El restaurante es, antes que nada, un negocio. Ninguno nace como una causa benéfica en sí misma, por mucho carácter solidario que se quiera dar a su ejercicio; sin beneficios no hay lugar para la cooperación. Las cosas claras: se trata de obtener la mayor rentabilidad posible de la inversión realizada, minimizando los riesgos asumidos. Ni más ni menos que en cualquier otra empresa. Conviene tenerlo en cuenta, porque no son pocos los clientes convencidos de lo contrario: el restaurante debe ofrecer lo mejor y cobrar como si empleara lo peor.
Desde la perspectiva del negocio, la propuesta del nuevo Osaka de San Isidro es impecable. El traslado del viejo y caduco local de Conquistadores al rutilante escenario de Pardo y Aliaga da vida a una propuesta cosmopolita y sofisticada; tal vez la primera homologable en Perú a los locales que definen tendencia en medio mundo. La decoración, la distribución de espacios, el trato recibido o el vestuario –salvo el de las anfitrionas; ¿vestirían así a un hombre?– sirven al mismo propósito.
Veo este nuevo Osaka como la evolución del local que mantienen en Santiago de Chile, el único de los siete miembros de la saga (dos en Buenos Aires, dos más en Lima, uno en Santiago y otro en Quito) que rompía la estética del local original. También es el que goza de mayor reputación culinaria; el único considerado entre los 50 mejores de América Latina. Para sorpresa del comensal, la cocina del nuevo local –el emblema de la compañía– no se acerca, ni de lejos, a la ofrecida por Ciro Watanabe en el restaurante de Santiago. Todavía más sorprendente es que el propio Ciro no esté al frente del nuevo espacio.
No es así y las consecuencias se dejan notar. En cuanto los platos llegan a la mesa todo empieza a tener un aire de cocina franquiciada. Correcto pero sin brillo, como si renunciara a mostrar una personalidad propia en favor del efectismo, los guiños seguros y el aplauso fácil. La propuesta se ha sofisticado respecto a la del antiguo local, pero continúa llena de fisuras y conceptos chocantes. El principal es la extraña relación de esta cocina con el azúcar. Los sabores dulces mandan en la carta. Empezando por los cocteles y siguiendo por la cocina, desde el sushi a los platos de fondo. Sucede con la gyoza en salsa de camu camu, el nigiri de entraña, el futomaki de anguila o el pato mochero. El pato está muy bien resuelto, con la carne tierna y cruda y la piel crujiente, pero el dulzor de la salsa unido al del arroz acaban por condenarlo.
Hay otros detalles chocantes, como el abuso de langostino de criadero –debemos suponerlo, estamos en plena veda del pescado en el mar–, en un restaurante que se pretende de lujo o una carta desproporcionadamente larga y, tal vez por eso, falla más de la cuenta. La mejor muestra es un presunto cebiche caliente con el pescado completamente pasado de cocción y tanto caldo que deberían presentarlo como un sudado.
AL DETALLE
1.5 estrellas de 5
Tipo de restaurante: nikkéi oriental.
Dirección: Av. Pardo y Aliaga 660, San Isidro. Lima.
Teléfono: 222-0405.
Tarjetas: Visa, Amex, Diners y MasterCard.
Valet parking: sí.
Precio medio por persona (sin bebidas): 130 soles.
Bodega: consistente.
Observaciones: cierra domingo noche.