Como millones en el país y el resto del mundo, hay madrugadas en que despierto agitado, ansioso, con la respiración entrecortada. Pienso en mis padres a quienes solo he visto dos veces en los últimos diez meses. Reviso los teléfonos para asegurarme de que no hay una llamada perdida. Volver a dormir se vuelve una experiencia angustiosa.
Muchas veces he confundido un episodio agudo de asma con el COVID. “Caí”, me he dicho, mientras pensaba en quienes sucumbieron a la enfermedad, en los miles que claman por oxígeno, en los engañados por el cloro y la ivermectina. También en los amigos que perdieron sus trabajos o vieron recortados sus sueldos, en los negocios desfallecientes, las aglomeraciones por los bonos, los lazos negros que se multiplican en las redes.
Lo hago desde el privilegio de tener un trabajo fijo que me permite hacer home office, alimentarme gracias al delivery, poder mirar el sol desde mi ventana.
Mientras un amigo me contaba la lucha de su padre por sobrevivir desde una cama UCI, he pensado en todo lo que hemos perdido en el último año. Y en cómo, ingenuamente, pensé que la tragedia nos haría mejores. Qué tonto fui. Olvidé que existe gente como el farsante que nos pedía paciencia cada mediodía, la falsa capitana de barco, la cínica que no podía darse el lujo de enfermarse, el canalla que cambió vacunas por una porción de wantán, la lobista que en silencio se saltaba la cola.
No sé cuántos de estos sujetos lleguen alguna vez a pisar una cárcel. En el Perú, los envarados son hábiles para evadir esos trances. Hay, sin embargo, un castigo mayor del cual no podrán despegarse, que los acompañará hasta el último segundo de sus vidas: el desprecio. Y es que hagan lo que hagan, nada podrá hacernos olvidar que en medio de la peor tragedia de nuestras vidas, mostraron su costado más rastrero. Se portaron como unos miserables.