Durante la mañana del 2 de mayo de 1956 ocurrió en Lima algo sorprendente. En el interior del Anfiteatro de Anatomía de la Facultad de Medicina de San Fernando, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que dirigía el doctor Arturo Jiménez Borja, una momia, los restos de un hombre antiguo fueron puestos a la vista de todos.
El doctor Jiménez Borja preparó el escenario científicamente y accedió al pedido de la comunidad académica y la prensa para ser fotografiado en pleno proceso de desnudar a una momia, la cual pertenecía a la nobleza del reino de Puruchuco (Lima), y que habitó este valle hacia mediados del siglo XII d.C.
¡Respeto para la momia!
Antes de empezar, el especialista fue muy estricto al escuchar los murmullos de la gente, les exigió a todos “¡respeto!” en este acto. “Vamos a proceder a la apertura de un fardo funerario extraído del cementerio de Puruchuco. Os demando respeto”, dijo. Cuando consiguió el silencio y la atención general, con el apoyo de su equipo inició el desvestimiento del fardo funerario.
Desde 1950, Jiménez Borja era además director del Museo de Sitio de Puruchuco. Con esa autoridad y sabiduría retiró una especie de estera de unos cinco metros de largo por uno y medio de ancho, colocado en su momento a modo de protección, y luego levantó la malla de algodón que cubría a la momia.
El cuidado quirúrgico del etnólogo impresionó a los medios de prensa. Su meticulosidad convertía todo en un ritual en vivo, y sus movimientos envolvieron de polvo el ambiente. Se extrajeron un pañuelo y dos vendas largas que estaban enrolladas en el cuello y en la cintura del fardo.
El hombre antiguo de Puruchuco
Este hombre antiguo habría vivido hasta los 30 años y es presumible que haya enfermado mortalmente. Por su ropaje y entorno ceremonial, y por su edad juvenil, dedujo que se trataba de un personaje muy cercano al gran Señor de Puruchuco, con seguridad un hijo. Por eso motivo, su tumba fue mandada a construir dentro del Palacio central, donde habría muerto. Las mujeres lo lloraron y vinieron de todas partes del valle para homenajearlo. Ese fue el escenario del día en que este sujeto empezó a convertirse en momia.
Jiménez Borja contó, además, que las singulares regalos a la momia fueron aportes simbólicos de los pueblos bajo el dominio de Puruchuco: algodón, cestos, semillas y otros productos de la tierra; asimismo, los finos paños que cubrieron su cuerpo. Además, se halló cerca de sus rodillas unos bolsos de tela de colores vivos y un cascabel de plata atado a sus extremos. Finalmente, una extraña pinza de oro adornaba el resto prehispánico.
El investigador señaló que pintaron el rostro del cadáver con un polvo rojo para darle vitalidad a su pálido semblante cadavérico. Era el mismo polvo que fue encontrado dentro de los bolsos de adorno, donde también hallaron los restos de un pajarito (“para que lo condujera al otro mundo”), así como semillas de pichuri (“medicinales”) y pulseras de plata.
Se veía en la momia, alrededor del cuello, un “paño enrollado” (las vendas largas), que evitaban que la cabeza se inclinara hacia adelante o a un costado. Le dejaron el torso desnudo, pero la cintura la rodearon con otro paño que le quedó a modo de una falda con borlas. Eran los restos del majestuoso traje de fiesta de un príncipe, de quien solo quedaba un cuerpo fajado y momificado en posición fetal. Asimismo, un lado suyo, doblado, se descubrió una especie de largo poncho.
El paseo de una momia noble
Jiménez Borja contó detalles de cómo habría sido el entierro, pomposo, en una tumba hecha con piedras y barro. El fardo habría sido cargado para su recorrido a lo largo del corredor central del Palacio, y dio con seguridad la vuelta por el patio de ceremonias para luego bajar por la rampa hacia el exterior. La tumba traía aparejada una botella de chicha, y luego fue cubierta con más piedras y barro. Según las costumbres, la tumba quedó en el cementerio, a las faldas del cerro, y aun durante varios días recibiría la reverencia de la gente del valle.
El trabajo del equipo de expertos se completó esa tarde de 1956 devolviendo a la momia a sus envolturas de algodón y paño de colores crema y marrón, no sin antes colocarle de nuevo en la obertura de la boca una “planchita de plata” con la que llegó desde siglo XII. Después volvería el silencio absoluto para el fardo, que desaparecería de la vista de la prensa, convirtiéndose así en una noticia de portada.
Antes de retirarla, se pudo ver apenas la punta de la cabeza de la momia, y ni siquiera eso, solo se veía la punta de la sombra de esa cabeza, cuyos cabellos lacios caían hacia los lados. Entonces, el doctor Jiménez Borja, con impecable mandil blanco, terminó de explicar algunos detalles. Y exclamó, al final: “¡Descanse en paz!”, una frase muy común en los entierros, pero que en esa ocasión cobró un sentido trascendental muy extraño y emocionante. Todo el proceso duró una hora y media.