El embajador Gilbert Chauny de Porturas acaba de partir a la Casa del Señor, tras una larga y penosa enfermedad, que nunca doblegó su entereza ni su fortaleza espiritual. Tampoco doblegó la de Carmen, su esposa, que consagró sus días y sus noches a mantenerlo en vida y a atenuar sus padecimientos, mientras velaba por sus tres hijos y sus seis nietos que, aún fuera del país, la rodearon siempre de su devoción y su cariño.
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Hijo de francés y trujillana, era el más cosmopolita pero también el más criollo. Antes de decidirse por la diplomacia, Gilbert había estudiado Arquitectura, pero su curiosidad era universal, abarcando desde la arquitectura incaica hasta las casas reales europeas. Conocí a los Chauny en un paseo por Bogotá cuando Gilbert era el Tercer Secretario de la Embajada del Perú y donde, no obstante su escaso rango, ocupaban un lugar deferente en el medio bogotano. Me cautivaron al instante, al punto que solicité su traslado a Ginebra, donde me desempeñaba como Embajador ante la Oficina Europea de Naciones Unidas y tenía un puesto vacante. En poco tiempo, empezó a circular en el servicio el risueño rumor de que en mi embajada habían desde monárquicos hasta comunistas, pero que todos se llevaban maravillosamente gracias al carácter amiguero y festivo de Gilbert, que siempre tenía una palabra o un gesto amable para sus colegas, cualquiera que fuera su ideología.
Progresó rápidamente en su carrera hasta ser ascendido a embajador. Pero a partir de allí, lo acompañó una circunstancia muy particular. Por un capricho del destino, de sus siete embajadas titulares, cinco lo fueron ante monarquías europeas. Y cuando, ya en el retiro, se le visitaba en su departamento limeño, se podían apreciar las fotos de los reyes de Dinamarca, Suecia, Noruega, Holanda y de la reina de Inglaterra, recibiendo sus cartas credenciales o conversando animadamente con él, después de imponerle, en mérito a su exitosa gestión diplomática, altas condecoraciones.
Pero Gilbert exhibía otra importante característica. Ayudado por su don de gente, su cultura y su dominio de los idiomas, tenía una innata habilidad para penetrar rápidamente en los círculos más importantes de los países ante los cuales representaba al Perú, virtud cardinal en un diplomático. Luego de arribar a La Haya como Embajador en Holanda, recibió la visita de un distinguido jurista peruano al que invitó a cenar en la Embajada. Al llegar a la cena, nuestro compatriota descubrió incrédulo que los otros comensales eran nada menos que los Jueces de la Corte Internacional de Justicia.
Pero el éxito de la gestión diplomática de Gilbert no se limitaba al medio oficial. Cuando, de regreso de presentar sus Credenciales a la Reina Isabel II, volvía en la carroza tirada por caballos, los amigos que había hecho en Londres cuatro años antes, cuando llegó de ministro, se apostaron a lo largo de dos cuadras y a ambos lados de la avenida que llevaba a la Embajada y lo ovacionaron a su paso, cosa nunca vista en la capital británica.
Porque, por encima de su jocundia y su sentido del humor, Gilbert se consagraba estricta y exitosamente al cumplimiento de sus responsabilidades diplomáticas, aunque cultivando también la elegancia y el fasto para ponerlos al servicio su misión y de la imagen internacional del Perú.
Su partida enluta a una familia modelo, pero también a sus numerosos amigos y colegas, que guardaremos su alegre recuerdo para siempre.
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Carlos Alzamora es diplomático e internacionalista. Alzamora ha sido embajador del Perú en Estados Unidos, representante permanente en la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), director de Integración y Subsecretario de Asuntos Económicos de la Cancillería peruana; negociador del Grupo Andino; director alterno del Banco Mundial y Asesor Principal de la Negociación del Tratado de Libre Comercio entre el Perú y Estados Unidos.
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