue para los pobres entre los pobres, que ellas manejan.
Llegamos casi a la medianoche, y todo estaba a oscuras. Entramos a la casa con la cámara. De pronto se abrió una puerta y descubrimos una escena muy parecida a lo que imagino debe ser la entrada al cielo. Eran muchos hábitos blancos, en una habitación iluminada por cientos de velas, entonaban cantos que llegaban al alma y le daban la bienvenida a su madre, a Teresa de Calcuta.
El corazón latía muy fuerte. Se volteó hacia nosotros y con mucha ternura y calma nos dijo: “Gracias por acompañarme, si nos permiten quisiéramos estar un rato en privado. Es hora de descansar. Nos quedan días fuertes de trabajo. Hasta mañana”. Y con un gesto le indicó a la superiora que nos acompañara a la puerta.
Coco, el camarógrafo y yo nos dimos vuelta sin poder creer lo que estábamos viviendo. Sin embargo, muy rápido pusimos los pies en la tierra: ¿Y ahora cómo nos regresamos a las 12 de la noche desde La Parada, en pleno apagón? Pero ella ya lo había previsto…
Abrió la puerta y habían unos 20 indigentes y muchos habitantes de la zona. Con una dulce, pero enérgica voz habló: “Ellos son los que han traído a la madre, así que cuídenlos. Por favor consíganme un taxi seguro”. Casi a las dos de la mañana llegamos muy bien a nuestro destino.
Así empezaba esta cruzada de 4 días en la que un ángel de la paz visitó la golpeada capital de nuestro país.
“Hay que amar hasta que duela” fue una de las frases que más me impactó y que repetía como un mantra frente a los distintos auditorios que estuvo. “Todo por amor”, “Todo por la Gloria de Dios”. El amor a los pobres, la defensa de la vida, la reconciliación y la dignificación de la persona que estaba en sus últimos días, eran temas recurrentes.
El encuentro central fue en el IV Congreso sobre Teología y Reconciliación, y quizá el más emotivo se realizó en el Pueblo Joven Gambetta en el Callao. Tras una visita a la Embajada de la India, se encontró con el Cardenal Landázuri en la Catedral de Lima y posteriormente tuvo un intenso diálogo en Palacio de Gobierno con el Presidente Alan García, a quien le regaló su rosario personal. En todo momento estábamos nosotros muy cerca y cruzábamos sonrisas y gestos lo que hacía el ambiente muy familiar.
Era ya el último día y tras dar unas entrevistas en el Hogar de la Paz, estaba firmando estampitas y regalando más rosarios, levantó la mirada, me llamó y me dijo:
—“¿Tú quieres cambiar el mundo verdad?”
—“Sí Madre” respondí.
—“¿Me dejas darte un consejo?” (¡imagínense!)
—“Claro, por supuesto”, nuevamente mi corazón palpitaba rápido.
“Una obra buena al día”, prosiguió, “algo que dependa de ti, que no estés pendiente de terceros, o de grandes eventos como congresos, en los que te veo muy metido. Algo que al final del día puedas decir hice una obra buena al día para la Gloria de Dios”.
Era una tarea, un encargo, pero ahí no terminó.
—“¿Cuántos años tienes?” siguió con sus preguntas.
—“22 Madre” le afirmé.
—“Bien y cuánto piensas vivir”, no paraba de preguntar.
—“Bueno lo que Dios quiera”, añadí muy formalmente.
—“Eso ya lo sabemos, digamos que 50 años más”. Hizo una pausa con una sonrisa, “ayúdame pues no soy buena en matemáticas. ¿Cuánto es 365 multiplicado por 50?”, no veía venir sus intenciones.
—“Es 15.000 ó 16.000″ volví a responder nervioso.
—“Bueno si haces una obra buena al día, en 50 años habrás hecho 15,000 obras buenas. ¡Ya cambiaste el mundo!”
No podía creer la sabiduría en medio de la simpleza.
—“Y si convences a tu amigo y a los que te rodean… así vamos cambiando el mundo”.
En realidad ya en ese momento mi vida estaba cambiando, la clave era hacer el bien. Ya lo había dicho San Juan Pablo II, a quien tuve también el honor de saludar y recibir, el año antes en su segunda visita al Perú: “Venced al mal con el bien”.
Estar con dos santos en menos de un año, ¿Qué podía significar?. ¿Será que esa era la clave para combatir el mal?
Llegamos al aeropuerto y la acompañamos nuevamente hasta la pista de aterrizaje. Luego de una emotiva despedida me quedé mirando a la distancia a la ventanilla de la primera fila en la que se sentó. Unas lágrimas caían de mis ojos. De pronto vi que unas manitos se agitaban. Mire hacia mis costados para ver a quién saludaba, no quería hacer roche. Ahí me di cuenta que era de mí quien se despedía, aunque en realidad lo que hacía era quedarse para toda mi vida.