Como se sabe, etimológicamente, democracia significa ‘poder’ (kratos) del ‘pueblo’ (demos). Y para rastrear sus fundamentos hay que remontarse al siglo V a. C. cuando los griegos acuñaron el término, idearon el concepto y lo llevaron a la práctica. Pero la democracia tal y como la entendemos hoy, es decir, como democracia representativa, es un fenómeno político eminentemente moderno. No obstante, a mediados del siglo XVIII, la antigua democracia directa —esa que había nacido en la Atenas de Pericles— todavía era considerada una referencia ineludible. De hecho, el filósofo francés Charles de Montesquieu consideraba que el pueblo, en virtud de su soberanía, debía hacerse cargo sin intermediarios de todo lo que estuviera a su alcance y delegar en sus representantes únicamente lo que no pudiera realizar por sí mismo. Y su compatriota Jean-Jacques Rousseau cuestionaba el carácter representativo de la democracia inglesa señalando que en un sistema semejante los ciudadanos eran un pueblo libre un solo día: el de las elecciones.
A partir del siglo XX, los Estados democráticos adoptaron plenamente el modelo representativo y conservaron, en algunos casos, rezagos de la democracia directa, como el referéndum. Pese a ello, como señaló el politólogo italiano Norberto Bobbio, hay algo fundamental que es común a ambos paradigmas: el principio según el cual, cuando un poder es aceptado como legítimo, debe ser obedecido como tal. Esto supone reconocer que el poder es legítimo únicamente cuando descansa en última instancia en el consenso de quienes son sus destinatarios (el pueblo). La diferencia radica en que mientras en la democracia directa el consenso se expresa sin mediaciones, en la democracia representativa opera a través de intermediarios que actúan en nombre de los ciudadanos.
Pero ¿a qué alude el término pueblo? En su antigua acepción el demos designa a una entidad colectiva que es anterior y superior a las personas que lo conforman y que, como miembros de la comunidad, se reúnen en una plaza o en una asamblea para deliberar. En la democracia moderna —en cambio— los ciudadanos son, ante todo, individuos que, además, nunca se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para dialogar y llegar a consensos. Y es que, como hizo notar Bobbio, “en una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan solo un elector. En cuanto tal, realiza su tarea normalmente solo, en una casilla separada de los demás sujetos. No existe pueblo alguno como ente colectivo: solo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas”. Una democracia de estas características no recibe su legitimidad del ‘pueblo’ sino de grupos de individuos —con intereses particulares y contrapuestos— a quienes se les ha otorgado el derecho de elegir. En este contexto, los políticos han dejado de representar los intereses de la comunidad (o de la nación) para defender intereses sectoriales y fragmentados. La crisis de representatividad de las democracias contemporáneas —que en el Perú parece haber alcanzado su fase terminal— es una señal inequívoca de la necesidad de construir un nuevo paradigma que esté a la altura de las actuales circunstancias.