¿Por qué parece que, ante el avance del covid-19, los seres humanos alrededor del mundo estamos aprendiendo, solo ahora, en pleno siglo XXI, a lavarnos las manos? Razones hay varias. Un estudio de 2015 publicado en el diario francés Le Figaro mostró que el jabón que usan los franceses en un año no supera los 600 gramos (la mitad de lo que usan los alemanes).
Entonces, el diario ABC de España tomó las declaraciones de Virginia Mallet, directora de la compañía relacionada con la higiene Initial France, quien señaló: “En Francia, vivimos un tiempo en el que no admitimos la falta de higiene. El simple acto de lavarse las manos después de ir al baño, automático en muchos países, no es realizado aquí”. Mirando el panorama local, “Lavado de manos: Una actividad empresarial” (2009), estudio publicado en este diario, mostró que, en el Perú, solo el 31 % de los hombres se lavan las manos tras usar un baño, frente a un 65 % de las mujeres.
Breve historia de la higiene peruana
Cuentan los libros de historia que el doctor húngaro Ignaz Semmelweis fue quien descubrió la efectividad del lavado de manos y que, en 1846, implantó el sistema obligatorio de lavado de manos en el Hospital General de Viena y consiguió así el descenso de la mortalidad por fiebre puerperal. Y fue la enfermera británica Florence Nightingale ( 1820 - 1910 )la pionera de la higiene médica obligatoria. Esto no significa que antes de ello la humanidad no haya cultivado algunos hábitos de limpieza. En el Perú, por ejemplo, las crónicas de Guamán Poma de Ayala dan cuenta de algunos hábitos de salubridad cuando refieren que la labor de las mujeres era mantener la limpieza del hogar, o cuando habla de los ayllus organizados para descongestionar los canales de regadío u otras obras colectivas.
Con la llegada de los españoles a nuestro país, el crecimiento del territorio cambió. Como refiere el texto La salud ambiental en la historia de la salud pública peruana 1535 - 2005, del investigador sanmarquino Carlos Bustíos, el Perú colonial creció de manera desordenada e incontrolable, y este fue el origen de los problemas ambientales. “Mientras las nuevas ciudades crecían sin superar los dos o tres mil habitantes, podían existir sin regular su crecimiento y mantener los estándares de salubridad, pero, al aproximarse o sobrepasar la decena de millares de habitantes, era evidente la insuficiencia de recursos y las deficiencias de gestión ambiental”, escribe.
El médico especialista en salud pública Eduardo Zárate, en el artículo “Los inicios de la higiene en Lima. Los médicos y la construcción de la higiene”, señala: “Además de la inexistente contención de la contaminación en actividades como la minera, el agua corría por angostas acequias en donde era fácil su contaminación por el polvo, los microorganismos, basuras o eyecciones de los cuadrúpedos (medio de transporte de la ciudad). Los mercados de abastos junto con la acumulación de desperdicios, así como el clima húmedo de Lima hacían el ambiente poco tolerable. La suma de estos factores favorecía la transmisión de enfermedades”.
El texto de Bustíos da cuenta de la responsabilidad sanitaria de los cabildos, los cuales intentaban vigilar el aseo de la ciudad, cuidar de la reparación de las calles, inspeccionar los camales y los establecimientos de asistencia social, organizar la baja policía, y resguardar la ciudad de las epidemias. Tras la independencia, en 1826, se establecieron las juntas de sanidad. La labor de ambas era promulgar leyes para mantener la higiene pública y doméstica. Específicamente, las juntas municipales cuidarían y limpiarían las calles, acequias, letrinas, muladares, y vigilarían la venta de alimentos y verduras en los mercados.
Dichas medidas se mantuvieron, en líneas generales, hasta el siglo XIX, cuando llegó a América la corriente del higienismo, que dio cuenta de la necesidad de mantener determinadas condiciones de salubridad en las ciudades: agua, un sistema de eliminación de desechos, calles limpias e iluminadas, y control de las epidemias. Pero también trataban de cambiar el comportamiento de los ciudadanos. Los médicos, preocupados por las enfermedades endémicas y la mortalidad de dolencias transmitidas por el agua, se convirtieron en abanderados del discurso higienista.
El médico Oswaldo Salaverry, en el artículo “Higienismo en el Perú del siglo XIX”, da cuenta de un hito en cuanto a los hábitos de salud que se practicaban en los hogares: en 1867, se publicó en Lima un pequeño libro del entonces inspector de instrucción pública Sebastián Lorente Ibáñez ( 1813-1884 ) bajo el título de Catecismo de higiene. En el apartado uno de dicha publicación, Lorente deja en claro el propósito de la misma: “La higiene nos enseña a conservar la salud. El que observa las reglas de la higiene goza de mejor salud, está menos expuesto a enfermar y puede vivir más largo tiempo”. Y desarrolla, en los otros 15 apartados, detalles que tener en cuenta en diversos aspectos, como la limpieza de la cama (todo debe airearse diariamente y renovarse con frecuencia); la importancia del baño (conservan la limpieza del cuerpo, lo fortifican y pueden hacerlo más ágil); o el hacer ejercicio (para que el cuerpo se desarrolle bien).
Dice el médico Salaverry que se emparenta este catecismo con otras iniciativas orientadas a imponer desde la autoridad un comportamiento que se cree firmemente es beneficioso para la población. “La idea de mejorar la salud pública imponiendo comportamientos a la población es un tema de debate que no se agotó en el siglo XVIII o XIX, sino que es constantemente reactualizado en diferentes circunstancias. Puede identificarse en la propuesta y ejecución de medidas compulsivas como las vacunaciones forzadas antivariolosas a inicios del siglo XX”, escribe. Y, podríamos añadir, aún a fines del siglo XX, si recordamos la epidemia de cólera de la década de 1990.
El historiador Marcos Cueto, en su libro El rastro de la salud en el Perú, realiza un estudio minucioso de la epidemia del cólera que se inició en 1991 y recuerda la campaña que realizaron tanto el Estado como la sociedad civil sobre el correcto lavado de manos, tomar agua hervida o lavar bien las frutas y verduras. En el balance que Cueto realiza se cuenta que la cloronización del agua se hizo más frecuente en las ciudades, algo que casi no ocurría antes de dicha epidemia, y que mejoraron el recojo de basura y los hábitos higiénicos. Sin embargo, un estudio realizado después del brote de cólera encontró que la costumbre de comer en la calle, en vendedores ambulantes, había vuelto a la “normalidad” en la ciudad, es decir a lo que existía antes del desencadenamiento del mal.
Con esta información, cabe la pregunta: ¿La frágil memoria de la población explica por qué, en el año 2020, necesitamos campañas que nos recuerden cómo lavarnos las manos?
Estigmas de ayer y hoy
Desde su Twitter, el presidente estadounidense Donald Trump ha decidido llamar al covid-19 “el coronavirus chino”, y hemos visto lamentables muestras de sinofobia (sentimiento contra los ciudadanos chinos) que se han registrado en el Perú y el mundo. Pero no es la primera vez que, en medio de una emergencia sanitaria, se los estigmatiza. En el artículo “Enclaves sanitarios: higiene, epidemias y salud en el barrio chino de Lima, 1880-1910”, los historiadores Patricia Palma y José Ragas, investigadores de la Universidad de Tarapacá y la Universidad Católica de Chile, respectivamente, dan cuenta de que los habitantes del barrio chino de Lima fueron responsabilizados de la epidemia de peste de inicios del siglo XX. “El discurso higiénico representó al barrio chino como un lugar de infección, caos habitacional y peligro moral, lo cual resonó entre las autoridades políticas y los habitantes de Lima”, afirma el texto.
Y añade que, hacia las primeras décadas de 1900, las llamadas “chinerías” —predecesoras de los actuales chifas—, fueron duramente criticadas por sus condiciones higiénicas. El periódico satírico Fray K-Bezón, que llevó a cabo una agresiva campaña antiasiática, retrató en 1907 el estereotipo de la comida china: un delgado cocinero chino, con largas y sucias uñas, vertía en una olla murciélagos, ratas, perros y hasta lagartijas que serían la base de la sabrosa comida. En la imagen (al lado), los incautos limeños disfrutan de la comida sin imaginar el origen de sus platos.
Lo curioso es que limeños de todos los estratos sociales acudían a la calle Capón para tratar sus dolencias y buscar consejo profesional de los médicos chinos ahí establecidos. Mientras la epidemia hacía estragos, las boticas chinas eran reconocidas y la buena reputación de sus médicos podía más que el estigma. Más o menos como hoy, cuando el mundo espera que de China salga también el remedio --la vacuna-- para esta nueva y agresiva enfermedad.
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