Detrás del timón pareciera que involucionamos y nos convertimos en seres pulsionales, que sacan a relucir todos sus complejos.
Detrás del timón pareciera que involucionamos y nos convertimos en seres pulsionales, que sacan a relucir todos sus complejos.
/ VICTOR GONZALES VERA
Victor Krebs

El tráfico de una ciudad es una radiografía del estado de su alma, una medida de la forma como circula o no circula su energía vital. Por eso es alarmante la barbarie del tráfico limeño y la precariedad social que evidencia, sobre todo, en las fiestas. Hay algo que desata nuestros más bajos instintos en el poder que nos hace sentir una máquina que controlamos dentro de un espacio donde las reglas no parecen funcionar. Desde el momento en que nos sentamos detrás del timón, el peruano involuciona a su ser pulsional, donde se agitan los deseos más elementales con todas sus complejas oscuridades. Detrás del timón, nos convertimos todos en energúmenos, dispuestos a cortarle la cabeza al primero que pretenda quitarnos la ventaja. Las más elementales reglas de etiqueta o convivencia social desaparecen cuando estamos tras el volante. Y, aun cuando uno mismo se resista a participar de este baile perverso, eventualmente, nos mimetizamos por contagio o por instinto de supervivencia.

Más allá de la frustración y la impaciencia, se nos hacen patentes en nuestra interacción social una abrumadora desconfianza y una falta casi absoluta de solidaridad con la comunidad, algo brutalmente evidente en el tráfico, donde se manifiesta —a diestra y siniestra— un desprecio, una rabia, una desvalorización del otro, lo que habla de algo más profundo detrás de esa violencia.

Se dice que en el Perú “si no eres vivo, no eres nadie”, o que “el que puede lo hace, y el que no aplaude”. Estas frases apelan sin ningún pudor, y más bien con prepotencia, a lo que podemos calificar como una desconsideración del otro, una “cultura de la conchudez”, que, vergonzosamente, prevalece a todo nivel en nuestro medio. Pero en esta actitud colectiva hay algo más profundo y oscuro que el deseo del provecho propio a costa del de los demás, y en esa viveza uno puede detectar un cierto sabor de revancha y venganza que parece arrastrar una más pesada carga.

Carl Jung llamaba “complejos” a aquellos pedazos traumáticos de propia historia que, por no haber sido asimilados, permanecen inconscientes en nuestra memoria, pero cuando se activan por alguna circunstancia o acontecimiento externo, ocasionan comportamientos que simplemente repiten autodestructivamente, como un castigo, los traumas irresueltos. Todo complejo que no es reflexionado se sigue repitiendo.

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Aparte de la viveza criolla o la conchudez, aparte del racismo y el rechazo inconsciente de lo diferente o la resistencia a asimilarlo, o del machismo responsable de la violencia, especialmente contra la mujer, quizás en el fondo de todos esos complejos activos en nuestra sociedad, se nos aparece la envidia.

Melanie Klein, otra célebre psicoanalista, dice que, al no haber podido fortalecer el amor propio por falta de apoyo materno, el niño se hace incapaz de aceptar cualquier forma externa de vitalidad o bonanza con gratitud y se torna agresivo en la exigencia de sus propios derechos. En otras palabras, lo posee la envidia que lo impulsa a destruir en el otro la vitalidad que él siente le ha sido negada.

Detrás de la envidia, entonces, está empozado el resentimiento del individuo al que no se le ha garantizado la provisión mínima de vitalidad, y para quien la fuente de bienestar siempre está en carestía en todos los niveles de su vida en sociedad.

“Sufre peruano sufre”, dice otra perla de nuestra sabiduría popular.

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Alexander von Humboldt, hace más de cien años, comentaba acerca de su experiencia del Perú, que mientras “por otras partes de América nadie peca por exceso de patriotismo, yo no conozco ninguna otra comarca en que este sentimiento es más débil. Un egoísmo frío gobierna a todas las personas”.

Una de las funciones principales de la sociedad es proporcionarle al individuo la consideración y el sustento mínimo que module ese egoísmo tan común y natural, sobre todo, en la precariedad. En la medida en que esta no lo hace, este degenera no solo en la actitud del vivo, tan popular en nuestra cultura, sino en la agresividad generalizada y en diversas constantes actitudes discriminadoras y racistas que conocemos muy bien. Sin una educación y un gobierno capaz de garantizar el bienestar y de sembrar en la gente la confianza en sí misma, que se base en el agradecimiento y pueda así generar solidaridad, no puede sino reinar ese “frío egoísmo” del que hablaba Humboldt.

Una de las pobrezas más profundas de una sociedad es la incapacidad de sus integrantes de pensarse parte de una comunidad. Sin una conciencia colectiva que nos lleve al respeto y la consideración de los demás, se desatan más fácilmente los complejos inconscientes de nuestra cultura, los cuales —desprovistos de una mínima infraestructura cívica— se hacen siempre y solo ocasión de violencia y destrucción.

Extracto

Alexander von Humboldt sobre Lima

Carta a Ignacio Checa (1803)

“Lima es el último lugar en América donde nadie quisiera vivir [...] en Lima no puedo estudiar sobre el Perú, aquí nunca se puede trabajar sobre materias relativas a la felicidad pública del Reino. Lima está más alejada del Perú que Londres, y mientras que por otras partes de América nadie peca por exceso de patriotismo, y no conozco ninguna otra comarca en que este sentimiento es más débil. Un egoísmo frío gobierna a todas las personas y lo que no perjudica a uno no perjudica a nadie”.

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