Dos vigilantes de un colegio de San Juan de Lurigancho fueron acribillados ayer, en momentos en los que abrían las puertas para que los alumnos ingresasen al recinto. Uno recibió trece balazos y el otro, ocho. Al parecer, la promotora del centro educativo era víctima de una extorsión y los delincuentes no vieron mejor forma de obligarla a acceder a sus exigencias que enviándole este macabro mensaje.
A las amenazas de siempre, los extorsionadores solían añadir ataques a la propiedad para torcerle la voluntad a sus víctimas. El uso de granadas ha sido una de las formas de intimidación más frecuentes en los últimos meses; pero acabar con la vida de inocentes ajenos al caso representa otra escala en su nivel de ferocidad. Nadie está libre de convertirse en una estadística más del sicariato criollo.
Nunca será ocioso referirse a las cotas de violencia que está alcanzando nuestra sociedad ni cómo el ciudadano de a pie está viéndose obligado a recurrir a la mano propia para defenderse de estas agresiones.
El último martes, sobre las 6 a.m., una mujer atropelló a los dos ladrones que acababan de robarle su cartera, destrozándole el vidrio de su auto con una bujía. Horas antes, el boxeador Carlos Zambrano logró reducir a un sujeto y recuperar algunas de sus pertenencias al sorprenderlo en pleno robo. Si no eran ellos, no había quién los defendiera. Actuaron con rapidez y decisión, consiguieron recuperar lo perdido y castigar a sus agresores.
Sin embargo, ambos se encuentran en peligro de ser denunciados por los delincuentes. El Código Penal establece que la legítima defensa funciona si hay racionalidad en el uso de la fuerza y en los dos casos un juez podría interpretar que no la hubo: en el primero, por su uso excesivo y en el segundo porque el criminal era un menor.
Hace algunos años, un conocido empresario mató a balazos a un hombre que quiso robarle también con la modalidad del bujiazo. Un universitario hizo lo propio con un sujeto que lo amenazó de muerte con un cuchillo para robarle su celular. Ambos invocaron el derecho a la defensa y la peligrosidad de sus agresores.
¿Pero es válido atropellar a un sujeto por el robo de una cartera? ¿Hay que dispararle a matar a quien nos arrancha el celular? ¿Acaso no nos estamos pasando de la raya en nombre de la legítima defensa?
Las maneras d e reaccionar ante situaciones límite son diferentes porque influyen diversos factores. Pero dar carta blanca para que cada quien se defienda como pueda sería muy peligroso. No hay gente “bien muerta” como algunos claman y aplauden cuando un delincuente muere. Si no hacemos algo, el clima de violencia –para todos– podría tornarse inmanejable.
Seguimos andando al borde del precipicio, con el rostro vendado y entre empujones. Con la policía paralizada por sus carencias y la creciente desconfianza que genera, la posibilidad de que Lima se convierta en lo más cercano a un territorio del Far West está más cerca de lo que imaginamos.