Ocurrencias como las recientes protestas de Chile suscitan la necesidad de examinar la desigualdad financiera desde diversas perspectivas. Ensayaremos una lectura filosófica o, más precisamente, ética. ¿Es la disparidad moralmente mala? ¿Buena? ¿Al menos neutra? Pese a no contar con tanta información ni términos ni tecnicismos como nosotros, la tradición filosófica no ha sido ajena a la evaluación ética de la desigualdad económica. Repasemos algunos argumentos.
Platón destaca entre los primeros que criticaron la gran asimetría. En su célebre República, sostiene que un Estado compuesto por ricos y pobres no merece considerarse uno solo, pues en realidad son dos, donde cada grupo vela por sus intereses. Aristóteles, para nada era un igualitarista, no obstante, señala que “las ambiciones de los ricos arruinan más el régimen que las del pueblo”. Incluso la desigualdad exacerbada podía causar revoluciones. Como ellos, otros pensadores antiguos bien sabían que los dirigentes podían empeñar los intereses de toda la comunidad, el célebre bien común, al dinero y la voluntad de los poderosos. El argumento se mantiene en nuestros días cuando, por ejemplo, sospechamos de las grandes donaciones, o más bien “inversiones”, detrás de las campañas políticas.
—Rousseau, Pascal y Locke—
Los filósofos modernos fueron testigos del nacimiento de la economía burguesa, el libre mercado y el capitalismo más o menos como lo conocemos hoy. Su juicio sobre las disparidades se dividió. Algunos criticaron tenazmente la excesiva concentración de bienes en pocas manos. Para ellos no solo el resultado estaría viciado, sino también el sistema que lo produjo. Rousseau creía que el origen de la sociedad civil y sus males se remontaban al momento en que un tonto dijo: “Esto es mío”, y encontró otros más tontos que le creyeron. Tiempo atrás Pascal ya había sentenciado: “Este perro es mío, dicen esos pobres niños. Ese es mi lugar bajo el sol. He ahí el comienzo y la imagen de la usurpación de toda la tierra”.
Desde la otra orilla, Locke cimentaba los principios que luego Adam Smith consagraría. Locke fue un gran defensor de la propiedad privada moderna. Sostenía que en el estado natural la Tierra podía considerarse una posesión común de la humanidad. Sin embargo, pescar, sembrar o incluso recolectar son modos válidos de apropiación, pues estoy mezclando algo mío –mi esfuerzo físico– con parte de la naturaleza y, por tanto, puedo reclamar como mío el nuevo producto. Así comenzó el progresivo y legítimo adueñamiento hasta que el dinero simplificó los intercambios y posibilitó la acumulación. Si en toda la cadena productiva o de comercio nadie actuó deshonestamente, se puede considerar justo el resultado, sea cual sea. Si uno labró, o pescó más, o supo intercambiar mejor, ¡bien por él!, pese a que su acaparamiento deje al otro con poco o nada.
—Un pensador influyente—
Citemos al pensador contemporáneo más influyente sobre el tema: John Rawls, para quien la gran disparidad no resulta exclusivamente del desempeño personal. Interviene también la lotería natural —talentos físicos y mentales de nacimiento, crecer en un hogar favorable— y los efectos de acciones interconectadas individuales no controladas —llamémosles “externalidades” o un “efecto mariposa”— entre los miembros de la comunidad. Además, la sociedad moldea o da forma a las principales instituciones, públicas y privadas, de modo que estas favorecen a unos más que a otros. Decidimos que el Estado ofrezca educación gratis o no, de calidad o no; igual con la salud, la cultura, etc. Incluso las actuaciones de entidades privadas, como empresas, iglesias, universidades, y otras, impactan en la forma y reglas del mercado, la familia, la educación superior, etc. De allí que estas premien monetariamente más a unos que a otros, pese a que les brindaron oportunidades diferentes.
Ilustremos. Rendimos culto al fútbol, por lo que Oreja Flores será económicamente exitoso por su talento natural —no merecido—, su esfuerzo y disciplina –¡bien merecidos!– y por el hecho de que nació en una sociedad que presta mucha atención al fútbol, invierte en él —existe todo un mercado— y presiona para que el Estado también lo haga —creando, por ejemplo, campos de fútbol y no instalaciones de ajedrez—. Las instituciones que diseñamos generan más oportunidades monetarias para Flores que para los hermanos Cori. Los ajedrecistas podrían quejarse de que las reglas y prácticas sociales favorecen el enriquecimiento de los futbolistas.
Rawls entendió que los pobres pueden protestar cuando los ricos diseñan la sociedad para que les favorezca principalmente a ellos. La envidia del pobre holgazán respecto el rico trabajador no es un sentimiento moral; pero el resentimiento del obrero empeñoso que casi no mejora al compararse con su jefe, sí que lo es.
—¿Reglas de juego?—
Otro argumento contemporáneo viene de Michael Walzer. Sostiene que el dinero se ha convertido en un bien dominante, esto es, un bien capaz de transformarse en prácticamente cualquier otro, como el respeto o poder político, como en su momento servía para adquirir la gracia divina o las indulgencias. En sociedades altamente mercantilizadas, el dinero genera una jerarquía entre las personas que cubre más que el espacio económico. Crea personas de primera clase en todos los aspectos.
Algunos defienden que la desigualdad económica poco tendría que ver con el diseño de las reglas de juego debido a que vivimos en democracia. “Los pobres son más. Si no están de acuerdo, pueden cambiar las reglas vía elecciones”. Pero ¿son democráticas las decisiones políticas? Quienes poseen mucho dinero pueden controlar no solo las empresas sino los medios, las universidades y, en fin, la opinión pública. Se instala su punto de vista o su interés como el más compartido, el natural, el mejor. Las grandes desigualdades, muchos estudios lo respaldan, trastocan la democracia en plutocracia: el gobierno de los pocos con mucho sobre los muchos con poco.